27/09/2021
Publicado en
Expansión
Jaume Aurell |
Catedrático de Historia e investigador del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
El vigésimo aniversario de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York ha coincidido con la retirada de las tropas de las potencias occidentales de Afganistán. Las consecuencias directas del 11-S, cuya manifestación más visible ha sido la intervención militar de las potencias occidentales en Irak y Afganistán, llegan a su fin. Entramos ahora en el día después del corto plazo, es decir, en el ámbito de las repercusiones de medio y largo plazo, que no son tan tangibles, pero merece la pena analizar con atención por su influencia más duradera.
Las intervenciones militares, el sistema utilizado por Occidente para detener el terrorismo islámico en estos dos últimos decenios, no se han mostrado eficaces para cambiar la situación de los territorios ocupados. Sin embargo, más a allá de las legítimas dudas morales que han suscitado, la realidad muestra que sí han cumplido su objetivo principal, el de la prevención, puesto que han disminuido los atentados terroristas en Occidente en esta última década. Probablemente esta disminución responda a una serie de efectos combinados, entre ellos la mayor sofisticación de los mecanismos de seguridad implantados y la tendencia invencible a la división del mundo árabe – foco de las organizaciones terroristas más eficaces y globales, como Al-Qaeda o el Estado Islámico-. Pero parece indudable que la presencia de Occidente en Irak y Afganistán ha permitido por lo menos debilitar algunas de esas organizaciones, obtener informaciones cruciales para combatirlas más eficazmente y disuadir a algunos candidatos a engrosas las filas de los yihadistas.
La mala noticia es que esas intervenciones militares han contribuido a deteriorar el ya maltrecho prestigio de Occidente en el mundo y debilitar su propia cohesión interior. Los conflictos de Irak y Afganistán se han equiparado erróneamente a las dinámicas expansivas propias de las colonizaciones de las potencias decimonónicas – como la presencia de Gran Bretaña en la India o de Bélgica en el Congo, auténticas minas de oro para los países ocupantes – o la propias de la Guerra Fría, como las guerras de Corea o Vietnam. Pero Afganistán no ha sido ni el Congo ni Vietnam, puesto que ha respondido a condicionantes históricos muy diversos: si la expansión colonial decimonónica tuvo una motivación esencialmente económica y los conflictos de la Guerra Fría tuvieron una base económica, las invasiones de Irak y Afganistán han respondido – por lo menos, en la teoría – a una necesidad preventiva. En este caso, las analogías con Pearl Harbor son mucho mayores que las de la India Británica o la guerra de Vietnam.
Pero la cuestión esencial que hay detrás de todo ello, la gran pregunta que Occidente debe acometer ahora es cuál será su papel en el escenario geopolítico internacional y qué mecanismos deberían ser activados en el nuevo escenario para la defensa de sus principios y, finalmente, su supervivencia. Una aproximación demagógica a esta cuestión ha llevado a muchos intelectuales e ideólogos occidentales, por lo menos desde la revolución cultural de 1968, a adoptar una postura autoflagelante, meaculpista y acomplejada. Esta postura pasa por alto que cualquier civilización – llámese China, Rusia o Islam – tiende a ser expansiva, como la realidad histórica desde el mundo antiguo ha demostrado una y otra vez. Una vez descartados los intervencionismos económicos de la colonización, los militares de la Guerra Fría y los preventivos del post-11-S, Occidente debe buscar otros modos de persuasión, si no quiere ser colonizado, por la vía de los hechos y de las ideas, por el fundamentalismo islámico, por el autoritarismo ruso o por la deshumanización china.
Pero es imposible persuadir al otro si falta autoestima – que muchas veces es simplemente falta de reflexión – por los propios valores. Por muy maltrechos que parezcan y por muchas dificultades por las que pasan, Occidente sigue atesorando unos valores – el fomento de la libertad, el establecimiento de la democracia, el respeto por las minorías, la distinción entre política y religión, un sistema jurídico estable – y gozando de unas realidades – el estado del bienestar, los mayores índices de igualdad económica y la estabilidad política – que generan atracción en todo el mundo. Esto no son teorías, suposiciones o utopías sino realidades tangibles: no se explica de otro modo que Europa siga siendo el destino soñado por millones y millones de inmigrantes de todo el mundo, como en su momento lo fueron los Estados Unidos.
No se me quita de la cabeza la sobrecogedora escena de los dos afganos que asieron sus últimas esperanzas de llegar a Occidente al tren de aterrizaje de uno de los últimos aviones que salieron del aeropuerto de Kabul a finales de agosto. Su viaje duró poco más de dos minutos, antes de caer al vacío, lo que da una idea del grado de desesperación que experimentaban. Occidente era su Meca, y probablemente no hubieran sido defraudados en su sueño, como lo testimonian una y otra vez quienes sí han alcanzado su meta, y se están asentando en los países europeos. Como ellos mismos explican en las entrevistas que se pueden leer estos días en cualquier medio, Occidente no es el paraíso, y en su seno cohabitan también las desigualdades, pero les permite por lo menos luchar por tener una vida digna en un contexto mucho más estable que los lugares de donde proceden.
El momento actual es crucial y exige la búsqueda de modos de persuasión cultural, más que sencillas recetas basadas en el imperio militar, la colonización económica o el autoritarismo político, que son precisamente las armas esgrimidas por las otras civilizaciones. No se trata de un regreso al pasado, pero sí de combinar un riguroso autoconocimiento de la propia tradición, de sus valores no-negociables, junto a una activa búsqueda de nuevas fórmulas de sugestión.