Jaime Nubiola, Profesor de Filosofía, Universidad de Navarra
Más libros, más libres
La celebración del cuarto centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote nos ha traído una estupenda lluvia de ediciones, conmemoraciones, eventos culturales y programas de todo tipo.
De todos esos acontecimientos, me gustaría destacar uno muy sencillo, pero lleno de significado, que descubrí en Barcelona hace unas pocas semanas mientras paseaba por la calle disfrutando de la primavera mediterránea. En el paseo por la Diagonal atrajo mi atención el lema elegido por la ciudad para celebrar este 2005, "Año del libro y de la lectura": Més llibres, més lliures.
Docenas de farolas aparecían engalanadas con los carteles de la celebración y en todas ellas figuraban estas palabras que parecen en un primer momento un acertado eslogan publicitario, pero que, si se piensa un poco, se advierte pronto que llegan derechamente al corazón de nuestra vitalidad democrática. No se trata sólo de un feliz juego de palabras, sino que mediante la permuta de una sola letra, tanto en catalán como en castellano, ese lema abre un insospechado horizonte de sentido para la vida de cada uno y para la sociedad en cuanto tal: "Más libros, más libres".
Si leemos más libros llegaremos a ser más libres: leer ensancha nuestro vivir, porque amplia nuestras vidas con la inteligencia y la sensibilidad de los demás. Si tenemos más bibliotecas en nuestras ciudades y más libros en nuestras casas, nuestra sociedad puede llegar a ser más culta, más democrática y más libre. Al ver aquel letrero repetido en las farolas venían a mi memoria tanto la información, distribuida pocos días antes, de que los españoles vemos cerca de cuatro horas diarias de televisión, como las pesadillas totalitarias de la quema de libros por los bomberos en Fahrenheit 451. "Más tele, menos libres; más libros, más libres" —repetía yo para mis adentros— y no sólo porque el consumo de televisión embote la mente —que la embota—, sino también por el tiempo disponible. Quienes ven cuatro horas diarias de televisión difícilmente tendrán tiempo para leer algo más que los titulares del periódico.
Hace tres meses presté El maestro de esgrima a un estudiante universitario, atascado en primero de carrera, al que intentaba iniciar en la lectura. Esta semana vino a devolverme el libro muy amablemente, diciéndome con total franqueza que no había podido leerlo porque no tenía tiempo. Pensé yo que aquel estudiante no tenía la suficiente apertura interior para comenzar a leer. Ése es el problema real, hay muchas personas que no tienen tiempo para la lectura: tienen tanto ruido dentro y tantas imágenes en sus ojos que no tienen la paz suficiente para comenzar a escuchar a los demás a través de los libros.
Escribo estas líneas en la biblioteca de mi Universidad acompañado por un millón de libros que me interpelan desde las estanterías con sus voces más diversas. Estoy persuadido de que la lectura resulta del todo indispensable en una vida plenamente humana: "Leemos para vivir", decía la escritora Belén Gopegui. Quizá sea verdad que quienes vivimos con los libros somos una peculiar variedad del género humano, pero es nuestra gustosa obligación tratar de descubrir a los demás ese tesoro, a los estudiantes y a todos los miembros de nuestra sociedad. La literatura no es sólo la mejor manera de educar la imaginación, sino que es un medio indispensable para aprender a convivir con otras personas, con otras sensibilidades, con otras culturas. Una sociedad sin lectura no puede ser una sociedad democrática: una sociedad sin libros no puede ser una sociedad realmente libre.
"Leer no es, como pudiera pensarse, una conducta privada, sino una transacción social si —y se trata de un si en mayúsculas— la literatura es buena", escribió el novelista norteamericano Walker Percy. Si el libro es bueno —prosigue Percy—, aunque se esté leyendo sólo para uno, lo que ahí ocurre es un tipo muy especial de comunicación entre el lector y el escritor: esa comunicación nos descubre que lo más íntimo e inefable de nosotros mismos es parte de la experiencia humana universal.
Hace falta una peculiar sintonía entre autor y lector, pues un libro es siempre "un puente —ha escrito Amorós— entre el alma de un escritor y la sensibilidad de un lector". Por eso no tiene ningún sentido torturarse leyendo libros que no atraigan nuestra atención, ni obligarse a terminar un libro por el simple motivo de que lo hayamos comenzado. Resulta del todo contraproducente. Hay millares de libros buenísimos que no tendremos tiempo de llegar a leer en toda nuestra vida por muy prolongada que ésta sea.
Por eso recomiendo siempre dejar la lectura de un libro que a la página 30 no nos haya cautivado. Como escribió Oscar Wilde, "para conocer la cosecha y la calidad de un vino no es necesario beberse todo el barril. En media hora puede decidirse perfectamente si merece o no la pena un libro. En realidad hay de sobra con 10 minutos, si se tiene sensibilidad para la forma. ¿Quién estaría dispuesto a empaparse de un libro aburrido? Con probarlo es suficiente".
¿Qué libros leer? Aquellos que nos apetezcan por la razón que sea, desconfiando por supuesto de las listas de best-sellers: en esas listas están los libros nuevos más vendidos, pero se excluyen los clásicos, los libros "de toda la vida", que son realmente los más leídos y, en muchos casos, los realmente más vendidos. Un buen motivo para leer un libro concreto es que le haya gustado a alguien a quien apreciemos y nos lo haya recomendado. Otra buena razón es la de haber leído antes con gusto algún otro libro del mismo autor y haber percibido esa sintonía.
¿En qué orden leer? No hace falta ningún orden. Basta con tener los libros apilados en un montón o en una lista para irlos leyendo uno detrás de otro, de forma que no leamos más de dos o tres libros a la vez. Depende efectivamente del tiempo que cada uno disponga, pero hay que ir a todas partes con el libro que estemos leyendo para así poder aprovechar las esperas y los tiempos muertos. Me llaman la atención en los aviones —más en otros países que en el nuestro— las personas que siempre van leyendo y logran así hasta disfrutar con las penosas demoras en los aeropuertos.
Cada vez que cerramos un libro terminado —ha escrito Zanotti— le hemos ganado una batalla a la incomprension". En la inolvidable versión de François Truffaut de Fahrenheit 451 —la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde— hay una escena en la que los hombres-libro van recitando entre los árboles del bosque el libro que cada uno ha aprendido para transmitirlo a los demás y así poder crear espacios de libertad intelectual frente a la agobiante opresión de la televisión mural y el no pensamiento. A veces llego a pensar que la situación actual guarda cierto parecido con aquella pesadilla totalitaria y, por este motivo, me recuerdo a mi mismo que quienes disfrutamos leyendo debemos decírselo a los demás. Gracián dejó escrito que "nacemos para saber, y los libros con fidelidad nos hacen personas". De forma más breve, como recordaban en catalán las farolas de Barcelona, "más libros, más libres".