Ramiro Pellitero, Profesor de Derecho Canónico
La Iglesia nace de la oración de Jesús
En 1902 Alfred Loisy escribió, no sin cierta ironía, que "Jesús anunciaba el Reino y es la Iglesia la que ha venido", frase que se ha utilizado durante el siglo XX para establecer una oposición entre Jesús y la Iglesia. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia es germen e instrumento al servicio del Reino de Dios (cf. LG 5).
Para comprender la relación entre Jesús y la Iglesia, y cómo Jesús la fundó, conviene "penetrar" en la oración de Jesús. Así lo ha mostrado Benedicto XVI en su audiencia general del 25 de enero. Se ha centrado en la oración que Jesús dirige al Padre en la "hora", que corresponde a su pasión y muerte, de su elevación y glorificación. Es la llamada "oración sacerdotal" (cf. Jn 17, 1-26), porque es la oración del Supremo sacerdote, inseparable de su sacrificio por la salvación de todas las personas de todos los tiempos.
Como hace en su libro "Jesús de Nazaret" (volumen II), el Papa sitúa esta oración en la perspectiva de la fiesta judía del Yom Kippur, en la que el sacerdote pide por sí mismo, por la clase sacerdotal y por todo el pueblo.
Jesús rezó en primer lugar por sí mismo, pidiendo "la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial" (cf. Jn 17, 1). Es el primer acto de su nuevo sacerdocio: "un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz –el supremo acto de amor–, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina". También cada uno de nosotros, cabe deducir, debemos pedir la gracia y la fuerza divina para nosotros mismos, para cumplir la voluntad de Dios, para ser plenamente hijos de nuestro Padre Dios y entregarnos a su proyecto.
En segundo lugar, Jesús intercede por sus discípulos (cf. Jn 17, 6) para que el Padre les santifique en la verdad. Es decir, para "continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos" (cf. Jn 20, 21). También aquí cabría detenerse para evocar la consagración bautismal que todo cristiano recibe en el bautismo y que lo capacita para participar en la misión de la Iglesia. Asimismo hemos de tener presentes, en nuestra oración, a los cristianos que nos rodean (nuestros padres o hermanos, parientes, amigos, etc.), llamados a ser apóstoles de Jesucristo. Y procurar que tomen conciencia de ello.
En tercer lugar, Jesús pide por todos los cristianos hasta el final de los tiempos, por la Iglesia, por nosotros (cf. Jn 17, 20). Benedicto XVI alcanza aquí la cumbre de su exposición. Entiende que la oración de Jesús da origen a la Iglesia. Cebe pensar que esto es así en el contexto de todos los hechos de la vida de Cristo, de su muerte y resurrección, junto con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés. En este marco, hay, en efecto, momentos de intensidad especial en que Cristo va dando pasos en la constitución o "fundación" de su Iglesia (la constitución de la comunidad de los discípulos, la elección y envío de "los Doce", la vocación y misión de Pedro, la Última Cena en conexión con el sacrificio de la Cruz, la aparición en la tarde de Pascua cuando, ya resucitado, confiere la "potestad" de bautizar y perdonar los pecados, y, finalmente, el acontecimiento de Pentecostés).
En esa línea se sitúa siempre la oración de Jesús, que es como el alma de su entrega y sacrificio por amor al Padre y a la humanidad. Y esa oración, en su vertiente de intercesión por la Iglesia, se intensifica en esta "oración sacerdotal" al final de la última Cena.
Pero sigamos con las palabras del Papa. Subraya en su homilía, en la clausura de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: "La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él".
Continúa explicando que esa unidad no es un producto mundano, sino don que procede del Cielo. Jesús reza "para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, prosigue Benedicto XVI, "por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta (unidad) debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno". Por eso "la unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús –que el Padre ha enviado al mundo–, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo".
Como haciendo una síntesis de lo que viene señalando, expresa el Papa: "Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia". Y se pregunta "qué otra cosa es la Iglesia, sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios". Insiste, retomando algunas ideas y llegando al centro mismo de su mensaje: "La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se ‘consagra' a sí mismo, es decir, se ‘sacrifica' para la vida del mundo" (cfr. Jesús de Nazaret, II, cap. 4).
En otros términos: "Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar ‘en el mundo' sin ser ‘del mundo' (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al ‘mundo' fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios".
También en este aspecto central los cristianos podemos y debemos hacer nuestra la oración de Jesús (lo es por sí misma, pero debe serlo además porque nosotros nos unamos a la suya lo mejor posible, con toda nuestra vida). Así, la oración por la Iglesia, por todos los cristianos del mundo y por la unidad de los cristianos, no es sólo para una semana al año, sino que debe estar en el centro de nuestras intenciones y peticiones; más aún, en el centro de nuestra vida entera, transformada en misión.
En síntesis, la oración sacerdotal de Cristo significa y realiza algo decisivo para la humanidad de todos los tiempos: que la Iglesia fue querida, y, en un sentido profundo y abarcante de toda su vida, "fundada" por Cristo. Y de este modo Cristo permanece siempre como fundamento vivo y activo de la Iglesia y de su misión, por la acción del Espíritu Santo.