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Que la historia avance

30/01/2022

Publicado en

Jóvenes Católicos

Lucas Buch |

Profesor de la Facultad de Teología

A veces parece que el mundo es tan complejo, tan global, tan sofisticado, que introducir el más mínimo cambio está en manos de unos pocos: políticos con cargo, directivos, estrellas y famosos, algún que otro influencer con miles de seguidores… Pero no parece que estos estén muy por la labor. ¿Qué sentido puede tener lo que nosotros hagamos?

No hace falta ser un lince para darse cuenta de que muchas de las personas que deberían ser un referente para todos no están a la altura. Podría ser esto una lamentación propia de alguien que envejece, y en tal caso sería seguramente una exageración, pero me reafirmó verlo en la pluma de un optimista visceral como Enrique García Máiquez, que en un reciente artículo ponía varios ejemplos conocidos por todos. Claro que no se trataba de una queja —a la que se confiesa alérgico—, sino de una observación de la que iba a salir una propuesta. Es verdad, las conversaciones de bar están llenas de comentarios desanimantes, de cosas que no van, de situaciones que parecen irremediables… y no hay líderes que afronten el momento. ¿Y entonces? Entonces podemos dedicar horas al lamento jeremíaco, donde cada voz añade nuevos ejemplos, nuevos casos, nuevos escándalos. Y mientras, ya que no se trata de amargarse la vida, tomamos unas cervecitas, seguimos pasando fotos con el pulgar o mantenemos abierta nuestra última partida de Minecraft. No es ningún drama. Así han pasado tiempos peores en la historia. Y sin embargo, quizá sin darnos cuenta, con eso estamos renunciando a algo de lo que nos hace más humanos.

Máiquez proponía algo muy distinto. Recordaba unos versos de Antonio Machado: «Qué difícil es/ cuando todo baja/ no bajar también», y comentaba enseguida: «Ojo, que la copla tiene implícito un mensaje de combate, que explicitó Jünger o porque se lo oyó a un amigo, como cuenta, o porque le ocurrió a él y se inventó al amigo para no darse aires. Decía que cuando baja la marea en la playa la roca invisible bajo el agua, al mantenerse firme en su sitio y en su altura, sobresale y sobresale más hasta convertirse en un promontorio». Esa roca que sobresale eres tú y soy yo. No somos el peñón de Ifach, ni tampoco el Montgó (los dos pedruscos que recuerda cualquiera que haya pasado por Calpe o por Javea… o haya visto una foto), pero precisamente lo bajo que es el nivel general nos hace visibles ante todo el mundo. Pensar que no hay nada que hacer («¡es imposible!»), o que tú personalmente no puedas hacer nada («¿qué influencia tengo yo?») no es más que una cómoda excusa, o un modo de evitar un cambio de ritmo que podría ser incómodo. En realidad, cuando alguien cae en ese tipo de pensamientos, sencillamente está renunciando a ser persona. Puede aspirar a convertirse en arena de playa, en mascota o en cardo borriquero, pero está dejando de ser persona.

En su libro sobre san José, que describe como «Breve guía del aventurero de los tiempos postmodernos», Fabrice Hadjadj recoge el cuento de un pajarillo minúsculo de quien se burlaban todas las demás aves. Dejando aparte su escaso tamaño, en días de tormenta tenía la extraña costumbre de tumbarse en el suelo, patas arriba. Un día pasó por allí un oso y le preguntó por qué lo hacía. Él le contestó que así es como protegía la tierra: «¡Hay tantos seres vivos en la tierra! ¡Y tantos crujidos ahí arriba [sonido de rayos y truenos, cae una lluvia furiosa, sopla el viento]. Si el cielo les cae encima, sería una inmensa desgracia, ¿no te parece? Así que levanto las patas para sujetarlo, por si acaso». El oso se ríe en su cara (lógicamente), y el pajarillo le contesta muy serio: «Vete de aquí, estúpido… No has entendido nada». ¿Qué es lo que no había comprendido?, porque a fin de cuentas muchos hubiéramos tenido la misma reacción que el oso: «Aquí abajo cada uno tiene un cielo a su medida» (p. 152). Sí, es lo que habitualmente denominamos un zasca. Más adelante, Hadjadj lo comenta brevemente: el pájaro es minúsculo, pero tiene un corazón enorme. Por poco que haga, está haciendo más que el oso, que el águila o que el ruiseñor, que se limitan a cobijarse y ver llover. La vida del pajarillo tiene un contenido —un sentido, un motivo— que los otros no pueden ni soñar. Esa posibilidad constituye uno de los rasgos más propios de la vida humana.

Dicho esto, podemos volver sobre lo que apuntábamos antes: el tardeo de «fíjate-qué-mal-está-el-mundo» y la actitud de quien piensa que, en realidad, «eso-no-va-conmigo» y «total, ¿tú crees que importa que yo…?». No es exagerado decir que la actitud que hay detrás de todo eso es un enemigo —sutil, pero no por eso menos terrible— de nuestra humanidad. Y no es exageración, pues cada vez que decimos (o pensamos) algo así frente a una pequeña decisión, estamos quizá desertando de nuestra humanidad, porque estamos despreciando la misión que podría darle forma. Una misión pequeña, sí, unos gestos insignificantes, tal vez, que podrían sin embargo contagiar a muchos, haciendo de nuestra pequeñez una auténtica pandemia de cambio. Como la sonrisa contagiosa de la que habla Jesús Montiel en Sucederá la flor, que empieza en la fila del supermercado y sale a la calle, y entra en un autobús… y alcanza los límites de la ciudad. En definitiva, una misión tan pequeña que, en tiempos de mediocridad, podría convertirse en referente y motor de muchas otras.

Insisto, lo que está en juego en todo esto es algo que nos hace propiamente personas. Hay quien se contenta con bien-vivir: vestir bien, comer bien, pasarlo bien… estar bien. Pero para estar bien bastaban las rocas. Para comer y pasarlo bien hubiera sido suficiente crear los pájaros del cielo. Para vestir bien no hacía falta más que los lirios del campo. Si hay personas en el mundo, es porque cada una de ellas ha sido llamada a la existencia para ser amada y para introducir una novedad en la historia. No tiene por qué ser una gran novedad, ni tiene por qué acabar impresa en libros de texto. Basta que acabe impresa en la vida de muchas otras personas, mientras la historia siga avanzando hacia su plenitud.