Francisco Varo, Facultad de Teología, Universidad de Navarra
Navidad en tiempos de crisis
Es Nochebuena. Las figuritas de los Reyes Magos reviven al sacarlas de su cajón polvoriento y ponerlas camino del Portal donde están José, la Virgen y el Niño, al calor de la mula y el buey. A lo lejos, los pastores guardan los rebaños en la noche, cuando se les presenta el ángel que anuncia la buena noticia: «Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor».
Los niños están contentos poniendo el Belén porque han llegado las vacaciones, pero los mayores ¿podemos unirnos sin más a su fiesta? Estamos sumidos en una profunda crisis. Falta trabajo. Parece que es difícil mirar al futuro con esperanza.
El portal, las casas y las figuras del Nacimiento invitan a mirar al pasado, pero también a reflexionar sobre el presente.
¿Cómo era el Belén de verdad, aquel donde nació Jesús? A comienzos del siglo I, Belén eran poco más de cuatro casas. Sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería. Tenía buenos campos de cereales. Además, en las regiones limítrofes con el desierto, pastaban rebaños de ovejas. En el horizonte todavía hoy se divisa la inconfundible silueta del Herodium, un palacio-fortaleza que Herodes había construido no lejos de allí.
La vida de la gente corriente no era más fácil, cómoda ni segura en aquellos años que ahora. Herodes era un personaje siniestro y sin escrúpulos que se encontró con el poder sin contar con méritos para gobernar. No era judío sino idumeo, pero con sus intrigas en Roma logró los apoyos suficientes para conseguir que los romanos lo reconocieran como rey y hacer efectivo su mando a partir del año 37 a.C. Ha pasado a la historia como el rey cruel que no dudó en erigirse en señor de la vida y de la muerte de sus súbditos, fueran niños o ancianos.
El pueblo llano de Belén pudo experimentar hasta qué extremo puede cegar el afán de poder: con tal de eliminar a Cristo -¡un niño indefenso, recién nacido!- al que veía como posible competidor de su realeza, ordenó el exterminio de los más inocentes, los niños nacidos en ese pueblo durante los últimos años.
Al cabo de dos milenios hay cosas que han cambiado poco. No faltan quienes como Herodes, al margen de sus opciones políticas, con aciertos y con fallos, desprecian el valor de la vida humana especialmente en los momentos de mayor debilidad: cuando acaba de ser concebida o cuando declina; o están empeñados en apartar de la escena a quienes contemplan como competidores ideológicos.
En cambio, Jesús, ese niño débil e indefenso, es Dios. Está vivo. No nació para buscar conflictos con el poder romano ni con la tiranía de quienes se creían intérpretes infalibles de la Ley, pero no se achantó ante el error, la fuerza del mal ni la injusticia. Traía la verdad, el bien, la luz y la paz que el mundo necesita. Él vino a liberar a todos los hombres y mujeres de todas las tiranías. Ofreció su vida también por sus perseguidores y por quienes lo odiaban, para que también ellos pudieran alcanzar la salvación. Para que pudieran tener una vida feliz y perdurable.
Por eso esta Nochebuena es un buen momento de hablar con alegría de tantas cosas buenas: de qué gran cosa es la familia, qué hermosa la sonrisa de un niño, qué tierna la mirada afectuosa del abuelito enfermo que apenas balbucea. El Niño de Belén nos invita a mirar al futuro con realismo y esperanza, incluso en tiempos de crisis.