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La Hispania Romana: el centro en la periferia

27/12/2021

Publicado en

La Razón

Javier Andreu |

Profesor de Historia Antigua y director del Diploma en Arqueología

“¿Qué han hecho los Romanos por nosotros?”. Esa pregunta de ecos cinematográficos es recurrente en las clases de “Mundo Clásico” que imparto en la Universidad de Navarra. Entre las múltiples respuestas de mis estudiantes siempre hay una reincidente: “el Derecho”. Efectivamente, Roma fue capaz de gestionar de un modo moderno y eficaz, centralizador, pero, también, respetuoso con las identidades y patrias locales, un Imperio de una extensión casi inédita hasta entonces. Y lo hizo por medio del poder central –la administración ejercida por el Senado de Roma, por los cónsules, y, desde Augusto, por el emperador– pero combinando sabiamente aquél con la autonomía municipal, con el “empoderamiento” de unas elites locales que, quizás, decenios antes se habían opuesto a Roma pero que, desde el siglo I a. C., entendieron que la mejor manera de formar parte de un mundo que ya era romano era colaborar en su administración, desarrollo y expansión, en esa propagatio Imperii que se convirtió en base de la ideología imperial romana. Una ideología dotada de un sentido de la civilización, del Estado y de la pertenencia que, como sabemos, ha estado detrás de la propia construcción europea.

Durante al menos seis siglos, desde la fundación de las provincias Vlterior y Citerior, hasta las reformas de Diocleciano, el territorio actual de España y Portugal, quedó incluido en ese aparato provincial, con tres grandes circunscripciones desde el cambio de Era: Lusitania, Baetica y Citerior, desiguales las tres pero gestionadas de modo semejante: con la autoridad de un gobernador provincial para cada una, con un concilio provincial por territorio que, cada año, elegía a los sacerdotes del culto imperial a partir de los votos emitidos por miembros de las elites locales que ocupaban a su vez sacerdocios municipales y que procedían de todas las ciudades de cada provincia. Las provincias hispanas, y sus capitales, constituyeron de este modo los primeros ejemplos de esa “cogobernanza” de la que tanto habla en estos últimos meses el Gobierno. Cualquier miembro de la elite local de cualquier ciudad hispana que, de forma voluntaria, hubiera llevado a culmen su carrera de servicios al municipio tenía voto en esos concilia que se desarrollaron en una administración que contaba apenas con el cursus publicus, el correo imperial, los legados jurídicos y el aparato de subalternos del gobernador como únicos, pero muy ágiles, mecanismos de poder. Por su parte, la administración local descansaba sobre unos alcaldes colegiados –los duouiri– que, con los aediles –encargados del abastecimiento y saneamiento de la ciudad– y con los quaestores –responsables de las finanzas– tomaban las decisiones presidiendo senados locales, los ordines decurionum, que, como corporaciones de exmagistrados, regían los destinos –con asuntos vecinales y de ordinaria administración– del cerca de medio millar de ciudades con que Hispania contó en época altoimperial, esas mismas ciudades cuyas excavaciones –como las que dirigimos en Los Bañales de Uncastillo o en Santa Criz de Eslava, y tantas otras en todos los puntos de la geografía española– siguen convirtiéndose hoy en polos de atracción para un arqueoturismo cada vez más consolidado como recurso, también económico, contra esa España “vaciada” y, también, tristemente ignorada por el ejecutivo actual.

En el conocimiento de ese sistema de administración la “experiencia hispana” resulta, además, de referencia para cualquier investigador dada la entidad y calidad de la documentación recuperada en España en los últimos años. Por el Edicto de El Bierzo, por ejemplo, sabemos que existieron provincias efímeras, creadas por Roma para momentos en que interesaba, como ahora se dice, “acercar la administración al ciudadano” aunque fuera sólo por razones militares o tributarias. Por el repertorio de leyes municipales –como las de Irni (El Saucejo, Sevilla) o Malaca (Málaga)– expertos de todo el mundo pueden conocer cómo se convocaban y celebraban las elecciones locales en municipios de todo el orbe Romano y gracias, también, a la atestiguación de unos distritos intermedios entre provincias y ciudades, los llamados conventos jurídicos, podemos ver de qué modo Roma se adelantó en casi 2.000 años a los concejos, partidos judiciales o Comarcas.

 

El conocimiento de todo ello, y de la aventura por la que nuestro solar pasó, en dos siglos, de ser una tierra de conquista a ser una provincia del Imperio capaz de aportar emperadores a Roma es lo que ahora quiere hurtarse a nuestros jóvenes cuando el proyecto de reforma de las enseñanzas de Historia para 2º de Bachillerato pone el acento sólo en lo acontecido con posterioridad a 1812. La Historia, escribió Cicerón, es maestra de la vida. Poco enseñamos a nuestros jóvenes preuniversitarios si les privamos de conocer el momento en que se sentaron las bases de ese sistema municipal y administrativo que, todavía, marca nuestra realidad territorial.