25/08/2022
Publicado en
Expansión
Javier Andreu Pintado |
Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma de Arqueología
Todos los periodos fundacionales de la Historia han tenido gran atractivo para la cultura popular. Es por eso que la instauración del Principado Romano –lo que habitualmente denominamos Imperio– por Cayo Octavio Turino, conocido como Augusto, tras vencer a Marco Antonio en la batalla de Actium en el año 31 a. C., ha inspirado una larga lista de novelas “de romanos”. Muchas se ambientan en episodios militares –algunas en Hispania, donde consta que Augusto estuvo hasta en tres ocasiones– o en su capacidad de legitimarse a través del legado de su padre putativo, Julio César. Otras subrayan de qué modo llegó a convertirse en “el primer ciudadano”, el princeps de Roma y hacer creer a ésta que restauraba su tradicional gobierno republicano cuando, en realidad, generaba un modelo monárquico representativo totalmente nuevo. En todas quedan patentes las habilidades para la gestión del cambio de que este personaje hizo gala. Hasta uno de los principales biógrafos imperiales, Suetonio, resumió la acción de Augusto afirmando que commutavit et instituit multa: “Cambió y reformó muchas cosas”. Y es que Roma necesitaba esos cambios.
Desde el 133 a. C., las guerras en provincias habían militarizado la sociedad –con presencia de la violencia en la capital, Roma, y también de la guerra en los territorios periféricos–, habían arruinado al pequeño y mediano campesinado –reclutados para esos conflictos de conquista–, y habían polarizado la política local entre los partidarios de la vieja aristocracia tradicional, a sí mismos denominados optimates, y la facción reformista, los populares, evidencias éstas del agotamiento de un sistema, el republicano que, fundado en el 509 a.C., no vivía sus mejores momentos, agitado por el liderazgo de personajes de notable carrera militar como César o como Pompeyo, capaces de estimular lealtades personales más allá de las que era capaz de inspirar la propia constitución. Desde que en el año 44 a. C. se reveló el testamento de César, asesinado por quienes no entendieron sus reformas, una serie de azares históricos y familiares y una notabilísima inteligencia política convirtieron al joven Augusto –título que recibiría más tarde, en el 27 a. C.– en un poderoso personaje con un reto singular: salvar la república de su crisis, gestionar un cambio inédito hasta entonces.
En la Vida del divino Augusto, segundo libro de la Vida de los doce Césares compuesta por Suetonio, este biógrafo romano supo destacar con qué herramientas Augusto gestionó ese cambio que alteraría para siempre, y hasta el fin del Imperio, en el 476 d. C., la fisonomía política de Roma. Y, como siempre, muchas de esas herramientas enseñan mucho a quienes, en el actual entorno, tan incierto, estamos abocados al cambio y a la innovación constantes. Así, Suetonio afirma que Augusto fue un gran formador de equipos, un extraordinario team-builder, como no puede ser de otro modo en alguien que admiraba a Alejandro Magno, que también lo fue. En ese contexto, habría que inscribir su participación en el denominado segundo triunvirato –en el año 43 a. C.– junto a dos de los hombres fuertes del momento, Lépido y Antonio. Pero también, y así lo subrayan otros historiadores romanos como Casio Dión, su capacidad de rodearse de personajes dotados de competencias complementarias a las suyas como Mecenas o Agripa, segundo gran general responsable de parte de sus conquistas. El mismo Suetonio insiste en que Augusto estaba convencido del peligro de la festinatio y de la temeritas –de la “precipitación” y de la “temeridad”– a la hora de tomar cualquier decisión amparándose siempre, al contrario, en la clemencia y en la moderación. Se dice, también, que consultó frecuentemente al Senado, que supo atraer unánime a su proyecto político y que en el año 2 d. C. acabó declarándole pater patriae, “padre de la patria”. Tuvo, además, una gran capacidad para corregir abusos de sus hombres de confianza –a los que fue siempre leal–, cualidad que consideró fundamental en su labor de regir el Imperio, siendo, según se nos dice, capaz de reconocer las virtudes y méritos de aquellos, pero también de comprender sus errores, siempre que no comprometieran demasiado sus propósitos.
El modo en que solucionó la crisis militar, social y económica de Roma y acabó con la violencia callejera en una capital que ya casi alcanzaba el millón de habitantes, haciendo que aquella recuperara su orgullo como Estado –también con un uso de la propaganda ciertamente inédito hasta la fecha– constituye un ejemplo de éxito, bien documentado por las fuentes históricas y recreado por decenas de escritores, que nos evidencia con claridad que con audacia, con equipos leales y con una adecuada continentia, “moderación”, la feliz gestión de cualquier cambio es posible.