28/09/2022
Publicado en
El Confidencial
Javier Gil Guerrero |
Investigador del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra
La sucesión de crisis geopolíticas de calado en los últimos años nos deja perplejos. Europa, acostumbrada desde 1945 a ser una isla de paz, libertad y prosperidad en el mundo, asiste atónita a una masiva transferencia de riqueza del oeste al este. Mientras tanto, sus fronteras se tornan cada vez más inseguras. Occidente contempla paralizado la agresividad de una China y Rusia revisionistas cada vez más seguras de su propio poder.
Todo esto no es más que un mundo que se agota para dar paso a otro que apenas podemos vislumbrar todavía. El éxito nunca es definitivo: los imperios y las hegemonías nacen con fecha de caducidad. El Imperio romano se prolongó durante casi un milenio (al menos, en lo concerniente a Bizancio) y los grandes imperios europeos de la edad moderna (español, francés e inglés) duraron más de un siglo cada uno. Sin embargo, los 'imperios' más recientes, como el soviético o el americano, apenas logran una hegemonía de unas décadas.
El británico fue el último imperio europeo y con Estados Unidos termina una hegemonía occidental de 500 años. Por primera vez en la historia, se presenta la posibilidad de que la supremacía global no recaiga en Occidente sino en Asia. Esto implica un mundo con nuevas reglas e intereses, no enraizados en los valores judeocristianos ni en el legado filosófico-jurídico grecorromano. Todavía no nos hacemos una idea de los cambios que esto conllevará. Acostumbrados a dar por sentado que nuestro modo de ver el mundo y nuestras preocupaciones en torno al individuo, la mujer, la familia o la libertad sean los que imperen, estamos tardando en reaccionar y ajustarnos a la nueva situación.
El occidental, y especialmente el europeo, requiere de una nueva educación. Nos escandalizamos por un expansionismo territorial ruso y chino basado en su fuerza militar. Nos desorientamos con las laberínticas guerras civiles e insurgencias de Oriente Próximo. Sin embargo, olvidamos que, en palabras de Élie Barnavi, nuestro Estado moderno fue creado “por y para la guerra”. Para los europeos nacidos tras la II Guerra Mundial, el carácter guerrero del Estado no es más que una 'abstracción histórica' o algo propio de series fantásticas de televisión. Hemos desaprendido el arte de la guerra que hizo posible nuestra sociedad, despreciándolo como algo irracional. Sin embargo, tal y como apuntó Clausewitz, la guerra puede ser algo muy racional: un instrumento de la razón de Estado para ajustar equilibrios de poder a escala regional o global. Putin o Xi Jinping no están movidos meramente por pasiones desenfrenadas o fundamentalismos ideológicos o religiosos: los movimientos de sus tropas obedecen, ante todo, a una fría voluntad de poder. Brutal e inmoral, pero racional.
Europa es ajena a todo esto. Las únicas guerras a las que nos hemos enfrentado en las últimas décadas han sido asimétricas, en que la disparidad tecnológica y de recursos era tal que podíamos llevarlas a cabo con un mínimo de bajas que apenas llamase la atención de la opinión pública. A pesar de todo, nuestras expectativas eran tan irreales que la muerte de un soldado en un conflicto lo convertía en una catástrofe militar y en un evento nacional. Estas guerras neocoloniales en las que Estados Unidos ha llevado siempre la voz cantante no han familiarizado mínimamente a los ciudadanos con la cultura militar. Siguiendo con Barnavi, en las democracias, la cultura de guerra no dura más que lo que dura la guerra, y solo si esta es una guerra total. En los regímenes autoritarios, por el contrario, la guerra y la cultura suelen ser una misma cosa. Por definición, todo ejército es autoritario y jerárquico: un ejército democrático dejaría de ser un ejército. Por eso el occidental posmoderno siente siempre una extrañeza ante lo marcial.
Durante las graves crisis que hemos vivido en los últimos años, hemos reaccionado de forma inadecuada. Como observó cínicamente Mitterrand, “mientras que en Occidente desplegamos manifestaciones pacifistas, en el este despliegan misiles”. No podemos concebir que las relaciones internacionales permanezcan en un estado de naturaleza, ni de asumir la guerra o la violencia como algo endémico. Acostumbrados a un estado de bienestar artificial, tan regulado que ha superado con creces ese estadio, somos incapaces de comprender lo que es lo natural. Dentro de nuestras fronteras rige un orden artificial profundamente refinado, pero fuera de ellas está el mundo descrito por Hobbes. En Occidente, hemos asumido tan bien la eliminación del estado de naturaleza que confundimos el orden artificial creado por el Estado como algo natural. Así, pensamos que las relaciones internacionales deberían seguir el patrón de las relaciones entre los ciudadanos de Suiza y nos escandalizamos cuando esto no ocurre.
La hegemonía norteamericana de las últimas décadas ha evitado que tuviéramos que confrontar la realidad. Si el orden natural de las relaciones internacionales, como escribió Robert Kagan, es similar al de una jungla, Washington, con su hegemonía militar, económica y tecnológica, se encargó de asemejarlo a un jardín. Pero si el jardinero no puede o no quiere seguir ejerciendo sus funciones y deja de podar y regar, el placentero jardín al que estábamos acostumbrados pronto se tornará una jungla. Ya lo estamos viendo. Las malas hierbas empiezan a crecer y, sin nadie que lo remedie, ahogan las plantas vecinas.
La repentina angustia omnipresente en nuestras sociedades es fruto del sentido de un final. El título del libro de Julian Barnes hacía referencia a la muerte de cada individuo. En este caso, se trata de la agonía de todo un orden mundial.