21/11/21
Publicado en
El Mundo
Antonio Moreno |
Catedrático de Economía
Parecía que no iba a volver, pero ahí está la inflación asomando de nuevo su fea cabeza. Son casi 30 años desde la última vez en que la inflación medida con el IPC llegaba a niveles superiores al 5%. Evidentemente, no son buenas noticias. Primero, porque implica pérdida de poder adquisitivo para una gran parte de la población con el consiguiente daño a las rentas bajas, porque esta inflación tan alta no estaba anticipada, y porque en la coyuntura actual no se podrán subir los salarios medios en esta cantidad. Además, incluso si algunos precios de bienes y servicios no suben, su calidad puede disminuir, ya que las empresas podrían ajustar por la prestación del servicio en vez del precio.
Factores de oferta y de demanda nos han hecho llegar a esta situación. Del lado de la oferta, los precios de la energía están subiendo a pasos agigantados, lo que incrementa los costes fijos de las empresas y autónomos. A su vez, las disrupciones en las cadenas de montaje globales están restringiendo la oferta, lo que hace aumentar los retrasos y subir los precios. Del lado de la demanda, varios factores empujan hacia más inflación: durante la Covid-19 se ahorró mucho por la incertidumbre pandémica y ahora que en parte se ha despejado esta incógnita, el consumo sube en gran medida con relación a 2020. Junto a esto, las políticas fiscales y monetarias globales siguen siendo bastante expansivas, lo que favorece el consumo, la inversión y el gasto público.
El caso es que veníamos de inflaciones muy bajas en la década anterior y nuestra preocupación era más la robustez del crecimiento que la inflación. Así que estábamos afilando nuestras armas para una batalla distinta de la que ahora tenemos enfrente. Cercanos a la deflación, queríamos algo más de inflación -o al menos una inflación media en torno al 2%-, que compensara inflaciones anteriores demasiado bajas para poder hacer políticas algo más expansivas. Ahora tenemos el problema contrario: inflación por encima del objetivo del 2%. Es claramente más fácil hacer políticas expansivas después de inflaciones bajas que contractivas después de inflaciones altas, pues esto implicaría restricciones monetarias y tipos más altos, lo que en un país endeudado como el nuestro nos llevaría seguramente a una recesión dado lo frágil de la recuperación actual.
Todo sería más fácil si la inflación fuese transitoria. Al fin y al cabo, si es solo una cuestión de meses y luego volvemos a la normalidad, todo se saldaría con una ligera pérdida de poder adquisitivo. ¿Será esta inflación transitoria o permanente? Si analizamos los distintos factores, cabe pensar que los desajustes productivos post-Covid deberían solucionarse. De hecho, algunas empresas ya están anunciando que el desabastecimiento debería ser temporal. En cuanto a la demanda, el incremento de gasto post-Covid asociado a una
menor incertidumbre también debería ser transitorio.
Más preocupante e incierta es la inflación proveniente de la subida de los costes energéticos. España no deja de ser un país dependiente neto del exterior en este ámbito, y este encarecimiento energético se irá trasladando a otros sectores -los recuerdos de finales de los años 70 no son especialmente edificantes en este sentido-. El diferencial de la inflación medida por el IPC y la subyacente (que no incluye precios de energía y alimentación) es enorme (4%), pero es más que probable que las empresas repercutan estos costes de energía a sus sectores y productos, con lo que la inflación subyacente debería subir en los próximos meses. En este sentido, países como Francia tienen un problema menos estructural que España, que debería centrarse en asegurar oferta energética -a través de acuerdos con países de nuestro entorno con excedentes de energía, una regulación más eficaz para gestionar el mercado energético dominado por pocas empresas, así como menos impuestos al consumo energético-, y así poder absorber los shocks de oferta actuales y futuros.
Por otro lado, los bancos centrales deberán navegar un delicado equilibrio entre el control de la inflación a través de políticas menos expansivas y evitar incrementar los costes financieros de las empresas, familias y gobiernos. Una variable clave en este sentido serán las expectativas de inflación. En la medida que esas expectativas a más allá de un año se consigan mantener en torno al 2%, habrá más confianza de tener la inflación bajo control. En la pasada década, se han conseguido con éxito conservar las expectativas de alza de
tipos a raya. Ahora la labor es más compleja, pues no se trata de un objetivo operativo (los tipos a corto) sino de uno final (la inflación). Asimismo, por la parte fiscal, es crucial que el Gobierno tenga una senda fiscal de consolidación creíble a medio plazo, lo que también redundará en un mayor control de la inflación y sus expectativas, y por tanto en una menor pérdida general de poder adquisitivo.