Gerardo Castillo Ceballos, , Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
¿Basta que el hijo sea buen estudiante?
Es muy frecuente que los hijos tengan, de hecho, un solo deber: estudiar. En algunos casos, siguiendo el criterio de sus padres:
-"Hijo, lo único que te pedimos los padres es que nos traigas buenas calificaciones en el estudio. De todo lo demás ya nos ocupamos nosotros. No queremos que te distraigas del estudio ayudando en casa".
En otros casos contra el criterio paterno:
-"No me digáis que soy cómodo o egoísta porque me dedique sólo a estudiar. ¿Queréis que deje de ser el primero de la clase?".
La decisión a adoptar estará en función de las circunstancias de cada caso (edad, madurez, capacidad y rendimiento), pero sin olvidar un principio básico: la familia y la casa no es sólo de los padres, es también de los hijos, que deben estar abiertos a la solidaridad que se espera de todos los miembros de esa comunidad.
La familia es como un carro del que tienen que tirar todos sus componentes. A los padres les corresponde ir delante del carro, pero los hijos no pueden viajar cómodamente sentados; de ellos se espera que empujen desde atrás.
La polarización de los hijos en el estudio dificulta que sean buenos hijos y que se preparen para la vida. Por eso no deben limitarse a recibir. Desde pequeños hay que ponerlos en situaciones de dar. Cuando no se hace eso se suele crear una mentalidad que actualmente está muy extendida: la de que todos los derechos son de los hijos, y todos los deberes son de los padres.
Diálogo entre dos amigos jóvenes, según Forges:
-Ayer mi madre no estaba en casa y me vi forzado a freír un huevo.
-¡Qué fuerte!
-Sí. Menos mal que vino enseguida el psicólogo de urgencia.
Buena prueba de esa situación es la reciente publicación de un libro de M. Válgoma con este título: "Padres sin derechos, hijos sin deberes".
Los hijos mayores son los segundos responsables de la familia. Por eso es inaceptable que algunos, a partir de la mayoría de edad, sigan en casa sine die a costa de los padres pudiendo evitarlo. Para ellos el hogar es un refugio permanente. Los padres a veces son cómplices ingenuos de ese abuso. Algunos quieren cortarlo pero no saben cómo. Una fórmula que suele dar resultado es la de la fábula de "El cóndor y la rama".
"A un rey le regalaron dos pequeños cóndores, porque disfrutaba contemplando el vuelo de las aves. Pronto uno de ellos alzó el vuelo, pero el otro seguía sentado en una rama, porque prefería tener asegurado el alimento. El rey ordenó matarlo, pero un servidor real pidió permiso para hacerlo volar. Tras conseguirlo, el monarca le preguntó qué había hecho. El servidor contestó: ha sido muy fácil, le corté la rama".
Los hijos deben ser conscientes de la relación natural que les une a sus padres (filiación) y a sus hermanos (fraternidad), y que esa relación exige corresponder a lo recibido y agradecerlo con hechos, que son deberes filiales. La virtud de la piedad filial plantea a los hijos amar, honrar y respetar a sus padres, lo que conlleva no dejarles solos en las labores domésticas.
Los padres son los progenitores, los coautores con Dios de la vida de los hijos. Dan la vida a sus hijos y la sostienen con amor. Buscan, ante todo, el bien de sus hijos, su felicidad. Los hijos deben corresponder con un amor natural que establece el vínculo de la sangre; se espera de ellos que estimen a sus padres y que sean comprensivos, pacientes y agradecidos.
Los padres prolongan la vida dada a los hijos tanto con alimentos materiales como espirituales. Su responsabilidad educadora es una dimensión de su paternidad (ser padres no se reduce a dar la vida, sino que incluye orientar adecuadamente esa vida en el aspecto moral y espiritual: educar).
Para mantener y educar a sus hijos los padres trabajan y se sacrifican. Los hijos (según su edad y capacidad) deben corresponder ayudándoles en algún aspecto del trabajo del hogar, evitando sobrecargarles, por ejemplo, manteniendo ordenado su cuarto y haciendo su cama. Además, deben aceptar encargos (regar las plantas, poner y recoger la mesa, sacar la basura, etc.).
Si se espera a la edad adolescente para pedirles esa colaboración, lo más probable es que no lo entiendan. Por eso hay que empezar en la segunda infancia (a partir de los seis años).
El ejercicio de la piedad filial no termina cuando mueren los padres, sino cuando mueren los hijos; supone mantener vivo su recuerdo, conmemorar los aniversarios y no dejar de rezar por su alma.