24/08/2021
Publicado en
Diario de Navarra
Pedro Luis Echeverría Goñi |
Universidad del País Vasco
Aunque ya no existe en Pamplona el convento de la Trinidad, cuya iglesia presidía el lienzo de altar de la Fundación de la Orden de los Trinitarios (Museo del Louvre de Paris), pintado en 1666 por Juan Carreño de Miranda, no podemos ignorar el impacto que esta pintura tuvo en la adhesión de Navarra al Barroco pleno. A partir de su contemplación y examen por Vicente Berdusán, se comprueba la evolución de este destacado pintor, avecindado en Tudela, hacia una pintura más colorista y vaporosa que lo vincula a la escuela madrileña. Además, supuso el inicio para la llegada masiva durante el reinado de Carlos II a las clausuras navarras de cuadros de maestros cortesanos como Claudio Coello, Francisco Rizi, Mateo Cerezo, Francisco Solís, José Jiménez Donoso, Juan Antonio Escalante o Diego González de la Vega.
Su historia con propietarios y destinos sucesivos
Este monumental óleo sobre lienzo (5 X 3,15 m.) ha tenido una accidentada historia itinerante, marcada por los conflictos bélicos de fines del siglo XVIII y del primer tercio del XIX, como las guerras de la Convención y la Independencia, y el convulso Trienio Liberal. La pintura permaneció en Pamplona al menos 155 años, primero en su destino original, la iglesia de los trinitarios descalzos (1666-1794), situada extramuros en el término de Costalapea y, demolida esta, en su nueva sede, el antiguo convento secularizado de San Antón (1798-1821). Fue comprado antes de 1825 por Pablo Bergé, comerciante, vecino de Tudela, quien vendió esta “gloria de la Nación” a Jean Louis Laneuville, retratista, marchante y experto, vecino de Paris. Se inicia así la etapa parisina que hoy supera a la pamplonesa, pues pronto se cumplirán dos siglos de estancia en el vecino país, primero en una capilla de la iglesia de San Roque y desde 1840 en la colección del duque de Padua del castillo de Courson. Finalmente, en 1964 fue donado por la condesa de Caraman al Museo del Louvre, constituyendo desde entonces una de las joyas de la pinacoteca.
Consta que esta obra, contratada en 1664, año de la consagración de la iglesia, fue pintada para el retablo mayor por “Rizio y Carreño” por 500 ducados, si bien su ejecución se debió a Juan Carreño de Miranda, como lo acredita la firma que aparece en la parte inferior izquierda: “R. JV. CARREÑO Fbat, A. 1666”. Esa enigmática R. inicial tal vez aluda a su colaborador Francisco Rizi, creador de esta escenografía, quien realizó el dibujo preparatorio (Galería de los Uffizi) con la cuadrícula para transferirlo al lienzo. Se sabe por Palomino que su pintura colorista y abocetada, provocó un primer rechazo de los trinitarios. Solo lo aceptaron tras el informe favorable que del mismo hizo el reputado pintor aragonés Vicente Berdusán, que había trabajado en Madrid en el taller de Carreño entre 1648 y 1652. Fue estudiado por Jeannine Baticle y los datos actualizados sobre su historia proceden de la ficha del Louvre. Resulta significativo que una obra cortesana del barroco hispano e internacional llegara a París, tras su adquisición en el siglo XIX por un pintor de diputados revolucionarios y comerciante de arte.
Una pintura del cielo en la tierra con “todos los primores del arte”
Nos hallamos ante un cuadro de altar a la manera italiana, que está considerado por los especialistas como la obra maestra de Juan Carreño, ya que reúne las mejores características retóricas del Barroco pleno. En primer lugar, incluye temas propios de la Contrarreforma como las órdenes, el éxtasis, los sacramentos, la Virgen y los milagros. Conforma una escenografía teatral en la que, mediante un rompimiento de gloria, se conecta el plano terrenal con el celestial. Representa la primera misa de San Juan de Matha durante la consagración, acompañado por dos diáconos, ante clérigos y caballeros. En la gloria está la Santísima Trinidad y, a su diestra, la visión del fundador de un ángel con el signo trinitario de la cruz roja y azul, que entrecruza sus manos sobre las cabezas de un cautivo cristiano y otro musulmán, aludiendo al intercambio como imagen fundacional; al otro lado acompaña un coro formado por cinco ángeles músicos. A través de una puerta abierta, se desarrolla el encuentro entre Juan de Matha y el ermitaño y cofundador Félix de Valois, y en el paisaje del fondo reconocemos un ciervo blanco bebiendo, con la cruz bicolor entre sus astas. Se puede calificar de atentado al decoro el traslado de un episodio acaecido en la Edad Media en Paris a la época de Carlos II en la Corte, con la puesta al día en el siglo XVII de personajes, indumentarias y accesorios.
Su estilo es producto de la contemplación de las colecciones reales, tomando lo mejor de las pinturas veneciana (Tiziano) y flamenca (Rubens y Van Dyck), junto al profundo legado de Velázquez. Muestra un colorido claro y luminoso con gradaciones tonales a base de grises plateados, carmines, tierras y pardos y una pincelada suelta, empastada y vanguardista para su época. Constituye un ejemplo barroco de concepción unitaria de las artes, pues con el pincel se imita la arquitectura (capilla, retablo y pórtico), la escultura (imagen de la Inmaculada) y las artes (platería y bordados) perfectamente integradas. El fenómeno del “cuadro dentro del cuadro” se plasma aquí en la imitación de bordados del terno rico de El Escorial en la dalmática del diácono de espaldas, con miniaturas impresionistas como la Pentecostés del faldón. Mediante la perspectiva aérea de origen velazqueño, se crea un espacio ilusionista con una atmósfera trascendente que transporta al fiel, revoloteando en ella ángeles en atrevidos escorzos. Un recurso participativo son los dos personajes que, situados en contraluz en los ángulos del cuadro, nos introducen en la escena mediante sus gestos declamatorios y sus expectantes miradas.