Jaime Nubiola, Profesor de Filosofía
Amabilidad en la corta distancia
Me llaman la atención tanto los insultos que se cruzan a menudo los políticos en el congreso como lo que parece una creciente agresividad general en la sociedad en la que vivimos. No es fácil determinar si un fenómeno de estas características va objetivamente a más, esto es, va creciendo, o se trata más bien de una sensibilidad mía quizá más aguda. Sin embargo, esta crispación pública o social guarda relación con otro fenómeno que muchos habremos advertido y es el de una creciente amabilización en las relaciones personales ocasionales: el saludo cortés al vecino mientras esperamos el ascensor, la atención al viandante que pregunta confusamente por una dirección o incluso la palabra cordial al mendigo en el trayecto habitual.
Desconozco si algunos estudiosos han advertido este fenómeno, pero tengo para mí que al menos en mi ciudad y en mi barrio la causa de este cambio de actitud ha sido su creciente internacionalización gracias a la inmigración de la última década: ahora los chinos, paquistaníes, turcos y marroquíes se distribuyen las tiendas y los bares, mientras que un buen número de sus usuarios son eslavos, polacos, rumanos o africanos que trabajan en la industria o en la construcción. Cuando hace años iba a Londres me impresionaba la abigarrada multitud internacional en la concurrida Oxford Street: ahora tenemos ese micromundo en buena parte de las calles de muchas ciudades españolas y eso nos obliga probablemente a tratarnos con mucho más respeto y deferencia porque nos conocemos mucho menos.
En contraste con todo esto, donde se pone realmente a prueba la actitud amable es en la corta distancia, en la vida familiar, la intimidad conyugal, el trato entre padres e hijos, la relación con las personas que trabajan en una misma oficina ocho horas al día y llevan haciéndolo así durante diez años, la atención de los enfermos, ancianos o discapacitados, y en tantos otros espacios cerrados en los que a veces la convivencia puede llegar a convertirse en un infierno. Para mí la amabilidad en las distancias cortas se cifra en particular en la sonrisa, la escucha y la caricia. Son tres conductas humanas —que requieren de ordinario poco esfuerzo— y que pueden cambiar radicalmente la calidad de nuestra vida.
La sonrisa. Es una pena minusvalorar la sonrisa, pues es uno de los rasgos más típicos del ser humano. Ludwig Wittgenstein —para muchos el filósofo más profundo del siglo XX— anotaba incidentalmente en un oscuro pasaje de las Philosophical Investigations que "una boca sonriente sonríe solo en un rostro humano". Con estas palabras Wittgenstein afirmaba que para sonreír hace falta un rostro humano que otorgue significado a la sonrisa, pero quizá sugiere también que un rostro solo es plenamente humano cuando sonríe. Tomarse el trabajo de sonreír es un modo aparentemente sencillo en el que cada uno puede hacer un poco más humano este mundo nuestro y así hacer también más humana su propia vida y la de quienes están a su lado.
La escucha. Cuántas personas se quejan con razón de que nadie las escucha. Para escuchar hay que renunciar a la seguridad de la propia opinión —aunque se tenga mayor experiencia o autoridad— y ponerse en duda uno mismo sin ningún reparo. Muy probablemente la otra persona llevará razón o, en todo caso, lo importante es lo que ella diga y no lo que uno pueda decir. Para comprender a la otra persona es preciso que aprendamos de ella. Al menos, en palabras de la Madre Teresa de Calcuta, “estar con alguien, escucharle sin mirar el reloj y sin esperar resultados, nos enseña algo sobre el amor”. Escuchar pacientemente a quienes queremos es el mejor modo de cultivar esa relación, aunque hayamos oído ya mil veces con anterioridad lo que quieren contarnos.
La caricia. Los seres humanos llevamos el alma a flor de piel. Como escribió Paul Valery en El cementerio marino: “La piel es lo más profundo que hay en el hombre”. Cuántas veces un malentendido, una discusión, un disgusto con aquella otra persona que queremos queda relegado al olvido simplemente con una caricia amable, con un beso. No hacen falta palabras; más bien sobran. Los niños, los enfermos y los ancianos lo saben bien, pues saben que los humanos no somos solo animales racionales, sino que, sobre todo, somos dependientes de los demás. La caricia o el beso son el mejor testimonio de la efectiva conexión.
No es muy difícil ser amable en la corta distancia, pero hay que proponérselo. La lengua castellana ha distinguido sabiamente entre la "familiaridad", que es la llaneza, la sencillez y la confianza en el trato que a todos nos gusta, y las "familiaridades", que son esos gestos o actitudes de confianza excesiva o inapropiada en el trato que a todos nos molestan. La sonrisa, la escucha y la caricia son un camino real para hacer muchísimo más grata y amable nuestra convivencia. Si se convierten en algo habitual pueden lograr que la cotidianeidad, tantas veces gris, de la vida familiar o laboral llegue a convertirse en una realidad gozosa e incluso divertida.