24/06/2021
Publicado en
The Conversation
Esther Lasheras |
Investigadora del Instituto de Biodiversidad y Medioambiente de la Universidad de Navarra
Más allá del evidente riesgo para la población que supone una erupción volcánica, la salida del magma a la superficie terrestre tiene implicaciones en la biodiversidad que van mucho más allá del riesgo geológico en sí. Pongamos un ejemplo reciente; todos recordamos, hace ya 11 años, la erupción de un impronunciable volcán en Islandia1, el Eyjafjallajökull, que produjo una afección notable en el tráfico aéreo de toda Europa debido a la formación de nubes de cenizas y gases que se extendieron por el continente. Pues bien, aparte de las pérdidas económicas que supuso en el tráfico aéreo, turismo, comercio o industria local, el depósito de las cenizas en tierra produjo la contaminación de los acuíferos (especialmente por flúor) y una rápida proliferación de plancton en el océano.
Sin embargo, pese a los tremendos efectos que causó, la erupción del Eyjafjallajökull puede considerarse, de hecho, pequeña en cuanto a volumen de magma si la comparamos con las ingentes salidas de este material que tienen lugar cuando se emplazan las denominadas “grandes provincias ígneas” (GPI). Estas GPI se forman por la acumulación de rocas ígneas procedentes de inmensas plumas mantélicas que emiten una extraordinaria cantidad de magma a la superficie, generando vastas extensiones donde los basaltos (magmas mantélicos muy básicos) se disponen formando grandes mesetas submarinas, cuando se emplazan en corteza oceánica (Kerguellen, Seychelles) o grandes mesetas en corteza continental, como en el caso de los basaltos del Deccan (India), los “trapps” siberianos o los basaltos de plataforma en el río Columbia (EEUU).
Dado que ninguno de nuestros antecesores homínidos ha coexistido nunca con la salida de tan colosal cantidad de magma, no tenemos datos acerca de qué ocurriría con los humanos en esa situación. Sin embargo, es fácil vaticinar que sería algo catastrófico que dejaría el actual (y terrible) cambio climático que estamos sufriendo en un detalle casi anecdótico. Como muchas disciplinas en geología, solo tenemos que mirar al pasado y ver qué ocurrió con otras especies cuando se emplazaron las principales manifestaciones de estas grandes plumas mantélicas. En este sentido, es conocida su correlación con las cinco grandes extinciones producidas a lo largo de la historia del Planeta. La razón es bastante evidente, una erupción de estas características produciría cambios de tal magnitud en la atmósfera, que no solo la oscurecería durante años sino que modificaría incluso su composición. Además de los efectos dañinos causados por los gases emitidos (debido a la toxicidad directa de compuestos como SO2 o Hg), las cenizas expulsadas en la erupción producirían un enfriamiento global como consecuencia de la disminución en la radiación incidente. A esto habría que sumar otros efectos como la destrucción de la capa de ozono (consecuencia de la emisión de compuestos halogenados) o la acidificación del medio como resultado de la emisión de compuestos sulfurados. Todo ello impediría el desarrollo de la vida de vegetal y conduciría a una pérdida masiva de especies.
La última gran extinción (la 5ª), producida hace 65 millones de años coincidiendo con el famoso límite cretácico-terciario, produjo la desaparición del 75% de las especies del planeta, entre ellas los dinosaurios. La hipótesis más aceptada actualmente establece que esta extinción se produjo por el cambio en el clima producido por el impacto de un meteorito de grandes dimensiones en la zona de México. Sin embargo, coincidiendo con ese momento se produjo el emplazamiento de los basaltos del Deccan en la India, lo que ha llevado a parte de la comunidad científica a postular que pudo ser el efecto combinado de ambos eventos catastróficos, el que causó la desaparición de los dinosaurios.
1 Islandia es una zona en la corteza terrestre donde se da la salida continua de magma debido a la extraordinaria coincidencia de dos manifestaciones ígneas que tienen lugar en esa zona del Atlántico Norte; por un lado la dorsal meso-oceánica, que separa las placas tectónicas de Norteamérica y Eurasia en unos 2 cm/año y por otro lado, la salida en el cenozóico de una gran pluma mantélica.