24/10/2020
Publicado en
Omnes
Juan Luis Lorda |
Profesor en la Facultad de Teología
La crisis posconciliar mostró una dialéctica entre progresismo, que quería otro Concilio “a la altura de los tiempos”, y tradicionalismo, dolido por las novedades del Vaticano II o del posconcilio. Entre las etiquetas que exigen discernimiento está la noción católica de Tradición.
“Tradición” es una palabra muy importante del vocabulario cristiano. En un sentido muy amplio, pero muy auténtico y pleno, se puede decir que, para la fe cristiana, tradición es lo mismo que Iglesia. Pero sin identificar aquí Iglesia con la sociología eclesiástica, los hombres y representantes de la Iglesia, sino con la Iglesia como misterio de fe y de salvación de Dios que atraviesa la historia hasta su consumación en el cielo. La Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo, “le Christ repandu”, el Cristo expandido, como felizmente la llamó Bossuet. Y animada, ayer y hoy, por el Espíritu Santo.
Esto representa el concepto más pleno de tradición, como puso de manifiesto Joseph Ratzinger desde sus trabajos en el Concilio hasta sus alocuciones como Papa. Desde la genial conferencia Ensayo sobre el concepto de tradición (1963), publicada junto con otro escrito de Rahner en el cuaderno Revelación y tradición, hasta su breve y hermosa audiencia general sobre La tradición como comunión en el tiempo (26-IV-2006). Además de muchas otras contribuciones sobre Teología Fundamental, su primera materia de especialización, recogidas en el volumen IX de sus Obras completas.
Los “monumentos” o testimonios de la tradición
Con todo, el Señor no ha dejado a su Iglesia un sistema sencillo para consultarle sobre la fe o sobre lo que quiere de nosotros. A diferencia de algunos cultos vigentes, como el budismo, no tenemos “oráculos” que puedan entrar en trance o comunicación directa, y hablar de parte de Dios. Y esto se debe a que la revelación ya ha sido plena en Cristo; por eso, ya no habrá más profetas ni nuevas revelaciones esenciales, aunque sí nuevas luces.
Si queremos saber qué debemos creer o qué debemos hacer tenemos todo el largo testimonio histórico de la Iglesia, en su Liturgia, enseñanza, derecho, y en la vida de los santos. Y las Sagradas Escrituras. Allí encontramos lo que la Iglesia cree y vive. Son los “monumentos” o testimonios de la tradición o de la vida de la Iglesia. Claro es que en este inmenso tesoro y patrimonio no todo ocupa el mismo lugar ni tiene la misma importancia.
Las tradiciones en la vida humana
El ser humano es mortal, pero las sociedades son menos mortales que los individuos. Sobreviven al conservar y transmitir (tradición) su identidad y sus funciones. Eso hace que la “tradición” sea un fenómeno humano vital y muy arraigado, que aquí solo podemos mencionar porque también influye. Las sociedades humanas y las corporaciones transmiten su cultura particular: sus modos eficaces de organizarse y trabajar, pero también otros usos y costumbres accesorios que les sirven como ornato y signos de identidad. Tanto las ciudades como las familias celebran fiestas y repiten periódicamente costumbres que dan color y perfil a la vida. Y las aprecian como parte de su identidad y pertenencia, y, muchas veces, del vínculo y agradecimiento que sienten hacia sus antecesores.
Las tradiciones en la vida de la Iglesia
En la Iglesia, con una extensión tan grande y tan antigua, hay y ha habido muchos usos y costumbres que son y han sido queridos por sus fieles, fomentan su adhesión y subrayan su identidad: fiestas, procesiones, cantos, vestiduras, comidas tradicionales… Usos como santiguarse en determinadas ocasiones o asperjar con agua bendita. Y muchos otros.
Pero lo más central de la tradición de la Iglesia es lo recibido del Señor: el Evangelio. Un mensaje de salvación, que es también una forma de vida. Por especificarlo más en términos conocidos, nos dio una doctrina, una moral y una liturgia, con la celebración de la Eucaristía y los sacramentos. En realidad, yendo al centro, el Señor mismo se nos dio. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo” (Jn 3, 16). Porque creemos en Él, vivimos en Él y ofrecemos lo que Él mismo ofrece, su muerte y resurrección. La fe, la moral y el culto cristianos se centran en Cristo. Lo que sabemos es principalmente por Él, lo que vivimos es en Él y con Él. Por eso, lo más “tradicional” que puede haber en la Iglesia es unirse a Cristo y “guardar su palabra” o su mensaje (cfr. Jn 14, 23).
El Señor dio a su Iglesia su Espíritu y su Madre
El Señor se entregó por su Iglesia, le entregó su palabra, su Evangelio, pero también le entregó su Espíritu. Eso genera una interesante relación entre Palabra y Espíritu. El mensaje cristiano se interpreta, se vive y se desarrolla en el Espíritu. Y así es desde el principio por la voluntad del Señor, que apenas vivió tres años con sus discípulos. “El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). El Espíritu Santo ha configurado a la Iglesia primitiva, desde que salió como nueva Eva del costado del Señor muerto en la cruz, como gustan recordar los Padres. Esa presencia del Señor en su Iglesia, con su Palabra y su Espíritu, hace que no se puede considerar la tradición ni como un puro conjunto de costumbres, ni como un recuerdo del pasado. Está viva en el presente.
Y entre esos dones del Señor, también nos dio desde la Cruz a su Madre, intercesora y modelo, que ocupa un lugar tan relevante en la primera comunidad cristiana y después en la comunión de los santos. Y da el estilo y tono adecuados de la vida cristiana, hecha de cara a Dios y mezcla de sencillez, de piedad, de agradecimiento, de entrega y de alegría, como se aprecia en el Magnificat.
Primeras etapas en la tradición
En 1960, Yves Congar publicó un importante estudio histórico sobre La tradición y las tradiciones. Ensayo histórico, al que seguiría una segunda parte teológica (1963) y un resumen, La tradición y la vida de la Iglesia (1964); los tres, traducidos al castellano. En la primera parte, estudia las grandes etapas históricas sobre la tradición.
En los primeros pasos de la Iglesia, en tiempos apostólicos, con la ayuda del Espíritu, se organizó la celebración de la Eucaristía, dando lugar a las primitivas, diversas y legítimas tradiciones litúrgicas en el mundo, en Oriente y Occidente. Se escribieron los Evangelios. Y se desarrolló la estructura eclesiástica: obispos, presbíteros y diáconos. “Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros” declaran los Apóstoles al tomar las primeras decisiones (Hch 15, 28-30). La Iglesia primitiva tiene conciencia de haber recibido un “depósito” de doctrina y vida. Y hay que notar, por cierto, que esta primera tradición es anterior al Nuevo Testamento, que es uno de sus primeros frutos.
Después vendrá una época patrística donde se observa cómo las diversas Iglesias se consultan sobre las tradiciones recibidas, ante las dudas que tienen sobre el canon de las Escrituras, los modos del vivir cristiano o problemas doctrinales provocados por derivas y herejías. Se hará famoso y representativo el criterio doctrinal formulado por san Vicente de Lerins en su Conmonitorio: “Lo que se ha creído siempre, en todas partes y por todos”: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus. La Edad Media recogerá y estudiará este legado
La tradición y el protestantismo
Lutero supone una gran ruptura. Escandalizado por algunos abusos eclesiásticos, rechaza en bloque la “tradición” como sospechosa. Y va a escoger como único criterio de verdad cristiana la Escritura: Sola Scriptura. Lo que no está allí es invención humana, que puede ser legítima, pero no es revelación de Dios y no tiene ni su valor ni su autoridad. Con esto realiza una enorme “poda” que afecta tanto a cuestiones accesorias como centrales: el valor sacrificial de la Misa, el purgatorio, el sacramento del orden, la vida monástica…
El Concilio de Trento quiere responder con una auténtica reforma de la Iglesia y también con mayor precisión de la doctrina. Defiende que las doctrinas cristianas se sustentan tanto en la Escritura como en la Tradición. De ahí nace la idea de que hay dos fuentes de la revelación, o dos lugares donde se puede buscar cómo es. Dentro de la tradición ocupa un lugar importante el Magisterio de la Iglesia que, a lo largo de los siglos, ha definido autorizadamente la doctrina cristiana y corregido errores, desde los primeros Credos de Nicea y Constantinopla.
Al pensar el método teológico, Melchor Cano postula que las verdades de fe se argumentan recurriendo a los lugares teológicos o “monumentos” de la tradición. La teología manualística acogerá este método y, hasta el siglo XX, justificará las tesis teológicas con citas tomadas de la Escritura, de la tradición de los Padres y del Magisterio.
Aportaciones posteriores
La crisis protestante hace que la tradición se convierta en un gran tema “católico”, que necesita ser profundizado y bien defendido.
El gran teólogo católico de Tubinga, Johann Adam Möhler, dedica un sólido esfuerzo a comparar catolicismo y protestantismo, y difunde la idea de una “tradición viva”, precisamente por la acción constante y misteriosa del Espíritu Santo en la Iglesia.
Por su parte, el teólogo anglicano de Oxford, John Henry Newman, estudia si cabe un legítimo desarrollo de la doctrina cristiana en la historia, precisamente para ver si pueden justificarse los puntos que Lutero ha retirado del dogma. Y cuando concluye que sí, se hace católico y publica su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana (1845).
Franzelin, con la Escuela romana, añadió unas oportunas distinciones entre el sentido objetivo (el depósito de las doctrinas) y el sentido activo de la tradición (la vida en el Espíritu), y entre lo que es tradición divina, apostólica y eclesiástica, según su origen.
En pleno siglo XX, el Concilio Vaticano II dedicó su primer documento (Dei Verbum) a los grandes temas de la Revelación y, en breve, expuso bella y matizadamente la profunda relación que existe entre Escritura, Magisterio y Tradición.
Sobre el momento actual
Desde finales del siglo XX, la Iglesia católica conoce unas reacciones tradicionales o tradicionalistas que merecen atención. Por una parte, la separación de la Iglesia y el Estado en las antiguas naciones católicas europeas (y americanas) sigue su curso, y hace sufrir a los cristianos tradicionales al ver desaparecer de su entorno los usos y costumbres cristianos.
A ese proceso, se juntó en pleno siglo XX, la fuerte crisis posconciliar, ni querida ni originada por el mismo Concilio, sino por una especie de aplicación anárquica, donde soplaron los vientos del momento. Por un lado, la presión marxista que empujaba a la Iglesia hacia el compromiso revolucionario. Por otro, el espíritu de los tiempos que exigía eliminar todo lo “raro”, “molesto” o “pasado de moda”.
Los cristianos más tradicionales sufrieron especialmente con las arbitrariedades litúrgicas, que, con frecuencia, obedecieron mucho más a modas improvisadas por clérigos que al espíritu del Concilio, que buscaba sobre todo una participación más profunda de los fieles en el misterio pascual de Cristo.
Como esa crisis ha sido tan compleja y difícil de juzgar, la reacción tradicionalista lanza una sospecha general sobre todos los factores: teología, Concilio, Papas, reforma litúrgica…, atribuye oscuramente a unos u otros la responsabilidad (modernistas, masones…). Entiende que, de una manera u otra, se ha roto la tradición católica. E intenta volver a los modos en que vivía la Iglesia en los años cincuenta del siglo XX.
En este proceso, la posición de monseñor Lefebvre era especial al juzgar herético el Concilio por su cambio de criterio acerca de la libertad religiosa (Dignitatis humanae). Esta cuestión tiene su importancia, pero apenas incide, porque es incomprensible para la mayoría que, además, estaría de acuerdo sin darse cuenta con la doctrina conciliar, con el derecho básico a la libertad de las conciencias y con la no discriminación por cuestiones religiosas. Por eso, en la práctica sus sucesores se suman a la misma crítica, al mismo remedio y a la misma estética: borrar los últimos decenios y devolver la vida de la Iglesia a los años cincuenta. Pero en una bastante insostenible posición cismática (ser más Iglesia que la Iglesia) que, como la historia muestra, difícilmente evolucionará bien si se mantiene.
Este proceso parece exigir bastante discernimiento.
-Conviene entender las causas de la crisis posconciliar, para aprender de ella, para no hacer atribuciones falsas, para poner remedios justos, y para seguir con el proceso de una recepción auténtica de la doctrina del Concilio y, especialmente, de su renovación litúrgica.
-Hay que defender la verdadera idea de la tradición en la Iglesia, distinguiendo lo que es nuclear (lo que el mismo Cristo nos dio con el Espíritu Santo) de lo que son usos y costumbres secundarios o incluso accesorios, variados y ricos en la historia. Porque no es lo mismo apoyarse en una cosa que en otra. Y equivocarse en esto no contribuiría a mejorar las cosas, sino a empeorarlas. Los cristianos podemos amar unas fiestas, unas vestiduras, unos ritos, unos usos, una historia, pero sobre todo amamos al Señor presente en su Iglesia.
-Hay un legítimo pluralismo en la vida de la Iglesia que hay que respetar y que, desgraciadamente, en muchos casos, no se respetó en el proceso de aplicación del Concilio, causando heridas innecesarias y desbaratando ingenuamente un patrimonio de piedad tradicional, que si no siempre era perfecto (nada lo es fuera de Dios) era, sin embargo, auténtico. Aunque, precisamente porque la tradición es viva y animada por el Espíritu Santo, es capaz de generar también hoy nuevas formas legítimas, hermosas y satisfactorias de vida cristiana, que no entran en polémica con otras, sino que se suman en un magnífico patrimonio multisecular.