Ignacio Uría Rodríguez,, Profesor de la Universidad de Navarra e investigador asociado de Georgetown University.
El efecto Francisco
La visita de Francisco a Cuba no ha cumplido las expectativas creadas. Al menos, en la comunidad internacional, donde se esperaba un pronunciamiento explícito sobre los derechos humanos. El Papa ha hablado extensamente de diálogo y reconciliación, pero la oposición democrática ha recordado que no es posible dialogar si una de las partes se resiste a hacerlo.
El Papa no es político, aunque sus declaraciones pueden tener una lectura política. Por ejemplo, en asuntos relativos al cambio climático o la migración. Sus rotundas afirmaciones sobre migración o economía, habían creado la esperanza de que también se manifestaría con claridad sobre la situación cubana. Al no hacerlo, probablemente mal que le pese, su discurso ha perdido fuerza, por lo que algunos le acusan de haber caído en un «buenismo» del que se alejaron Benedicto XVI y, por supuesto, Juan Pablo II.
Según ese análisis, el Papa ha perdido una oportunidad de dar voz a los que no la tienen: los cubanos. Por supuesto, este comportamiento está previsto hasta el último detalle, en gran medida porque un choque con el régimen perjudicaría al proceso de apertura con los Estados Unidos y, de rebote, a la población. Es la consecuencia de visitar una dictadura que va camino de los sesenta años en el poder. No es lo mismo criticar al capitalismo en Bruselas o Washington, donde no habrá consecuencias para nadie, que pedir democracia en La Habana o Caracas, donde la Iglesia puede perder los espacios de libertad arduamente ganados.
Este 2015, Cuba y El Vaticano cumplen ochenta años de relaciones diplomáticas ininterrumpidas, pero turbulentas. En 1935, la masonería cubana protestó por el acuerdo, al considerarlo una rendición ante la Iglesia católica. En las dos décadas siguientes, los desencuentros provinieron de la enseñanza de la religión en los centros públicos y la aprobación del divorcio. En especial, desde la promulgación de la constitución de 1940, inspirada en la española de 1931.
A partir de entonces, la república cubana funcionó razonablemente bien. Al menos, hasta 1952, cuando Batista dio un golpe de estado. Casi nadie protestó entonces, ya que la bonanza económica era enorme, aunque no repercutía por igual -ni mucho menos- en todas las clases sociales. La Habana absorbía la mayoría de los recursos del país, más pobre cuanto más se iba hacia el oriente cubano.
Precisamente en la capital oriental, Santiago de Cuba, comenzó la revolución, culminada el 1 de enero de 1959. Ese día, Fidel Castro se dirigió a la nación desde el ayuntamiento santiaguero. Por invitación expresa, a su lado compareció el arzobispo primado Enrique Pérez Serantes, que en 1953 le había salvado de morir fusilado tras el asalto al cuartel Moncada. Poco después, el prelado calificó al comandante como un «hombre de dotes excepcionales». Al igual que sus compatriotas, también él se creyó las promesas de Castro acerca del retorno de la democracia, elecciones libres o reforma agraria... Sin embargo, pronto comenzó una brutal ofensiva contra todos los que no fueran comunistas. En especial, los católicos, que habían tenido una destacada presencia en las filas rebeldes, en las que incluso en Sierra Maestra hubo capellanes católicos con el permiso expreso de Serantes. Se cerraron colegios, se expulsó a sacerdotes, y los líderes de Acción Católica fueron encarcelados o se exiliaron... El ala soviética de la revolución había tomado el poder.
Desde 1992, la relación ha mejorado. Ese año, el Estado dejó de ser oficialmente «ateo», e incluso los miembros del Partido Comunista pudieron declararse creyentes. En ese contexto, Juan Pablo II viajó a la isla en 1998. Después de su visita, Cuba recuperó el día de Navidad como festivo y se relajó el control de la acción pastoral. Meses antes de la visita de Benedicto XVI, en 2010, se inauguró el nuevo seminario en La Habana, acto al que asistió Raúl Castro.
¿Qué ha conseguido el régimen a cambio de su tolerancia Básicamente, centrar la visita de Francisco en aspectos pastorales, sin aludir directamente a temas espinosos (derechos humanos, racismo, emigración¿), así como la mediación de Francisco en el contencioso con los EEUU. Por el camino, el número de bautizados asciende ya a casi siete millones de cubanos (el 60 por ciento de la población), si bien la práctica dominical baja a un paupérrimo 2 por ciento, unos doscientos mil fieles.
El Plan Pastoral 2014-2020 anunciado por la Conferencia de Obispos Católicos reitera la necesidad de cambios urgentes: liberalización económica, elecciones libres y reagrupamiento familiar. El Papa ha aludido a la «conocida posición de la Iglesia» en esos asuntos, por lo que considera innecesario reiterarlo. En cuanto a los objetivos propios, establecer colegios y gestionar sus medios de comunicación. Ambas demandas son utópicas, al menos a corto plazo. Al régimen le gusta la actividad social de la Iglesia, pero no la presencia de los católicos en la vida pública.
Quizá el Papa apueste por una siembra a largo plazo, o quizá haya optado por el consejo evangélico: «Sed astutos como serpientes y sencillos como palomas».
Un buen principio, sin duda, para caminar en el proceloso mundo de la diplomacia.