Jesús María Usunáriz, Profesor Titular de Historia Moderna. Universidad de Navarra
El ducado de Alba y la nobleza
El señorío, y después condado, de Alba de Tormes se convirtió en ducado por gracia concedida por el rey Enrique IV de Castilla a García Álvarez de Toledo en 1472. Desde entonces, sus titulares ocuparon altos cargos en la administración de la Monarquía hispánica. Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1582), el III duque de Alba retratado por Tiziano, pasaría a la historia como uno de los más importantes militares y políticos de su época. Como el «gran duque», los miembros de la casa de Alba siempre estuvieron ligados a la Monarquía en diferentes cargos y responsabilidades.
Esta rama de los Álvarez de Toledo, que entroncó con las más importantes familias de la aristocracia española, fue acumulando numerosos títulos (ducados, marquesados, condados…) que le otorgarían una envidiable y envidiada preeminencia social, económica y política a lo largo de muchas décadas. De hecho, María Teresa de Silva Álvarez de Toledo (la segunda mujer en ser titular de la casa de Alba como XIII duquesa, y cuya imagen quedó plasmada magistralmente por Goya), llegaría a concentrar en su persona más de medio centenar de títulos nobiliarios. A la muerte de María Teresa (1802), sin descendencia, la titularidad del ducado pasó (hasta la actualidad) a la rama de los Fitz-James Stuart –emparentados con Jacobo II, rey de Inglaterra–, duques de Berwick, en la persona de Carlos Miguel Fitz-James Stuart y Silva.
La casa de Alba es todo un ejemplo de lo que llegó a representar la nobleza aristocrática en España durante siglos. Ser noble era la base fundamental para el ascenso y el encumbramiento social. Desde la más sencilla y simple hidalguía podía lograrse, gracias a los méritos de los miembros de la familia, los favores de un monarca siempre necesitado de hombres o de dinero. La nobleza, o al menos parte de ella, alimentada, en títulos, tierras y privilegios, gracias a sus servicios militares en las luchas contra los musulmanes, creció y se hizo fuerte hasta el punto de querer sujetar y limitar la acción de los monarcas. Sin embargo, tras décadas de guerras civiles, los nobles doblaron su cerviz ante un poder real cada vez más poderoso, burocrático y centralizado, del que emanaban las mercedes, privilegios, prestigio, poder y dinero a los que aquellos nobles aspiraban.
La aristocracia, reconvertida, desde finales del siglo XV, en cortesana, acaparó puestos en los Consejos de la Monarquía desde donde influyeron en las decisiones del rey de turno; fueron generales, brillantes o fracasados, en un sinfín de batallas; sirvieron como virreyes y gobernadores en las vastas extensiones de la Monarquía española, en Europa y en América; actuaron como embajadores, secretarios de estado o ministros; miembros de sus familias alcanzarían también altos puestos en la jerarquía de la Iglesia. De ellos dependía, en muchos pueblos, el nombramiento de alcaldes y el ejercicio de la justicia. Fueron dueños de grandes propiedades, rústicas o inmobiliarias en buena parte de la Península, de las que percibían cuantiosos ingresos.
El siglo XIX marcaría el inicio de un cambio que, con el paso de las décadas, se mostraría radical. El nuevo signo de los tiempos, el acceso al poder de gobernantes liberales, hizo que muchas de aquellas viejas casas aristocráticas, agobiadas por las deudas, sometidas a novedosas normas hereditarias, o sujetas a legislaciones moderadamente restrictivas, vieran desaparecer las porciones de sus inmensas fortunas y los antiguos resquicios de su poder.
Otras, con mejor suerte o visión, supieron mantener su estatus económico y social, se adaptaron a los nuevos tiempos, y contemplaron cómo nuevos grupos sociales, una burguesía liberal, cada vez más influyente, asociada a la industria, al comercio y también, cómo no, a la tierra, comenzaba a controlar los hilos de la administración del Estado y de la política. Ciertamente muchas de aquellas familias nobles de raigambre medieval, como la de los Alba, siguieron conservando un inmenso patrimonio económico, prestigio social e influencia política. Pero ya no eran, ni volverían a ser, lo que en tiempos fueron. La muerte de una mujer singular como Doña Cayetana Fitz-James, XVIII titular del ducado desde 1955, es el ejemplo de una nobleza que se acomoda a los tiempos, sin perder el legado de sus ancestros; marca el fin y el inicio de una nueva época para la casa, en la que, sin duda, ha dejado huella.