Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
El compadecer de Dios
Probablemente recordando el suceso del sacrificio de Isaac, que finalmente no tuvo que morir a manos de Abrahán, dice San Pablo que “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32).
¿Cómo debe entenderse que Dios “no perdonó” a su propio hijo?
Como ha explicado Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, esto no debe entenderse como si los pecados cometidos por los hombres a lo largo de los siglos acumularan una inmensa deuda ante Dios, y Dios solo se sintiera satisfecho o aplacado mandando a su Hijo a la Cruz, quedándose Dios Padre tranquilo en su trono celeste, mientras Jesús sufría en su naturaleza humana.
No. Jesús en su pasión y muerte estaba acompañado siempre por su Padre, como había dicho: “Me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre” (Jn 16, 32). Escribe Cantalamessa: “Así pues, el Padre celestial y su Hijo Jesús estaban los dos juntos en la pasión y los dos juntos estuvieron en la cruz. Jesús estaba clavado más que a los brazos de madera de la cruz, a los brazos del Padre, es decir, a su voluntad”. El Espíritu Santo, que procede eternamente del Padre y el Hijo, brota para nosotros con un impulso nuevo desde la Cruz (cf. Jn 19, 30).
Por tanto Dios Padre, que ciertamente en cuanto Dios no puede sufrir al modo humano (involuntario y forzado), es en sí mismo Amor infinito. Y por eso, como decían los antiguos escritores eclesiásticos, le corresponde una pasión de amor. Es lo que San Bernardo llama un “compadecerse” (soberanamente libre) de los pecados y de los dolores de loa hombres. Y todo esto nos enseña que “el amor no puede vivirse sin dolor” (Imitación de Cristo III, 5).
En definitiva, si Isaac es figura de Jesús, Abrahán es figura de Dios Padre, que ha hecho el sacrificio de entregarnos a su Hijo. Por eso exclama San Agustín: “¡Cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único sino que lo entregaste por nosotros pecadores! ¡Cómo nos amaste!" (Confesiones, X, 69). Ya san Pablo se planteaba una gozosa consecuencia: “¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no darnos todo con Él?” (Rm 8, 32).
Y así señala Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza: “El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Spe salvi, n. 39).