24/01/2023
Publicado en
ABC
Ángel J. Gómez Montoro |
Catedrático de Derecho Constitucional
«No es difícil entender que al poder le entusiasmen poco los límites; y también es comprensible que a los partidos políticos les guste aún menos perder las elecciones y pasar a la oposición. Pero no respetar los límites constitucionales y poner la permanencia en el poder cómo único objetivo, a cualquier precio, es minar las bases de la democracia, al menos de la democracia del Estado constitucional: el que garantiza los derechos fundamentales o el poder sometido al derecho»
Los ingleses suelen decir que la hacienda y la policía deben quedar fuera del juego partidista de los gobiernos precisamente para tener garantías cuando se deja de gobernar. Más allá del pragmatismo británico, lo que hay detrás de esa afirmación es la certeza de que la democracia presupone la alternancia en el poder y la necesidad de instituciones que queden al margen del juego político. Pero todavía hay un argumento más relevante y es que la democracia -la auténtica, la que no lleva adjetivos- implica tanto el gobierno de la mayoría como la limitación del poder, también el de esa misma mayoría. Supone un sistema de frenos y contrapesos (los famosos 'checks and balances' del constitucionalismo norteamericano) que ponga remedio a la tentación de todo poder que, como ya señaló Montesquieu, no es otra que la de expandirse sin límites.
De aquí la importancia de la división de poderes -muy especialmente entre poder político y poder judicial-, pero de una división previa y aún más relevante entre poder constituyente y poder constituido: ningún poder constituido, tampoco el Parlamento, está por encima de la Constitución, que es precisamente el instrumento que garantiza que el poder sea limitado. Y de aquí la posición especial y trascendente del Tribunal Constitucional.
No es difícil entender que, por contraste, al poder le entusiasmen poco los límites; y también es comprensible que a los partidos políticos les guste aún menos perder las elecciones y pasar a la oposición. Pero no respetar los límites constitucionales y poner la permanencia en el poder cómo único objetivo, a cualquier precio, es minar las bases de la democracia, al menos de la democracia del Estado constitucional: el que garantiza los derechos fundamentales, la protección de las minorías o el poder sometido al derecho. Por eso, no es demócrata quien no respeta los límites del propio poder, quien contrapone mayorías y Estado de derecho, quien pretende acallar la opinión pública y controlar las instituciones llamadas a hacer de contrapeso. Por eso, tienen poco de democracia las llamadas democracias populares que, en realidad, no implican tampoco que gobierne el pueblo o un Parlamento fuerte que lo represente sino que, como se demuestra una vez y otra, este termina siendo la marioneta de un ejecutivo que, a la vez, está en manos de un presidente de tendencias caudillistas. Y, por desgracia, en estos tiempos del resurgir de los populismos, no parece necesario traer a colación ejemplos.
Las afirmaciones anteriores son de sobra conocidas y recordarlas sería superfluo si no fuera porque vivimos tiempos en los que se cuestionan, al menos con prácticas que están deteriorando nuestras instituciones hasta límites que parecían impensables no hace mucho tiempo. Lo vivido en diciembre ha evidenciado hasta qué punto no podemos considerarnos inmunes ante riesgos que nos parecían propios de países con democracias escasamente consolidadas. Desde luego, si hemos llegado a esto no ha sido de forma casual sino como consecuencia de un deterioro progresivo: el reparto de cuotas en la designación de los miembros de los órganos constitucionales, el retraso sistemático en su renovación, el abuso del decreto-ley, pero también el entendimiento de las mayorías parlamentarias como bloques monolíticos en los que nadie puede discrepar (lealtad al partido por encima de lo que se considere que es bueno para los ciudadanos), la descalificación de los tribunales -incluido o más bien empezando por el Tribunal Constitucional- ante resoluciones contrarias a los propios intereses, etcétera, han sido un caldo de cultivo sin el cual no estaríamos en una coyuntura tan preocupante.
Y es ciertamente preocupante porque, aunque el consenso en el Consejo para elegir magistrados del Tribunal Constitucional ha permitido superar la grave crisis de diciembre, nunca se había llegado tan lejos en el deterioro institucional: las reformas de leyes orgánicas reguladoras de órganos constitucionales llevadas a cabo no ya sin el consenso entre los partidos mayoritarios, sino de manera absolutamente partidista e improvisada (el espectáculo con las reformas de las competencias del Consejo General del Poder Judicial no puede calificarse sino de lamentable), el abuso de la proposición de ley para evitar posibles opiniones negativas de los órganos que, por razones técnicas, están llamados a informar (ni siquiera se acepta la discrepancia no vinculante), el intento de afectar al estatus del Tribunal Constitucional mediante una enmienda aprobada monolíticamente contra el parecer de los servicios jurídicos de la Cámara (y de cualquier jurista mínimamente conocedor de la jurisprudencia constitucional) o la tesitura en que se ha puesto al Tribunal Constitucional son hechos graves que evidencian un deterioro de nuestra democracia.
¿Tiene esto arreglo? Me temo que no hay muchos motivos para el optimismo. Pero si de verdad nuestros actores políticos tienen voluntad de arreglarlo, bastaría con empezar a hacer las cosas bien con el Consejo General del Poder Judicial: señores portavoces de los Grupos Parlamentarios, negocien y propongan candidatos para la renovación del Consejo; en vez de repartirse cuotas y elegir candidatos afines, busquen perfiles sobre los que pueda haber acuerdo, respetando así la voluntad del constituyente; señora presidenta del Congreso y señor presidente del Senado, cumplan con su obligación y convoquen la sesión para elegir a los miembros del Consejo; futuros candidatos, no acepten que les impongan el nombre del presidente o la presidenta que ustedes tienen el derecho -y la obligación- de elegir.
Y podríamos seguir con el Tribunal Constitucional, que debe conseguir cuanto antes que la última crisis quede en un episodio aislado, que no mine una institución que es pieza clave del sistema. Señores magistrados, no se dejen encasillar en bloques y no acepten otros argumentos que los que se derivan de la propia Constitución y el resto del bloque de la constitucionalidad.
Es muy posible que las cosas no sucedan como acabo de señalar y que sigamos en una deriva que viene a poner en riesgo lo que entre todos hemos construido en estas casi cinco décadas de régimen democrático. Pero, quienes así lo hacen y quienes lo apoyen, deben al menos ser conscientes de la gravedad de sus actos; y quienes lo observamos, tenemos la obligación de hacer lo posible para frenar el deterioro institucional.