26 de febrero de 2023
Publicado en
Diario de Navarra
Salvador Sánchez Tapia |
Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra
La invasión rusa de Ucrania acaba de cumplir un año, haciendo buenos los pronósticos que auguraban un conflicto largo. El rastro de la guerra cruza sus fronteras para extenderse al resto del mundo, en especial a Europa, directamente afectada por el sufrimiento de los miles de refugiados huidos de la guerra y por el daño económico que el conflicto está infligiendo al continente.
Alcanzado el primer aniversario, el final del enfrentamiento se vislumbra lejano; los contendientes no parecen lo suficientemente fuertes -está por ver el alcance real de las ofensivas anunciadas- para romper a su favor el equilibrio en que se halla el frente, y nada hace pensar que puedan, motu proprio, llegar a un entendimiento que, más allá de poner fin a las hostilidades, satisfaga a las dos partes y resulte una paz mejor; Rusia, porque preferirá dejar congelado el conflicto antes que cerrar en falso una cuestión que considera vital; Ucrania porque, con razón o sin ella, considera que puede expulsar a Rusia de todos los territorios ocupados desde 2014.
¿A quién favorece más la prolongación del conflicto? Es una cuestión que no es fácil de determinar. Aunque desgastada, Rusia no ha llegado aún al punto de movilizar todos sus recursos para ponerlos al servicio de sus objetivos de guerra, mientras que Ucrania continúa reforzándose con la ayuda del bloque occidental -que se mantiene unido a pesar de las dificultades- y es capaz de ejecutar operaciones más complejas y de más amplio recorrido. Si se mantiene el apoyo, cabe pensar que, a largo plazo, la capacidad económica e industrial de Estados Unidos y Europa acabará imponiéndose.
El problema, sin embargo, es, precisamente, que nadie puede garantizar que ese apoyo se mantenga ininterrumpido. Y ello, por varias razones: una Ucrania fortalecida tendrá menos incentivos para conformarse con algo que no sea una victoria total, lo que preocupa en algunas capitales occidentales; el refuerzo abocará, probablemente, a una prolongación mayor de la guerra que continuará dañando las economías europeas y obligará a la OTAN a mantener su actual esfuerzo disuasorio; el riesgo de que Ucrania haga un uso de sus cada vez mayores capacidades sobre objetivos en profundidad en el territorio de Rusia y arrastre a sus proveedores a la guerra -con todas sus consecuencias, incluida la nuclear- aumenta a medida que el país se ve más fuerte; por último, y salvo que la industria occidental adopte ritmos de producción cercanos a los de una economía de guerra, el material entregado a Ucrania deberá proceder de los inventarios activos de los suministradores, que verán disminuidas sus capacidades de defensa.
El dilema para la comunidad internacional: seguir apoyando a Ucrania o forzarle a aceptar un alto el fuego
Ante este panorama, los países que sostienen a Ucrania se enfrentan al dilema entre mantener incondicionalmente su apoyo y hacer frente a una larga guerra que puede que no sirva a sus intereses, o forzar a Kiev a aceptar un alto el fuego que congele la guerra sine die, o una solución negociada que deberá pasar por imponer algunas renuncias si es que se aspira a que Rusia se avenga a negociar.
Éticamente considerada, la primera opción, que alargará la guerra, tiene las virtudes de no aceptar componendas con quien ha quebrantado el principio básico del respeto al principio de soberanía, de eliminar toda posibilidad de apaciguamiento, y de deslegitimar cualquier veleidad que otros pudieran tener de promover sus intereses por medio de la agresión. Putin, y otros potenciales agresores, deben aprender la lección.
Dejando de lado que, para Putin, lo ilegítimo fue aprovecharse de la debilidad rusa en los años noventa para hacer avanzar las fronteras de la OTAN, no puede sorprender que a ambos lados del Atlántico surjan voces insinuando -casi nadie lo dice abiertamente- la conveniencia de una salida negociada.
Esta visión, más pragmática -más cínica, si se prefiere- admite la imperfección del mundo en que vivimos, sacrificando la primera solución en el altar de un interés superior que, en este caso, sería el de lograr una Europa estable y no sometida a más presiones de una Rusia que habría visto satisfechas suficientemente sus necesidades de seguridad; nada importa que eso signifique un reconocimiento tácito de la existencia de una esfera de influencia rusa que incluye a Ucrania. Esta opción no goza de predicamento entre los países del Este de Europa.
Nadie más que Ucrania tiene que decidir sobre su futuro, asistida como está por el derecho a recuperar el territorio que perdió por la fuerza. Europa ha de estar incondicionalmente con este atormentado país, pero debe hacer un cuidadoso análisis antes de decidir si acompaña a Ucrania militarmente en ese camino. La cuestión es compleja: Rusia no puede ganar esta guerra, pero el mundo debe guardarse de una victoria que siembre la semilla de la próxima.