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Las víctimas incomodan, también en el posterrorismo

29/06/2023

Publicado en

Diario de Navarra

María Jiménez |

Profesora de la Facultad de Comunicación

Las exigencias cívicas que se dirigen a las víctimas son inversamente proporcionales a las exigencias políticas que se requieren a los verdugos y a su entorno

Una organización terrorista puede desaparecer, pero una víctima del terrorismo nunca deja de serlo. Más de una década después del final de la violencia de ETA, sus siglas ya solo funcionan como un artefacto histórico, pero las secuelas del mal que causó y las tareas pendientes que ha dejado a su paso se siguen conjugando en presente. De ahí que, pese a algunos intentos esmerados, las víctimas sigan teniendo espacio en el debate público. Es aquí donde buscan un nuevo acomodo en el tiempo del posterrorismo. Hay algo, eso sí, que no ha cambiado: siguen siendo incómodas. Si durante la existencia de ETA las víctimas eran engorrosas, ahora hay quien las percibe como un obstáculo para alcanzar una convivencia idealizada que se antepone, si no sustituye, a la deslegitimación de la violencia. Para lograr esa convivencia se les exige que sean "generosas" y contribuyan a la paz social, pasando por alto que ese logro ya cuenta en su haber: no respondieron a la violencia con violencia, respetaron el Estado de Derecho, toleraron que los crímenes no se resolvieran, se marcharon de sus hogares por la puerta de atrás o compartieron barrio o ciudad con sus verdugos y sus afines.

Pese a todo, como resume Martín Alonso, deben "resignarse a jugar el papel asignado en el guion de que hay que vivir y hacer política como si ETA no hubiera existido". No como si ya no existiera, sino como si no hubiera existido nunca. El perdón, un asunto individual y privado, se ha convertido en objeto de debate público, aunque apenas un puñado de presos de ETA lo haya formulado. Los homenajes públicos a terroristas que salen de prisión se han celebrado durante años amparados en la coartada de la libertad de expresión y la manifestación comprensible de la alegría, dejando en un segundo plano el hecho de que se trata de actos incívicos que perpetúan el aura heroica de los terroristas. La presencia de los victimarios en el espacio público en forma de pintadas, pancartas o carteles, que se multiplican ahora que se acercan las fiestas, ha seguido admitiéndose como un mal menor en el paisaje urbano. El contexto prolongado de violencia encajó en la sociedad vasca y navarra un umbral de normalidad que toleraba lo intolerable y que, más de una década después del fin del terrorismo, presenta por fortuna grietas, aunque en algunos ámbitos sigue sin elevarse lo suficiente como para alcanzar un mínimo de civismo.

Con ETA fuera del tablero, las exigencias cívicas que se dirigen a las víctimas son inversamente proporcionales a las exigencias políticas que se requieren a los verdugos y a su entorno. Su distanciamiento de una violencia que rechaza la mayor parte de la sociedad, incluido el electorado histórico de la izquierda abertzale, convive con el hecho de que el relato histórico sobre el que se construyó la organización terrorista sigue acumulando un importante apoyo social y electoral. Construcciones como el mito antifranquista en torno a ETA o el culto al gudari continúan arraigadas. La teoría del conflicto o la del empate desbordan los límites de la izquierda abertzale y atraviesan el mundo nacionalista arengadas por una memoria hecha a medida. La rebaja de exigencias a los perpetradores también se aprecia en el ámbito judicial: su arrepentimiento no es "en absoluto" un requisito legal para conceder un permiso penitenciario. Aunque el índice de aceptabilidad de la sociedad ha descendido en asuntos como los homenajes a los presos, que se realizan ya de forma privada -aunque siguen celebrándose-, no ha ocurrido lo mismo con otros ritos de apuntalamiento identitario que aún disfrutan de la conformidad o, al menos, la condescendencia generalizada: las manifestaciones multitudinarias que exigen la amnistía, las fiestas y carreras populares que guardan un lugar de honor a condenados por terrorismo o las pancartas y pintadas que lucen los rostros de los terroristas presos. Las víctimas que tienen relevancia pública -que son pocas, conviene no olvidarlo- se ven a veces azuzadas y otras, se dejan azuzar, por los intereses partidistas. En la conchabanza con los partidos, suelen perder ellas y su imagen: a ojos del resto de la sociedad, su fuerza simbólica aparece contaminada por el fango electoral y su prestigio se resiente. Quedan, por suerte, faros. El problema estriba en que sean precisamente eso: luces, por dispersas, excepcionales. El libro El tiempo del testimonio. Las víctimas y el relato de ETA (Comares, 2023) aborda una pregunta que formuló Marta Buesa, hija del político socialista asesinado Fernando Buesa: "Y ahora, ¿qué hacemos con todo esto?". Una de las propuestas de esta obra tiene que ver con las víctimas, sus voces en primera persona y su poder pedagógico. La pedagogía de las víctimas aplicada ante aquellos que no han vivido el terrorismo tiene una fuerza incomparable. Sus testimonios actúan como nexo con la historia: hacen que el pasado deje de ser una abstracción y lo convierte en algo personal, incluso tangible. Y lo que es más importante: permiten que los jóvenes lo asuman como propio. Ellos no pueden recordar lo que no han vivido, pero sí pueden asumir como parte de su historia un sufrimiento que, si lo miramos de frente y le damos sentido pedagógico, no habrá sido en vano.