24/05/2024
Publicado en
Diario de Navarra
Pablo Pérez López |
Catedrático de Historia Contemporánea
El siglo XX se podría describir como la centuria del triunfo del individualismo sobre el colectivismo. En su comienzo irrumpieron con fuerza colectivismos que parecieron imponerse. Alguna vez con la aclamación de las masas, y muy pronto de forma obligada. Fascismo o nazismo tuvieron un éxito que pareció fugaz por su derrota en la Segunda Guerra Mundial, pero el comunismo, en sus dos principales versiones, soviética o maoísta, se presentó hasta los años noventa como una alternativa atractiva para muchos, que finalmente naufragó y terminó por rendirse al individualismo que triunfaba en occidente.
Álvaro del Portillo (1914-1994), beatificado por la Iglesia católica en 2014, fue en esto contracorriente. Mostró un intenso sentido social en todas las etapas de su vida: basta considerar su actividad como joven catequista en el extrarradio de Madrid cuando era estudiante, o una iniciativa suya que convirtió en propietarios a jornaleros italianos en una finca que administró y reformó en 1954, o su impulso a labores sociales por parte de personas del Opus Dei y, sobre todo, su atención a la familia como institución, y a los enfermos. Como gran canciller de la Universidad de Navarra impulsó en particular las tareas investigadoras como base de un servicio siempre renovado a la sociedad.
Pero, más que por su interés en algunas actividades, puede decirse de él que vivió para un proyecto común, que gastó su vida despreocupado de su propia carrera, pendiente del servicio a los demás. No buscó la afirmación de sus proyectos en cuanto suyos. Al contrario, se empeñó en identificarse con uno recibido de otros al que él quiso ser lo más fiel que podía: la misión de la Iglesia y, en ella, del Opus Dei.
Ingeniero de Caminos, abandonó un futuro profesional brillante y prometedor para entregarse a Dios en el Opus Dei en 1935 y ordenarse sacerdote en 1944. Durante el tiempo que estuvo con el fundador, san Josemaría Escrivá de Balaguer, todo su afán fue permanecer como su apoyo y ayuda más próxima, pasando lo más oculto posible. Y lo consiguió.
Tras la muerte del fundador su idea del gobierno del Opus Dei fue un proyecto de continuidad, no concebida como inmovilidad, sino como continuación creativa y dinámica. Pero no pretendió dejar su propia huella. Su meta fue gobernar como san Josemaría hubiera gobernado, seguir sus huellas.
Esto no obedecía a falta de ideas propias o de iniciativa, sino a que en él la idea de ser alguien pasaba por serlo a través de otro. Dicho de otra forma, quería hacer las cosas por un motivo de amor. En definitiva, el amor es darse. «Solo vivo para ti», o frases semejantes, son características de los enamorados. Álvaro del Portillo, en sus notas personales, sintetizó así alguna vez su intención: «Propósito de no hacer nada porque me guste sino porque me lo dicte el Amor. Que diga siempre que sí al Amor.» Un resumen existencial de la esencia del cristianismo.
Este mismo principio le hizo ser un gran amigo de la libertad, convencido de que solo quien es libre puede amar. Sugirió, por ejemplo, cambiar ligeramente la letra a una canción para que en lugar de decir «donde las almas suelen hablarse de tú con Dios», dijera «donde las almas pueden hablarse de tú con Dios». Le parecía más conforme con el espíritu de libertad que había aprendido de san Josemaría.
Uno de los frutos del individualismo fin de siglo es la intensa preocupación por la propia imagen. Y en esto también fue contracorriente. Cuando, fallecido el fundador del Opus Dei, le propusieron que tuviera reuniones informales con muchas personas, «tertulias» multitudinarias, como las que había tenido san Josemaría, dudó si debía aceptar. Lo hizo a pesar de que consideraba que no tenía ni el gracejo ni la facilidad de palabra de su predecesor, despreocupado de que alguien pudiera compararlos. Pensó solamente en la utilidad que esos actos pudieran tener en su tarea evangelizadora.
En definitiva, más que centrado en un proyecto personal, individualista, Álvaro del Portillo edificó su vida sobre un voluntario olvido de sí mismo para ponerse al servicio de muchos. No parece lección desdeñable para cualquiera, pero quizá especialmente para quienes trabajamos en la Universidad de Navarra, que conmemora estos días los 30 años de su última visita. No fueron pocas, por cierto, las que realizó a estas tierras, con frecuencia para atender tareas universitarias como los doctorados honoris causa, que hizo compatibles con visitas a enfermos en la Clínica de la Universidad.
Ahora que se aprecian mejor los límites y las consecuencias amargas de un exagerado individualismo, su ejemplo ofrece una alternativa atrayente que puede servir de inspiración si se quiere alcanzar un éxito con sentido y duradero.