24/11/2021
Publicado en
El Confidencial Digital
Gerardo Castillo Ceballos |
Doctor en Pedagogía y profesor emérito de la Universidad de Navarra
Los niños son el colectivo más vulnerable y, por tanto, el que más sufre las crisis y los problemas de la sociedad. Según un Informe publicado en 2020 por la OMS y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, cada año, la mitad de los niños del mundo, alrededor de mil millones, se ven afectados por algún tipo de maltrato físico, sexual o psicológico, porque los países no siguen las estrategias establecidas para protegerlos. Además del sufrimiento que provocan en el momento de padecerlos, todos esos maltratos tienen consecuencias posteriores cuando los menores crecen. Así, por ejemplo, los niños que padecen cuatro o más experiencias violentas durante su infancia tienen siete veces más probabilidades de estar implicados en actos violentos, como víctimas o como autores, cuando son adultos. Y treinta veces más probabilidades de suicidarse.
Un segundo atentado contra la infancia es la alteración de su identidad. Narodowski, por ejemplo, sostiene que la cultura mediática está provocando nuevas identidades infantiles, como, por ejemplo, la de la “infancia hiperrealizada”: los niños atraviesan de forma vertiginosa el período infantil de la mano de las nuevas tecnologías, adquiriendo un saber instrumental superior al de muchos adultos. Los niños de hoy se sienten autosuficientes; creen que no necesitan la ayuda de los adultos para informarse, ya que con el ordenador pueden llegar a saberlo todo.
Existe una tendencia creciente a la “adultización” de los niños. Algunos padres intentan educar a sus hijos pequeños para una autonomía a ultranza. Quieren que se comporten como adultos. Se ignora que la infancia es la etapa de “ser-niño”, y no la de “no-ser aún adulto.” Estamos asistiendo al regreso de un viejo mito que parecía superado: el del niño como adulto en miniatura (o a escala). Se olvida que el niño tiene personalidad propia, diferente de la del adulto.
La investigadora canadiense Catherine L'Ecuyer ha reivindicado recientemente la importancia de la inocencia, porque "nos estamos saltando una etapa necesaria para el desarrollo personal. En ese momento de la vida hay que favorecer el juego, la imaginación y la creatividad". También ha advertido de los riesgos de acortar la infancia, porque si no se vive en su momento, se hace después, y entonces surge el infantilismo en los adultos.
Los niños de hoy se sienten muy solos, a veces pudiendo evitarse. Pienso en los padres que no intentan conciliar la vida profesional con la familiar y en los que creen que es bueno que los hijos pequeños se acostumbren a estar solos en casa. La soledad impuesta nunca es buena; en su vida adulta solo les traerá grandes dificultades para relacionarse sanamente con los demás. Este problema se agrava con la casi desaparición del juego tradicional en las pandillas sustituido por los videojuegos. El juego es una fuente de aprendizaje para losmás pequeños. Además desarrolla su pensamiento y su creatividad. Un niño que juega seguramente será un adulto bien adaptado y con buen desempeño en la vida.
Algunas manifestaciones de menosprecio infantil se derivan de una errónea visión de la infancia. ¿Por qué a los adultos se nos sigue invitando a que seamos como niños? La respuesta conlleva hablar de los valores de la infancia. Se nos propone centrarnos en el presente, no en el pasado ni en el futuro; asombrarnos con lo que nos rodea y mostrar curiosidad; saber perdonar y evitar el rencor; expresar con franqueza los sentimientos; no prejuzgar; levantarse siempre después de una caída; ver lo mejor de las personas; poner el corazón en todo lo que se hace; ser feliz con lo que se tiene; ser creativos (un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido); mirar las cosas como si fuera la primera vez que se ven.
La invitación a ser como niños no consiste en fomentar infantilismos. No se trata de un proceso de regresión y de fijación en la etapa infantil. Es algo similar a proponer a los mayores “ser jóvenes de espíritu”. La niñez, como la juventud, es una virtud sin edad. No es extraño, por ello, que para algunos autores el camino hacia la perfección cristiana pasa por la “infancia espiritual”.