Josep-Ignasi Saranyana, Profesor de Teología, Universidad de Navarra
Campaña bien orquestada
Desde hace unas semanas, con un goteo informativo que parece bien calculado, se publican casi a diario informaciones sobre abusos cometidos por eclesiásticos a niños y jóvenes, a lo largo de varias décadas. Los hechos denunciados constituyen objetivamente graves delitos (y pecados), aunque muchos de ellos no puedan perseguirse procesalmente, porque ya han prescrito. Ha habido quizá comportamiento delictuoso de obispos, que no aplicaron el derecho con el rigor debido, persiguiendo los abusos pederastas y homosexuales.
En las últimas horas la campaña mediática ha tomado un sesgo, quizá previsible, pero muy injusto. Se quiere implicar en el escándalo al Santo Padre Benedicto XVI, so pretexto de que él también, cuando era arzobispo de Múnic, actuó con poca celeridad en algún caso ocurrido en esa diócesis. Son noticias vagas y etéreas, de difícil confirmación; rumores no suficientemente contrastados relativos a su brevísima etapa muniquesa, cuando él padecía verdadera asfixia por parte de una burocracia diocesana, de la que no supo (o no pudo) liberarse; una estructura administrativa heredada de su antecesor. Con razón se decía entonces que la Iglesia en Alemania era el primer creador de trabajo y el primer empleador. La diócesis de Múnic tenía más de doscientos empleados a sueldo y dedicación completa. Recuerdo que en una ocasión (a principios de 1981), en un viaje mío breve a Baviera, solicité audiencia con el cardenal, alegando mi amistad con él; y que uno de sus secretarios se negó a concedérmela antes de seis meses. A la vista de lo cual, llamé a su hermana María... y a aquella misma noche cenaba en su casa.
En todo caso, el cardenal Joseph Ratzinger, antes de ser elegido Papa, conocía muchos de estos hechos, por ser prefecto de la Congregación de la Fe, que es competente, en los pecados de extrema gravedad cometidos por eclesiásticos. Pero sólo desde 2001, en que se aprobó una legislación especial para delitos y pecados muy graves (motu propio "Sacramentorum sanctitatis tutela", en cuya redacción intervino directa y decisivamente Ratzinger), la Santa Sede tiene el instrumento legal adecuado para actuar en tales supuestos gravísimos, que antes no estaban regulados con tanta severidad. En esto, como también ocurre en los ordenamientos jurídicos de los Estados, el derecho penal se adapta a las nuevas situaciones, a medida que éstas se presentan. En España, por ejemplo, es todavía muy reciente la legislación sobre la violencia de género, que antes también existía, aunque no podía perseguirse con tanto rigor como ahora.
Podría decirse, pues, que Ratzinger tenía las manos atadas, antes de 2001. Por eso, sólo entonces pudo entender en los asuntos especialmente graves. A este respecto, todos recordamos (basta entrar en internet y buscar en la web del Vaticano) las impresionantes palabras que Ratzinger dirigió a la multitud de fieles congregada en el Coliseo de Roma, durante la novena estación del viacrucis romano de 2005, mientras Juan Pablo II agonizaba en sus estancias: "¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!".
El pasado día 19, el Papa ha dirigido una carta a los fieles de Irlanda. Además de condenar con contundencia los abusos allí cometidos con "violencia", denuncia la pasividad de varios obispos de aquella nación. Recuerda, además, la grave responsabilidad ante Dios en que han incurrido los culpables. Sin embargo, no se queda sólo en la denuncia profética y en el lamento. Procura verter en su carta palabras de aliento y de esperanza.
¿Qué consecuencias podrán derivarse de estas denuncias que ahora comento? ¿Quizá un desprestigio de la educación católica confesional, ignorando el bien inmenso hecho a la sociedad durante siglos? ¿Quizá un retraimiento de los eclesiásticos en sus obligaciones ministeriales? ¿Quizá que algunos aprovechen para atacar el celibato eclesiástico, con evidente desconocimiento de las razones teológicas que lo apoyan? Todo es posible. Pero la Iglesia, que lleva veinte siglos de historia, ha atravesado situaciones tan complejas como la presente, e incluso mucho más, y siempre ha salido airosa.