Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
Crisis de confianza
Nueve millones y medio de pleitos en 2011, uno por cada cinco españoles. Francia, con 66 millones de habitantes, registró tan solo seis millones. Nuestro Gobierno se preocupa, y anuncia medidas para contener ese furor judicial: el "Decreto Ley antilitigios", que con la figura del mediador permitirá ahorrar un dineral en procuradores, y nuevas tasas para evitar abusos en el acceso a la Justicia.
El afán por pleitear es índice de crisis social. Cuando la confianza deja de presidir las relaciones sociales, intervienen abogados y jueces. Y la confianza se convierte en un "tema de actualidad" justamente cuando falta, como ocurre con el aire que respiramos. Parece evidente que este es nuestro caso, en España y en Occidente en general. La crisis financiera y económica que sufrimos es, en buena medida, una crisis de confianza.
Navarra va capeando la crisis mejor que otras comunidades autónomas, pero como refleja la reciente oleada del Observatorio de clima económico CIES-Institución Futuro para Diario de Navarra, "continúa el deterioro de la confianza en las instituciones". Hay un repunte en la confianza que suscita el nuevo Gobierno central, lo que resulta lógico -el nuevo comienzo va acompañado de expectativas positivas-, pero todas las demás instituciones suspenden. Los sindicatos, la oposición y la banca ocupan la cola de ese ranking.
¿Cómo generar confianza? ¿Cómo superar el divorcio que parece alejar de modo creciente a la ciudadanía de su clase política? ¿Cómo gestionar la reputación corporativa y los demás intangibles, tan decisivos cuando los productos de las diferentes marcas son tan parecidos?
Conocemos bien los mecanismos que regulan la confianza en el ámbito psicológico. Resultan decisivos los primeros años de vida de las personas, cuando se adquiere la "confianza originaria". Si el bebé encuentra una acogida cariñosa, generalmente por parte de los padres, se sentirá seguro y confiado. Cuando crezca, el mundo le parecerá un lugar familiar y se moverá en él sin inquietud, como en su casa. Por el contrario, si experimenta abandono o maltrato, muy probablemente quedará marcado para siempre: percibirá el mundo como amenazador y peligroso, lo que puede inducir retraimiento o conductas agresivas. Y de fondo, la idea de que no se puede confiar en los demás. Tenemos así jóvenes y adultos inhábiles para la empatía y el amor, incapaces de ponerse en el lugar del otro. Cuesta mucho superar esas carencias básicas, aunque no resulte del todo imposible. Además de recibir la oportuna terapia, es preciso sentirse querido, objeto de un amor incondicionado.
¿Cómo recuperar la confianza en la vida social, en la economía y en la política? Las recetas son tan sencillas de enunciar como difíciles de llevar a la práctica: autenticidad, coherencia. Los actores dignos de confianza son auténticos. No mienten, lo que no impide que en algunos casos no digan todo lo que saben -aquí se plantea un clásico reto para todo tipo de portavoces-. Son coherentes. Cumplen lo que prometen y, si no pueden hacerlo, explican las razones del incumplimiento. La gente sabe hacerse cargo de las circunstancias que pueden producir crisis imprevistas. Esos actores no tienen reparo en admitir sus errores y en pedir perdón. Hacerlo así no disminuye su prestigio, más bien al contrario: un jefe que se reconoce falible refuerza su liderazgo ante los subordinados.
En situaciones de conflicto, cuando la desconfianza bloquea el diálogo entre dos partes enfrentadas, ¿quién debería dar el primer paso y confiar en el otro? El más poderoso, que no tiene por qué ser el que está más arriba en la jerarquía social o en la cadena de mando. Hegel lo tematizó en su famosa dialéctica del amo y el esclavo: tantos amos que no sabrían dar un paso sin el auxilio del esclavo. En una economía cada vez más global, flexible y virtual como la nuestra, muchos empleados talentosos se vuelven imprescindibles para sus empresas, lo que no vale para los propios directivos.
Se trata de confiar, simplemente, lo que con frecuencia se traduce en eliminar mecanismos de control o de supervisión, que no son en el fondo más que desconfianza institucionalizada. Quien confía puede parecer ingenuo y verse defraudado en ocasiones, pero quien no confía, fracasará siempre, como político o como empresario. Así lo entendieron, por ejemplo, hace años las autoridades finlandesas, cuando decidieron suprimir la inspección de los centros educativos. Confiaron en que los profesores y directores de los colegios estarían interesados en hacer bien su trabajo. Los resultados están a la vista: Navarra ha tenido que enviar la correspondiente delegación de expertos para estudiar de cerca las claves del milagro educativo finés.