José Benigno Freire, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología
El muerto virtual…
Posiblemente escriba este artículo con la soterrada vanidad de reivindicar mis dotes de profeta, que parecen bien encauzadas. Tiempo atrás bauticé el Síndrome de la soledad global, un trastorno emocional que seguramente abarrotará las consultas de psiquiatras y psicólogos en los próximos años. Tras declararme apasionado entusiasta de las nuevas tecnologías, anunciaba un posible desequilibrio psíquico causado por el uso excesivo o inmoderado de los chats, especialmente con gentes desconocidas. Personas capaces de comunicarse con cualquiera en los espacios virtuales, pero ariscas o reacias al trato con su mujer, marido, padres, hijos… Cometen un doble grave error:
Nunca existe la seguridad de charlar con quien nos imaginamos. La otra persona puede disimular o falsear su forma de ser, ocultarse o disfrazarse. Un disfraz capaz de encubrir una personalidad desequilibrada, mentirosa, embaucadora… o, sencillamente, alguien normal. Y así, en un diálogo a tientas, corremos el riesgo cierto de caer en las garras del fingimiento, el embrollo o la falsedad, o de las intenciones tórridas o torcidas (peligro para no dramatizar, pero tampoco minimizar). De cualquier manera, siempre revolotea el resquemor de la neblina o la bruma en la conversación.
También el sujeto que chatea se sitúa en una posición cómoda para deslizarse por lo simulado o fingido. Qué sencillo resulta, bajo la impunidad del anonimato, ofrecer una visión distorsionada de uno mismo, presentarse con una personalidad más cercana al yo ideal que al yo real. Un comentario, una opinión, un sucedido… deslizado candorosamente, incluso sin intención o propósito de engañar
Conozco la historia por noticias y reportajes aparecidos en bastantes medios de comunicación. Es la historia de José Ángel Taboada, cincuentón, con domicilio en Alcabre, Vigo (por eso léanse estas líneas con una ligera retranca gallega). La vida de Angeliño transcurría con cadencia mustia, iba de mal en peor. Acabó sin trabajo y sin derecho a prestación alguna; malvivía con ayuda de Cáritas y algunos enseres y desperdicios que rebuscaba en los contenedores de la zona mientras paseaba en bicicleta. Solitario, aislado, sin luz, sin agua…, aunque alguna lugareña enteradilla aseguraba que heredó no hacía mucho.
Tanta tristura morriñeira derrotó a Angeliño, quien sucumbió bajo el Síndrome de Diógenes: abarrotó la casa, y buena parte de la huerta, con cachivaches e inmundicias, hasta dejarlas inhabitables e intransitables.
Se volvió, al decir de los del pueblo, hosco, huraño, esquivo, de palabra escasa. Indigente, desabrido y asocial. Él aceptó estoicamente la situación pero, como buen gallego, acuñó su propia filosofía existencial: “Yo soy como el jabón, lo que piensen de mí me resbala”.
Un desventurado día se sintió indispuesto y literalmente se dejó caer, apático, entre aquella pilada de inmundicia. Así quedó… “Morreu soliño”, que diría un gallego. Nadie le echó en falta, nadie notó su ausencia. Nadie preguntó por él…
Pues bien, inconcebiblemente, al finado Angeliño… le seguían 3.544 amigos en Facebook, y 550 en Linkedln. Tal vez por efecto de las meigas virtuales, Angeliño, parapetado tras su correspondiente alias, se convirtió en Angelito. Fíjense el contraste, pues así lo definen sus amigos virtuales: ingenioso, bromista, con sentido del humor –humor enxebre-; sensible, optimista y solidario; muy amante de los deleitosos paisajes gallegos…
Todos desconocían su vida real; a excepción, quizás, de Dori Macía, residente en Tenerife, con la que había intimidado de forma algo especial, hasta el punto de prometerle una visita en tiempos de alguna bonanza. A Dori le sorprendió que Angelito, o Angeliño, tardará varios días en colgar alguna de sus lindeces, como aquella manida fotografía de un espermatozoide con su correspondiente pie: “mi primer retrato”.
Inútilmente intento comunicarse con él por WhatsApp y por teléfono. Tres días ya… Intranquila, contactó con la parroquia para que se interesaran por el caso. Desde allí se acercaron, aunque no consiguieron entrar con tanta basura y cacharrería. Fueron los bomberos quienes sacaron el cadáver de Angeliño. La autopsia confirmó la causa natural del fallecimiento. Lo sepultaron, anónimamente, en una tumba de beneficencia, con la chocante compañía de dos enlutadas señoras y sin sus amigos de Facebook y sin sus amigos del pueblo, que no los tenía.
Todo sugiere que solo Dori Macia lloró sinceramente su muerte. Dori, con dolorido lamento, lanzó en las entrevistas periodísticas esta lacerante, humillante e incisiva pregunta: “Si vivía en esas condiciones, ¿por qué ningún vecino alertó a los Servicios Sociales…?”
Ya sé que un único caso no valida una teoría… Sin embargo, considero que la historia de José Ángel Taboada bien se merece un rato de sincera reflexión sobre cómo utilizamos personalmente el universo de Internet. Conviene no olvidar que en el horizonte amenaza el Síndrome de la soledad global… Y el que quiera pensar que piense, que el tema da que pensar…