28/01/2022
Publicado en
El Norte de Castilla
Pablo Pérez López |
Catedrático de Historia Contemporánea y profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
El nombre de Ucrania, krajina, procede de un término que en su lengua y otras emparentadas con ella significa frontera. No es lugar de vida fácil, sobre todo si se trata de la frontera de un imperio y de dos mundos, como es el caso. Las tierras ucranianas fueron la cuna de Rus, el origen de Rusia, pero la prodigiosa expansión de ese fruto terminó por ser un problema cuando Rusia se convirtió en un imperio que avanzaba como una mancha de aceite o, como prefería decir Stalin, como un glaciar.
La expansión ha sido una constante de la historia rusa. Se intensificó desde el siglo XVIII. Ya en esa centuria eso planteó problemas con Moscú que se empeñó en imponer su gobierno y también su lengua y hasta su tipo de población con repoblaciones que llegan hasta nuestros días como práctica política en Rusia. La Primera Guerra Mundial y otro de sus frutos inesperados, la revolución comunista que triunfó en Moscú, fueron la oportunidad para la reconstrucción de la identidad ucraniana. Se proclamó independiente con un territorio que coincide básicamente con el actual. Pero no tuvo suerte. Resultó derrotada en las guerras que siguieron a la Gran Guerra y la revolución. Perdió territorios en favor de Polonia y de la Federación Socialista Rusa. Cuando se conformó como una república socialista lo hizo con un territorio menor y, en la práctica, sometida a Moscú por más que nominalmente fuera una de las fundadoras de la Unión Soviética.
Stalin provocó entre sus gentes a comienzos de los treinta una terrible hambruna para demostrar a los campesinos quién mandaba allí, y dejó exhaustos a los potenciales rebeldes. La humillación vivida hizo que algunos recibieran la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial como una liberación. De nuevo fue un espejismo: la brutalidad de los nazis compitió para hacer sombra a la de Stalin. La guerra devastó el país, que salió del conflicto en el seno de la Unión Soviética sometido más que nunca a Moscú. No faltaron tentativas de levantamientos de partisanos en la posguerra, que fueron aplastados sin piedad.
El siguiente gran momento de cambio llegó con la Perestroika de Gorbachov en la segunda mitad de los años ochenta. Todo se aceleró en 1989 cuando la dominación soviética sobre sus satélites en Europa se vino abajo. El ejemplo polaco de la liberación del socialismo y luego de los húngaros, los checos, y hasta los rumanos y los alemanes orientales, fue más de lo que podía resistir buena parte de la población ucraniana y de sus líderes políticos. El pulso interno dentro de la URSS que plantearon Kazajistán primero y, sobre todo, las repúblicas bálticas después, hicieron pensar a muchos que Moscú estaba perdiendo el control. No pocos comunistas se convirtieron en nacionalistas todo lo rápido que pudieron. En Ucrania no hacía falta demasiado para conseguirlo, aunque las medidas adoptadas en el pasado hacían que la parte oriental del país tuviera una población rusa o rusófila más numerosa que la propiamente ucraniana.
Gorbachov, que había cedido con los países europeos independientes nominalmente, se encontró en 1990 con que tenía un problema similar dentro de la URSS. Las repúblicas de la Unión demandaban libertad y recuperar la soberanía. En el momento en que la República Rusa se unió al movimiento de la mano de Boris Yeltsin Gorbachov perdió pie.
Yeltsin debió, por eso, mostrarse generoso con quieres querían abandonar la URSS: él mismo lo había hecho. Ucrania recobró así su independencia en 1991 al calor del intento de golpe de estado involucionista de 1991 que cuando fracasó dio a Yeltsin la oportunidad de tomar el poder. La URSS desapareció unos meses después.
La transición a la democracia en Ucrania resultó en buena medida fallida. Los viejos comunistas manejaban los resortes del poder, pero divididos en nuevas facciones e inmersos en casos de corrupción. El fracaso económico exacerbó las peleas políticas internas en Ucrania y una de las facciones terminó por llamar en su auxilio a Rusia mientras que la otra invocaba el paraguas europeo y americano. Rusia acudió y en 2014 invadió mediante subterfugios la parte oriental del país y Crimea, una península tradicionalmente dependiente de Moscú que fue anexionada tras un referéndum urgente y dudosamente limpio. Aquello fue una violación flagrante de los acuerdos adoptados cuando Ucrania se separó de la URSS. Pero para quien gobernaba entonces, Vladimir Putin, eso no tenía importancia. El prestigio que ganaba en el interior con una acción así le compensaba el riesgo de la sanción exterior que, por otra parte, no fue ni dura ni duradera.
En 2022 el glaciar ruge de nuevo. De momento solo suenan los agrietados hielos y no se sabe si el frente avanzará o no. Pero vuelven a ser tiempos difíciles para quienes viven en la frontera rusa.