Gerardo Castillo Ceballos, , Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
En busca de la juventud perdida
En épocas anteriores a la actual era muy fácil distinguir entre un joven y un viejo. Bastaba observar cómo vestía y hablaba uno y otro. Hoy, en cambio, es difícil hacer esa distinción, como consecuencia de que muchos viejos (no todos) tienden a imitar el comportamiento y las costumbres de los jóvenes.
Suele ocurrir que a partir de cierta edad (los cincuenta, por ejemplo) uno se rebela contra sus nuevos cumpleaños y no entiende por qué le felicitan; vería más lógico que le dieran el pésame.
Actualmente se evita marcar excesivamente las diferencias de edad con signos externos, (al contrario de las personas mayores de antes, que un mal día se vestían de negro y ya no cambiaban de color).
Todo esto es comprensible. Lo que, en cambio, considero incomprensible es que se pretenda vivir como el joven que ya no se es. Quien haga esto último vivirá de espaldas a su realidad personal, creando una posible crisis de identidad y generando confusión en sus familiares y amigos.
Un viejo que se disfrace de joven sólo conseguirá ser objeto de mofa. Se cuenta que unos padres, abrumados y desesperados porque no sintonizaban con un hijo joven, decidieron darle una supuesta positiva sorpresa: aparecer ante él vestidos al estilo hippie. ¿Reacción del hijo? Enfado y decepción: "A mi edad se puede hacer el ridículo, pero no a la vuestra".
No se trata simplemente de un problema individual, como lo prueba que las palabras "vejez" y "viejo" están cayendo en desuso, por haber adquirido un sentido peyorativo, siendo sustituidas por continuos eufemismos: tercera edad, edad de oro, edad de los mayores, etc. Es la sociedad misma la que está adoptando un falso juvenalismo.
Ese planteamiento no resiste la prueba del algodón (de la realidad): «La juventud tiene su verdad y su belleza mientras dura. Si se intenta estirarla más allá de sus límites, se hace crónica, a la manera de las enfermedades (…) Al querer agarrarse demasiado al fugitivo brillo de la juventud, se corre el riesgo de caer en el estado semineurótico que los psicoanalistas llaman "fijación del pasado", y de ahí a no saber acoger los preciosos dones de la madurez y de la vejez. Hay una cosa más importante que conservarse: cumplirse» (Thibon, G.: 1978)
Regresar a la etapa juvenil, vivir como si se fuera joven, exige representar cada día ese papel, llevar una doble vida, lo que suele ser estresante y agotador. Añádase a ello las frustraciones que se producen por no dar la talla en algunas situaciones (por ejemplo, la incapacidad de seguir subiendo las escaleras de dos en dos).
Cada nueva edad debe ser vista no como una carencia o un retroceso, sino como una oportunidad para seguir creciendo como persona. Esa oportunidad sigue existiendo en la vejez, a pesar de la aparición de las limitaciones físicas. Gracias a la experiencia y sabiduría adquirida con los años, todavía es posible sembrar en nuevas tierras para recoger nuevas cosechas.
Para M. Pascua la juventud es un valor, y, por ello, está fuera del tiempo. Cuando se limita la idea de juventud a las caracteristicas biopsicológicas de una determinada edad cronológica, no es posible captar la esencia del valor "ser joven". La juventud es una virtud sin edad.
Por no ser un tiempo de la vida, la juventud es irrepetible; pero por ser un estado del espíritu no tiene fecha de caducidad. Me gusta recordar una sentencia del maestro Azorin: "La vejez es casi tan sólo la pérdida de la curiosidad".
Lo que nos define como jóvenes no es la falta de achaques, sino la disposición para afrontarlos. La juventud es una actitud positiva ante el paso del tiempo. Hay jóvenes de 90 años y viejos de 20. Cada día perdemos un poco de juventud natural o biológica, pero también podemos renovar la juventud de espíritu.
Por tanto, la búsqueda de la juventud perdida no debe dirigirse al pasado, sino al futuro. El secreto no está en teñirse el pelo, quitarse arrugas, comprarse un auto deportivo, volver a bailar en una discoteca o buscarse una novia quince años más joven, sino en vivir de la verdadera esperanza, que para Piepper conlleva olvidarse del "ya no" para centrarse en el "aún no". Supone cambiar la inmediatez del placer por la espera ilusionada y paciente de un bien.
La esperanza humana responde al anhelo de felicidad que existe en el corazón de todos los hombres. En el caso de la esperanza cristiana es una virtud que nos fortalece y ordena nuestras acciones a Dios, fuente perfecta de felicidad.