29/12/2021
Publicado en
Diario del AltoAragón
Gerardo Castillo Ceballos |
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Hay quienes creen que vivimos en la sociedad más sana y feliz de la historia. Aducen que, gracias a los ingentes progresos de la ciencia y de la tecnología, las personas cada vez viven más años y gozan de mayor bienestar material. Habríamos accedido así, por fin, a un supuesto derecho a la felicidad. Pero se olvida que el ruido de lo material está ahogando el silencio que requiere la reflexión y la voz de la conciencia.
Una sociedad donde lo material se convierte en una obsesión permanente, donde el tener vale más que el ser, donde la discriminación hacia otros destruye los sentimientos de solidaridad, no es humana, ni feliz, ni habitable. Feliz es quien contempla el bien (espiritual) que ama. Ningún materialismo ha sido fuente de felicidad a lo largo de la historia. Para quien crea que estamos programados para ser necesariamente felices, cualquier indicio de infelicidad le pondrá enfermo.
Pascal Bruckner sostiene que, paradójicamente, la sociedad que ha dado más importancia a la felicidad individualista es la que cuenta con más insatisfechos e infelices. Erick Fromm la denominó “sociedad enferma” en su obra Psicoanálisis de la sociedad contemporánea.
Son muchos los expertos que afirman que la sociedad (especialmente la del mundo occidental) está moralmente enferma. Se refieren, por ejemplo, a que los grupos de presión nos obligan a posicionarnos con los teóricos del pensamiento único. También se refieren a la cultura del narcisismo. El narcisismo individual crece paralelo al cultural: el individuo moldea la cultura según su propia imagen y la cultura moldea, a su vez, al individuo.
En la sociedad actual la mentalidad hedonista predomina sobre la visión ética. Valores de moda: el individualismo (cada uno a lo suyo), el placer sensible, el dinero o el bienestar material. Valores olvidados: la verdad, el bien, la belleza, la honradez, la honestidad, el esfuerzo, la disciplina, la responsabilidad o el servicio. Nunca los valores fueron tan mudables como ahora. Ello es, en parte, una consecuencia del “pensamiento líquido”, que diluye los principios éticos y los sustituye por otros más convenientes o utilitarios en cada momento. A Groucho Marx se le atribuye esta frase: “Estos son mis principios y si no les gustan, tengo otros”.
Uno de los objetivos de la educación ha sido siempre la adaptación social de los ciudadanos. Un inadaptado a la sociedad en la que vive tiene, en principio, un problema. Pero ¿qué ocurre cuando esa sociedad está moralmente enferma? En ese caso adaptarse pasivamente sería contagiarse de esa enfermedad. “No es saludable estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma” (Jiddu Krishnamurti).
Para paliar los males de una sociedad moralmente enferma es fundamental promover a todos los niveles el respeto de los derechos humanos, ya que son el medio para realizar los proyectos de nuestras vidas de forma libre, pacífica y solidaria.
En segundo lugar urge regenerar el tejido social enfermo regenerando cada una de sus células, las familias desestructuradas o sin vida familiar. Esa tarea corresponde no tanto a los políticos, como a los educadores, especialmente a los padres de familia. “El arte, la libertad y la creatividad cambiarán la sociedad más rápidamente que la política” (Víctor Pinchuk).
Ese pensamiento es todo un elogio de la capacidad trasformadora de la educación y de la cultura, dado que posibilitan en cada persona actitudes positivas que eviten polarizarse en lo negativo de la vida. Me refiero a cosas tan sencillas como, por ejemplo, la contemplación de un amanecer, de una puesta de sol, de una noche estrellada o de la risa de un niño.
A nivel general urge mantener un diálogo social entre el Estado, los ministerios de Salud y Educación y las asociaciones de padres de familia, para diseñar un plan con el propósito de incorporar la formación moral, espiritual y psicológica en el currículum escolar como materia transversal. Ese currículum incluiría valores éticos como la verdad, la bondad, la justicia, el respeto, la solidaridad, la honestidad y la responsabilidad.
Las escuelas de padres existentes en algunos colegios suelen ser un buen instrumento para la orientación familiar bien entendida, pero es necesario multiplicarlas y formar bien a sus profesores.