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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Patrimonio e identidad (25). Artistas navarros e inquisición

vie, 24 ene 2020 11:11:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

No son muchas las noticias que nos han llegado acerca de la relación de la inquisición con los artistas en Navarra. En general, como en el resto de España, no parece que los procesos incoados por el santo oficio contra algunos artistas estuviesen provocados por cuestiones relacionadas con las artes que practicaban y sus obras, sino más bien por algunos comportamientos personales, e incluso por envidias y odios entre los profesionales.

En lo que se refiere a imágenes y pinturas, más o menos toleradas y prohibidas, el vacío documental y por tanto el conocimiento que tenemos es aún más escaso. De ello, en concreto, nos ocuparemos en otra ocasión, centrándonos aquí, únicamente, en los artífices.


En el siglo XVI

Aquella centuria nos proporciona algunos datos referentes a varios plateros y otra pareja de escultores que, por diversas circunstancias, estuvieron relacionados con el santo oficio. En el caso de los primeros, el orfebre Juan de Ichaso, fue familiar de la inquisición, en el tercer cuarto del siglo, y estuvo casado con Fausta de Orbaiceta. Otro platero corrió peor suerte, porque estaba en el otro lado, en el de los acusados y reos. Su nombre era Roberto de León.

Ignacio Panizo y Mª Jesús Berzal han estudiado el proceso contra Roberto de León, maestro francés establecido en Pamplona desde mediados del siglo XVI, que fue condenado a muerte por la inquisición en 1565, a raíz de una redada en la que se detuvo a varios vecinos de la capital navarra acusados de protestantismo, entre los que figuró el también platero Francisco de Lucenburque. Roberto de León se llevó la peor parte ya que fue condenado por “inpenitente y mal converso y por receptador fauctor e ocultador de hereges e por aber tenido e creído que todo lo que hazen los clérigos y frailes es abusión y que no ay Papa después que Sant Pedro murió y que las bulas e indulgencias no valen nada e que no ay purgatorio e otras cosas”. En definitiva, se le acusaba de proposiciones heréticas asociadas al protestantismo, como la negación de la autoridad del papado, menosprecio de las bulas e inexistencia del purgatorio. Todo ello se agravaba por atribuírsele ser cabecilla del grupo y tenacidad en el error. La inquisición secuestró todos sus bienes, también los de algunos clientes que, al ver sus bienes embargados, reclamaron sus joyas al santo tribunal, abriéndose un par de pleitos fiscales incoados por Francisco de Atondo y Elena Cruzat para averiguar el origen de las piezas.

Por lo que respecta a los dos escultores que tuvieron problemas con la inquisición, hay que señalar que ambos fueron excelentes maestros: Juan de Beauves y Miguel de Espinal. El primero, conocido como el fraile, fue hijo de Peti Juan de Beauves, que trabajó en la sillería coral de Pamplona. Entre 1533 y 1537, hizo su aprendizaje con Gabriel Joly, en la capital aragonesa, familiarizándose con los modelos italianizantes. Vivió del trabajo que le proporcionaban otros maestros que le subcontrataban la escultura para distintos retablos, pues se les exigía por parte de los comitentes que las imágenes fuesen “de mano del fraile”. Pierres Picart, compañero de su padre en la sillería de Pamplona, lo asoció a sus obras en los retablos de Huarte-Araquil (1557-59), San Juan de Estella (1563), Santo Domingo de Pamplona (1570-74) e Irañeta. Su mano también está presente en los relieves y bultos de los de Esquíroz y Lumbier. En 1570 fue detenido por la inquisición y trasladado a la cárcel de Logroño, a la vez que se secuestraban todos sus bienes. Al poco tiempo fue absuelto y, aunque el motivo no lo sabemos a ciencia cierta, debió de estar relacionado con su vida desarraigada y aventurera que le llevó a vivir en varias ermitas (San Jorge, extramuros de Pamplona, San Salvador de Villanueva de Araquil y Santa Teodosia de San Vicente de Álava), en unos momentos en que se trataba de poner orden en los ermitaños del reino, puesto que muchos no estaban dispuestos a seguir una vida austera. Al final de su vida, pensó retirarse al monasterio de Leire, pero debió cambiar de parecer porque terminó su existencia en la mencionada ermita pamplonesa de San Jorge, en donde se le documenta en 1591.

El otro escultor que, en un momento de su vida, tuvo que hacer frente a una información del santo oficio fue Miguel de Espinal II (1532-1586), casado con Catalina de Beauves, sobrina de fray Juan de Beauves, cuando contaba ya con cuarenta y tres años. Espinal fue una persona que no dominaba fácilmente su carácter fuerte, violento y desabrido. Sus obras más importantes fueron los retablos de Urroz-Villa y Ochagavía. En sendas ocasiones fue desterrado de la ciudad de Pamplona por algunas expresiones verbales insultantes y provocadoras. La primera, en 1568 por haber acosado en la puerta de la parroquia de San Cernin al licenciado Erice, relator de los Tribunales, en relación con un pleito no despachado contra el escultor Guillén Oberón. Aquello le costó a Espinal cuatro meses de destierro, treinta y seis libras y las costas del juicio, aunque sin terminar la pena, pidió regresar a Pamplona por “los muchos oficiales que tiene” a su cargo, concediéndosele la licencia oportuna.

Años más tarde, en 1584, cuando el maestro vivía en Lanz con su mujer, se produjo otro incidente, en este caso con contenido de injurias y herejía, que pudo haber terminado en jurisdicción inquisitorial por la materia. Sin embargo, se litigó en los tribunales navarros y acabó con una condena de destierro de seis meses y 200 libras de multa, en primera sentencia, a la que sucedió otra con rebaja de la cantidad. En este caso fue su mujer, Catalina de Beauves, la que pasó a ofrecer en la iglesia, saltándose la costumbre de que fuesen las primeras en hacerlo las dueñas de las casas más antiguas de la localidad. Con la citada expresión de “pasar a ofrecer” se refiere a la costumbre de dirigirse con una candela encendida a besar la estola al sacerdote y dejar una limosna en el ofertorio de la misa. La actitud de Catalina terminó en discusión, increpando al vecino del lugar, Miguel de Arizu, con palabras pesadas e injuriosas e incluso tratándole de brujo, y diciéndole que se le cayó de su seno un sapo en casa de un antiguo alcalde. La declaración de Catalina sólo reconoció que le había dicho que ella no era “agota” para ofrecer en último lugar. Otros testigos señalan cómo Miguel de Espinal, también le trató, a gritos, desde el coro, de brujo y villano. 


Un libertino escultor de Aguilar de Codés

Juan Martínez del Notario, al que no hay que confundir con un clérigo homónimo y contemporáneo de Aguilar de Codés, nació en esta última localidad hacia 1612, quizás realizó su primera formación en las artes de la madera en su tierra, en Viana o Estella. Su relación con la inquisición ha sido estudiada por Azcárate, Cordero de Ciria y últimamente por Rebeca Carretero. 

Según el propio testimonio del encausado, trabajó como escultor desde los dieciséis años, en el taller de Juan Martínez Montañés en Sevilla, hacia 1628-1629, a lo largo de año y medio y luego, en Granada, durante tres años y medio. Más tarde, en Madrid, colaboró con Manuel Pereira, lo que hace de este caso algo realmente extraordinario, ya que la salida normal para perfeccionarse en las artes de los aprendices navarros era marchar a Castilla o a Aragón. En Madrid y con Pereira estuvo al menos entre 1639 y 1644, año este último en el que huyó a su localidad natal, tras ser denunciado por blasfemia. El caso de este navarro es, como veremos, excepcional desde el punto de vista de sus maestros, pues fueron la flor y nata de la plástica de la primera mitad del siglo XVII, así como por las ciudades en las que residió para aprender y perfeccionar su oficio de escultor.

Precisamente fue en aquel periodo madrileño, cuando tuvo lugar un hecho por el que vino su procesamiento. El 16 de marzo de 1642, al anochecer, estaban dos escultores un pintor esperándole y llegó tarde y bebido, contestando a las preguntas que le hizo uno de ellos: “Voto a Cristo que no hago caso de nadie en el mundo que a todos los pongo por debajo de mis pies y que solo a Dios me igualo”. Estas expresiones le costaron una denuncia. Al ir a prenderle en el taller de Pereira -por cierto, familiar del santo oficio-, ya en abril de 1644 se enteraron los ministros de la inquisición de que se había ido hacía tres meses a su tierra, en donde vivían algunos de sus hermanos.

Desde Aguilar marchó a Pamplona, Zaragoza y Tudela, en donde fue hecho preso, declarando que en los últimos siete meses había trabajado en Aguilar, la capital navarra y Tudela. No era la primera vez que estaba entre rejas, pues anteriormente estuvo en la cárcel por bígamo en tierras navarras, aunque consiguió fugarse. Por declaraciones del proceso inquisitorial se sabe que se jactó de ser familiar del santo oficio, burlando incluso a la justicia civil. Uno de los testigos afirmó que en una velada con el acusado “calentándose a la chimenea”, que hacía diez años que no pasaba por el confesionario y que la inquisición le había apresado dos veces por bigamia y ciertos escarceos amorosos con una viuda en Madrid. De las diligencias judiciales se deduce que el escultor tenía un carácter pendenciero y soberbio, a lo que se añadía la falta de moral y el consumo de alcohol, puesto que bebía vino “más de lo necesario y que suele hacer muchas veces”.

Como en otros casos, este proceso, constituye un testimonio importantísimo para la historia social del arte pues descubre relaciones sociales y profesionales entre distintos artistas, así como sus costumbres y carácter. Además, deja abiertas las puertas a la adjudicación de algunas obras de 1644 a su mano en las localidades navarras mencionadas.


Otros escultores familiares del santo oficio

En 1640, al redactar las ordenanzas de la cofradía de San Lucas de los pintores de Pamplona, ser preveía para el veedor de la misma una capítula, la número veinticuatro que reza así: “Ittem, que con licencia de los señores del Regimiento de esta ciudad, se nombre un veedor o más si así conviniere, para que las obras de pintura que entran en este Reyno del de Francia, las reconozcan porque se ha experimentado entrar muchas pinturas vedadas por la Santa Inquisición, así del Reyno como de otras Reynos extraños, que provocan a la deshonestidad y a otras cosas ilícitas y que, de lo que ello resultare, dé cuenta a los dichos señores regidores, para que se ponga el remedio debido con la autoridad y asistencia de uno de sus mercaderes”.

Sobre artistas del Seiscientos que ostentaron el cargo de familiares del santo oficio, conocemos algunos casos. El citado cargo venía a ser un servidor laico de la inquisición, listo en todo momento para cumplir con los deberes del tribunal. A cambio se le permitía llevar unas armas para proteger a los inquisidores y disfrutar de cierto número de privilegios. H. Kamen, en su monografía, recuerda que el hecho de convertirse en familiar era un alto honor y aunque algunos de ellos adquirieron cierta notoriedad por hechos puntuales y por la fama legendaria que llegaron a tener, como quinta columna de informadores y espías, parece que en la práctica sus contemporáneos se preocuparon más por su excesivo número y por los privilegios tras los que se escudaban, que les colocaban por encima de la ley. A mediados del siglo XVII, se vendieron familiaridades, siguiendo los usos de venta de cargos. Martín González recuerda cómo algunos escultores sintieron especial estima por este tipo de cargos religiosos, llegando a ser familiares del santo oficio, como ocurre con Pedro de Mena, o inspectores de aquel tribunal en el caso de Francisco Salzillo. 

Entre los escultores navarros que ostentaron tal cargo figuran Juan y José de Huici e Ituren, padre e hijo que, por lo general, añadían a su nombre y apellidos la condición de familiares del santo oficio. El padre testó, en 1645, en Lumbier, fue destacado maestro del taller de Sangüesa-Lumbier y autor, entre otros, de los retablos mayores de Oyarzun, Ituren y Oroz-Betelu, mientras que su hijo (†1690) marchó a perfeccionar su arte a Oviedo con Luis Fernández de la Vega, maestro que abrió a aquella región a las corrientes castellanas del momento. Al regresar a tierras navarras fue veedor de obras de arquitectura y ensamblaje en el pontificado del obispo Roche, se afincó en Ituren y casó con María Ijurco. Entre sus obras figura el retablo mayor de Puente la Reina.

El segundo fue Juan Manrique de Lara y Balero (1648-1720), que se estableció en Corella en 1678, declarando que había ejercido su arte en Roma, Nápoles, Florencia y otros lugares de España, afirmando que tenía poder de la inquisición para “quitar y deshacer las imágenes que le parecieren indecentes, así de Christo Señor nuestro, como de Nuestra Señora y otros Santos”. Su obra no nos es conocida en toda su extensión, posiblemente porque sus servicios eran requeridos por maestros encargados de retablos. Según su propia declaración, su estancia en Corella se interrumpía en “algunas temporadas que a trabajar en su arte le es conveniente salir fuera”. El paso corellano del Descendimiento es obra atribuible a este maestro y fue encargado por la Cofradía y Amistad de los Dolores, fundada en 1710, por siete hermanos en memoria de los dolores de la Virgen. Entre sus obras seguras hay que mencionar el grupo de San Joaquín, Santa Ana y la Virgen Niña de su retablo en Cintruénigo, realizado en 1699, en virtud de un contrato firmado en marzo de aquel año, poniendo como condición que se hiciesen como el grupo del mismo tema de la parroquia del Rosario de Corella, por el precio de 300 reales, dando las piezas encarnadas y con los ojos de cristal. Se trata de una obra basada en estampas de la época y de calidad discreta.

Sabemos también que Sebastián de Sola y Calahorra, hijo del homónimo retablista establecido en Tudela y colaborador de su tío Francisco Gurrea en diversas obras a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, llegó a ser también familiar del santo oficio, en 1688.

Un canónigo de la colegial de Tudela de nombre Miguel Pérez de Aybar y por tanto homónimo del pintor establecido en Granada de origen tudelano, fue el encargado, como comisario del santo oficio, en 1650, de dar las licencias necesarias para la bendición y utilización de la ermita del Vedado de Eguaras, en las Bardenas, por delegación del obispo de Pamplona.