Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
El inmerecido regalo del perdón
La atribución de la conducta humana resulta compleja. El actor piensa que actúa en función de las circunstancias del caso concreto. Los espectadores, por el contrario, estiman que actúa así porque es así: -"Siempre haces lo mismo. Eres un… perezoso, egoísta, arrogante, etcétera". ¿Quién tiene razón? Aun salvando la buena fe del actor, seguramente aciertan los espectadores. Necesitamos a los otros para llegar a conocernos bien, y de modo especial a otros que nos miren con benevolencia, capaces de ponerse en nuestro lugar. En cualquier caso, conviene tener cuidado antes de descalificar a los demás cuando no se portan como debieran. Los hechos externos ahí están, a la vista de todos, pero no sabemos lo que pasa en el interior de sus autores. De internis, neque Ecclesia iudicat; ni siquiera la Iglesia, experta en el trato con pecadores y penitentes, juzga el interior de las personas.
San Ambrosio de Milán se pregunta por la razón que llevó a Dios a crear al hombre luego de la caída de los ángeles, y responde que después de esa experiencia, Dios quería tratar con seres a los que pudiera perdonar. Con demasiada frecuencia no estamos a la altura. Fallamos, y no sólo por inadvertencia o precipitación, como nos gusta creer. Tantas veces somos malos sin más: egoístas, soberbios, tramposos, envidiosos. Los clásicos definen el pecado como la voluntad curvada sobre sí misma: el yo egocéntrico que se olvida o desprecia a Dios y a los demás. Al final de ese recorrido encontramos el tedio y la desesperación.
El arrepentimiento y el perdón nos ayudan a salir del atasco. Chesterton relata así su conversión: "Cuando la gente me pregunta: -¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?, la respuesta fundamental es: -Para librarme de mis pecados, pues no existe ninguna otra religión que ofrezca realmente ese perdón. Cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar en el amanecer de su propio nacimiento. Sus muchos años ya no pueden asustarle. Podrá estar canoso y achacoso, pero sólo tiene cinco minutos de edad". En términos parecidos hace hablar Evelyn Waugh a Julia en su conmovedora despedida de Charles, en Retorno a Brideshead: "Siempre he sido mala. Es probable que vuelva a ser mala, y volveré a ser castigada. Pero cuando peor soy, más necesito a Dios. No puedo estar fuera del alcance de su misericordia".
Perdonar significa decir al culpable que, en el fondo, es mejor de lo que sus lamentables acciones dan a entender, que ellas no le identifican por completo. Se le da un margen para la mejora y la rectificación. Los hombres perdonamos en ocasiones, pero Dios lo hace siempre. No quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva. Borrar de verdad el pasado, hacer tabla rasa y empezar de nuevo: una experiencia gozosa, que nos devuelve la alegría y nos da alas. En palabras de Goethe: "Saberse querido da más fuerza que saberse fuerte".
Los cristianos vemos en Jesús de Nazaret a Dios hecho hombre, que nos muestra el camino para llegar a la casa del Padre, nuestro hogar definitivo. Misterio asombroso. Jesucristo no espera que los hombres acudamos a adorarlo y a rendirle pleitesía. Busca a las ovejas descarriadas, una a una. Se hace amigo de los pecadores, pero no del pecado: -"Yo no te condeno, anda y no peques más", dice a la mujer adúltera.
Para facilitar todavía más nuestro encuentro con Él tenemos el ejemplo y la ayuda de los santos, tan distintos unos de otros, pero iguales en el amor a Dios y a los hombres. San Josemaría es precisamente un experto en el arte del perdón: -"No he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me enseñó a querer". Su vida estuvo llena de dificultades y contradicciones -el sello de la santidad, pues no es el discípulo más que su maestro-, y supo afrontarlas con un lema que nos propone a todos: "Callar, sonreír, comprender, disculpar". La película Encontrarás dragones, que se estrena hoy, lo muestra en una lograda síntesis de brillantez cinematográfica y profundidad psicológica.