Ricardo Fernández Gracia, director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
La percepción de los monumentos navarros en el paso del tiempo: algunos ejemplos
¿Cómo vieron, juzgaron y sintieron nuestros antepasados el patrimonio cultural que contemplaban? ¿Con qué adjetivos definieron y oyeron referirse a los grandes monumentos? Son cuestiones de las que poco o nada sabemos, pero interesantes para juzgar sensibilidades, apreciaciones y valoraciones desde unos contextos determinados.
Los libros de viajes, las crónicas, los sermones, las relaciones de fiestas, la correspondencia y otros documentos, junto a la prensa constituyen un buen acervo para percatarnos de la influencia de las modas, los cambios de gusto, el peso de la historia y la propia reacción humana ante la monumentalidad o la belleza.
También hay que tener en cuenta que algunos textos nos hablan de edificios que no presentaban el aspecto actual. Baste leer la descripción de la parroquia de San Nicolás de Pamplona de 1748 o contemplar la fotografía de Santa María de Olite de hace un siglo para percatarnos de que las modas, la liturgia, los usos y costumbres de otros tiempos tenían a muchos de nuestros grandes monumentos un tanto desfigurados por las adiciones de rejas, portadas de capillas …etc., que convertían su espacio interior en un auténtico laberinto. En ese estado se encontraba la colegiata de Tudela cuando fue elevada al rango de catedral, motivo por el cual el cabildo delegó en el canónigo Ignacio Lecumberri, para que tratase de dar una uniformidad a las naves del templo eliminando los elementos que distorsionaban.
En muchas ocasiones eran las modas las que hacían expresarse despectivamente sobre obras antiguas, juzgadas como desfasadas. En muchas licencias para hacer nuevos retablos se aprecia, entre líneas, tal circunstancia, si bien es cierto que la excusa para obtener el permiso era la antigüedad y vejez de las obras, en muchos casos medievales. Por el contrario, cuando la relación o el texto es contemporáneo a la obra comentada, la autocomplacencia y la exageración son unas tendencias muy recurrentes.
“Arquitectura de godos e imágenes romanas”
La clasificación que nuestros antepasados “entendidos” hacían de edificios y otras obras muestra el escaso conocimiento que tenían, algo que se hace especialmente palpable en los informes que redactaban, generalmente a petición de terceros.
El santuario de la Trinidad de Arre era juzgado en 1787 por dos maestros, en comparación con la parroquia del mismo lugar, ampliada en el siglo XVI. Conocemos los testimonios por lo publicado por José Luis Sales y Víctor Pastor. El primero de ellos, Simón de Larrondo anota la diferencia entre ambos edificios en el tiempo y respecto a la Trinidad, indica que por los vestigios y señales era similar a las fábricas que se demolieron en San Cernin al levantar la capilla de la Virgen del Camino. Juzgaba ambas construcciones como “hechas en tiempo que vivían en este Reino los godos o moros”. Con esas expresiones quería decir que eran obras muy antiguas, medievales. Otro maestro de nombre Miguel Merino separaba la basílica y la parroquia de Arre en doscientos o trescientos años, algo que era evidente a “cualquiera profesor de arte” y asimismo comparaba la primera con la fábrica de San Cernin de Pamplona.
Las imágenes de la Virgen, particularmente las de mayor culto y las denominadas como “aparecidas” fueron objeto de descripciones por parte de clérigos más o menos cultos y de textos destinados a sus novenas. Bien significativo es el caso del hallazgo de la Virgen de Araceli de Corella en 1674, en la ermita de Santa Lucía, a la que las crónicas, tan tendentes al maravillosismo, juzgan como “venerada en tiempos de los godos”, añadiendo que “su escultura, según los inteligentes en Arte, es de Arquitectura Romana”. Uno de los que testificaron sobre el simulacro mariano fue el escultor Juan Manrique de Lara, granadino y viajero por tierras de Nápoles, Roma y Florencia y delegado inquisitorial para retirar imágenes poco dignas de estar al culto público. Con total convencimiento declaró que la imagen era “en su hechura fábrica antigua romana, como podrá verlo quien haya visto las antiguas de Roma”. Este testimonio hace dudar de los viajes internacionales de los que presumía.
Autocomplacencia ante la obra coetánea: la capilla de Santa Ana de Tudela
La capilla de Santa Ana de Tudela es, sin lugar a dudas, una de las quintaesencias del barroco castizo en la Comunidad Foral. Se levantó entre 1712 y 1725 y en los prolegómenos de su fábrica ya anotaban sus promotores que querían erigir la “capilla más ostentosa que puede haber en toda la comarca”.
Al poco tiempo de inaugurarse, en una respuesta escrita hacia 1730 para contrarrestar las opiniones del obispo de Tarazona sobre el estado eclesiástico de la ciudad, leemos en referencia al conjunto: “La capilla nueva erigida a nuestra Patrona Santa Ana, verdadera maravilla que ha admirado a nuestra España y han celebrado por prodigio las naciones extranjeras, cuyas expensas, habiendo excedido de 30.000 pesos, tienen de milagro haberlas costeado todas, y en pocos años el tesoro inagotable de la devoción de este pueblo con su sudor y con sus manos”. Además de la exageración propia de este género de literatura, destaca el concepto de maravilla tan ligado a la admiración y pasmo del devoto y el visitante ante una visión sorpresiva.
En 1735, en otro impreso con el mismo fin, hay otra descripción larguísima, juzgándola como “Obra digna de un monarca y con las fuerzas solas de este pueblo costeada, y sin haber sido necesarias más Indias que los erarios ocultos de devoción finísima explicados aquí por las cuantiosas cotidianas limosnas que piden más de treinta mil pesos consumidos en esta fábrica”. Tras comparar sus estatuas con las de Fidias y su decoración con lo celestial, insiste en la admiración que causa a españoles y extranjeros, concluyendo que “es obra verdaderamente maravillosa y digna de la consideración y reflexión más atenta”.
Para concluir estas apreciaciones encomiásticas, aportamos otro testimonio, entresacado de la relación impresa (1739) de la visita de la viuda de Carlos II, Mariana de Neoburgo. El apasionado cronista afirma: “los primores del Arte, que apuraron en la fábrica de la capilla, las líneas de Vitruvio, los compases de Viñola y las proporciones de Arfe… Rosas partiendo el cimacio, en las jónicas; y en las de orden compuesto, repartidos, filetes, listones, golas, boceles y dentellones… Y todo lo que es imágenes, balconcillos volantes y florones simétricos, está tan cubierto de oro... El suelo horizontal está bruñido; y tanto, que hace deslizar los pies, al que entra incauto”.
La visión del monasterio de Fitero
Uno de sus abades más célebres e inteligentes, hombre profundamente culto, poseedor de una rica biblioteca, introductor de la imprenta en la abadía y con amplios conocimientos y viajes, definía el templo del monasterio que gobernó entre 1592 y 1612, en un manuscrito de 1610 conservado en el Archivo Histórico Nacional: “La iglesia del monasterio es muy suntuosa, puede servir de catedral, fue edificada a costa de don Rodrigo Ximénez de Rada”. La comparación con una catedral es algo recurrente en el momento en que alguien deseaba engrandecer lo que describía. La suntuosidad se debe equiparar a lo magnífico, grande y costoso.
Un poco más descriptivo se muestra el erudito abad fray Manuel de Calatayud en sus Memorias del Monasterio de Fitero, al escribir: “Sabemos que a expensas del arzobispo don Rodrigo se fabricó la iglesia de este monasterio, la cual es obra magnífica. Tiene 319 pies de longitud y 36 de latitud … Toda la fábrica es de piedra labrada tan sólida y maciza que en más de 550 años de duración, por ninguna parte ha hecho vicio, ni se le reconoce piedra gastada”. Amén de las medidas, destaca sendas ideas: magnificencia y perdurabilidad. Respecto a la primera, es bien sabido que fue un concepto recuperado de las obras de Aristóteles que la consideraba como propia de las obras públicas, la imagen del noble y propia de las obras dedicadas a los dioses. En la época de la Contrarreforma, se usó de su significado en numerosas ocasiones y en todos los ámbitos. En cuanto a la perdurabilidad es algo que hay que relacionar con la idea vitruviana de la firmitas, ligada a esas piedras bien labradas y de buena calidad.
Un cisterciense, en este caso no de la casa, que conocía los monasterios bernardos en España, el Padre Tomás Muñiz, autor de la Médula histórica cisterciense (1781), afirma que su iglesia era la “más magnífica y suntuosa que había en aquel tiempo en España y que aún hoy compite con muchas de nuestras catedrales”. Los adjetivos ya nos son conocidos por aparecer reiteradamente en los otros textos.
A fines del siglo XVIII, en 1799 otro monje anónimo realizó una meticulosa descripción de la villa y monasterio que se conserva en la Real Academia de la Historia y transcribió Faustino Menéndez-Pidal. Allí leemos: “La fábrica del monasterio es regular y aunque espacioso y muy capaz, no tiene obras de ostentación y solamente la iglesia y la librería son magníficas. Aquella de tres naves, toda de piedra de sillería y de arquitectura gótica; es si no la mayor, de las mayores que se hayan en Navarra y se tiene por tradición que fue fabrica”. De nuevo encontramos el concepto de obra magnífica, agregándose la palabra ostentación (digno de verse, según el Diccionario de Autoridades) y sobre todo la calificación de obra gótica para el conjunto.
Cerramos estos juicios sobre la primera fundación cisterciense en la península ibérica con lo que dejó escrito don Vicente Lampérez y Romea, uno de los grandes historiadores de la arquitectura española, en 1905: “La arquitectura del Cister no produjo en España nada tan grandioso”.
La imagen literaria del palacio de Olite
A mediados del siglo XV, en 1446, el patricio de Ausburgo, Sebastián Ilsung quedó impresionado por la hermosa ciudad de Olite y por el conjunto palacial, al que califica como suntuoso “en el que había muchísimas cámaras decoradas de oro … Es imposible decir cuantos edificios suntuosamente acondicionados hay allí, cuya magnificencia sobrepasa todo lo inimaginable”. El autor del texto fue identificado por la profesora Carmen Jusué.
En 1516, tras la conquista, en una relación de fortalezas de Navarra, se juzgaban sus edificios como “ricos y maltratados”. En 1589 se insistía en lo mismo al señalar que estaban “maltratados, que si no se pone orden con brevedad, se acabarán de derruir”. Pese a todo en 1661 don Martín de Rada informaba al rey que era “el más lustroso de V. Magd. y los señores reyes, sus progenitores, de este Reyno .., tan magnífico y de tan varias partes”. A los adjetivos de otros monumentos se añade aquí el lustroso (resplandeciente, lúcido, según el Diccionario de Autoridades).
En los informes sobre Navarra conservados en la Real Academia de la Historia, en 1800, los hermanos don Justo y don Carlos Martínez se detienen a describir someramente el palacio, que les llama la atención por su extraordinaria suntuosidad y magnificencia, con su jardín arriba y nueve torres góticas, sus deliciosos paseos, sólidos muros, terrados almenados, balcones volados con columnas llenas de calados y filigranas, salones de techos dorados y artesonados de madera. En el Diccionario de la citada Academia de 1802 se le vuelve a calificar de magnífico, pocos años antes de su incendio por orden del general Francisco Espoz y Mina, en febrero de 1813.
A mediados del siglo XIX Madoz anota, de manera sucinta, la presencia de “vestigios del viejo castillo”. Justin Cenac-Montaut en su L'Espagne inconnue (1861) escribe: “Nada tan majestuoso ni tan amenazante como este último esfuerzo de la arquitectura gótica, elevándose a la máxima belleza antes de perecer…. no tiene que recurrir a los cuentos de hadas para atraer la atención hacia su palacio … Tafalla fue el Versalles de los reyes de Navarra, Olite, situado a siete kilómetros al sur de aquella ciudad, fue el Pierrefonds y el Vincennes”.
La visión literaria tiene un antes y un después en la descripción del poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer. En1865, Bécquer dejó de colaborar en El Contemporáneo y pasó a hacerlo en El Museo Universal, una de las más prestigiosas publicaciones del país. Para ella escribió el 11 de marzo de 1866 de Roncesvalles y Olite, permaneciendo en esta última ciudad dos días. De su texto entresacamos estas líneas: “Hoy día es difícil determinar precisamente la planta de esta obra, de la que sólo quedan en pie muros aislados cubiertos de musgo y hiedra, torreones sueltos y algunos cimientos de fábrica derruida, que en ciertos puntos permiten adivinar la primitiva construcción, pero que en otros desaparecen sin dejar huella ostensible entre los escombros y las altas hierbas que crecen a gran altura en sus cegados fosos y en sus extensos y abandonados patios. Sin embargo la vista de aquellos gigantes y grandísimos restos impresiona profundamente y por poca imaginación que se tenga, no puede menos de ofrecerse a la memoria al contemplarlos la imagen de la caballeresca época en que se levantaron”. Otros textos de Iturralde y Suit, Mañé y Flaquer y de la revista La Ilustración Española y Americana completan la visión decimonónica del edificio.
La mirada de un académico viajero con prejuicios: Antonio Ponz
En un contexto de renovación e Ilustración, don Antonio Ponz, secretario de la Real Academia de San Fernando, al visitar las iglesias pamplonesas, dejó escritas en 1785 expresiones como éstas: “siento haber visto en la Parroquial de S. Lorenzo el monstruoso ornato de la Capilla de S. Fermín, y el indecible maderaje de los retablos amontonados y extravagantes de S. Saturnino. No hay en la Iglesia del Carmen cosa razonable a donde volver los ojos, pues empezando de la clásica monstruosidad del retablo mayor, así por la arquitectura, como por la escultura, siguen los otros por el mismo término”. Respecto a la catedral de Pamplona, tras alabar la fábrica gótica, el proyecto de fachada y el retablo mayor, arremete contra las obras barrocas con expresiones como éstas: “pero si no le quitan el ridículo tabernáculo moderno -del retablo mayor- y lo demás con que han llenado el espacio que ocupaba el antiguo, mantendrán una insufrible deformidad, cual es la que se observa en los demás retablos de las capillas”. Sus apreciaciones y las de Ventura Rodríguez, autor del proyecto de la fachada neoclásica de la catedral, cuajaron en la personalidad de Ochandátegui, que sería el encargado de llevar adelante el frontis, y el autor de un plan para el interior de la catedral que, en sintonía con lo publicado por el marqués de Ureña en relación con los templos, defendía la eliminación de muchos retablos y el traslado del coro, un plan que poco a poco se fue realizando en el tiempo, hasta la intervención tras la guerra civil.