01/08/2024
Publicado en
El Mundo
Ana Marta González |
Catedrática de Filosofía
El salón literario francés del siglo XVIII constituía un entorno de trato social igualitario en el seno de una sociedad marcada por profundas desigualdades sociales y políticas. Supuesta la educación suficiente para mantener una conversación literaria, esas diferencias quedaban en suspenso mientras transcurría la velada, gracias al saber hacer de la anfitriona, que presidía la conversación. «En la conversación puramente social -escribía Simmel a principios del siglo XX- el objeto de la conversación ya no es más que el soporte imprescindible de los atractivos que despliega por sí mismo el vivo intercambio de la conversación (…) tan pronto como la discusión se ocupa de algo sustantivo, deja de ser sociable»[1].
Naturalmente, esa clase de sociabilidad pura, abstraída de los intereses y contenidos que son motivo de conflicto en el terreno de la vida práctica, representa una ficción. Sin embargo, esa ficción alimentó el ideal ilustrado de convivencia culta, que hoy echamos tanto en falta: en la “democracia” del salón se veía una representación simbólica de los valores éticos que debían realizarse en la vida pública.
Sin duda, la vida real del siglo XVIII estaba muy lejos de la igualdad artificialmente recreada en el salón literario. La enorme distancia entre el lujo sofisticado de la corte y las masas hambrientas de pan y de cultura, que operó como catalizador de la Revolución francesa, encuentra eco todavía hoy en la sofisticación autorreferencial de una élite intelectual y artística que ha convertido la cultura en un juego de espejos, del que queda excluida la mayor parte de la población.
La polémica desatada en torno a la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París constituye un caso ilustrativo. La representación de Le Festin des Dieux (Jan Harmensz van Bijlert, 1635), conservado en el Museo Magnin de Avignon, en el que los dioses del Olimpo, presididos por Apolo y acompañados por Baco, celebran las bodas de Tetis y Peleo, guarda suficiente “parecido” con la Última Cena de Leonardo, como para desatar la reacción de un público culto, familiarizado sobre todo con este último cuadro, que, comprensiblemente, se ha sentido herido en sus convicciones religiosas.
Parece improbable que los autores de la coreografía no anticiparan esta reacción. Es posible, sin embargo, que, poseídos por la lógica frecuentemente irónica y transgresora de muchas manifestaciones artísticas herederas de las vanguardias francesas, hayan pasado precipitadamente por alto las implicaciones de su conducta. Pues en el espacio público no se trata solamente de presentarse como más listo y sofisticado que el vecino, sino de respetarlo. Con mayor razón si, según ha declarado la Organización de los Juegos, con la escenificación de aquel cuadro se pretendía transmitir un mensaje socialmente inclusivo, en el que, más allá de toda diferencia, se subrayara la común humanidad. Si ese era el mensaje que se pretendía transmitir, me temo que el medio elegido no ha sido el más acertado, pues el supuesto espíritu inclusivo queda desmentido desde el momento en que deliberadamente no se evita lo que, con toda probabilidad, ofende a un público numeroso, y, en lugar de propiciar un genuino diálogo entre todos, pronuncia la separación.
La posibilidad de un diálogo social descansa en mediaciones y referencias culturales compartidas, de las que podemos servirnos para reforzar los vínculos sociales. Sería deseable que toda la ciudadanía participara y se manejara con igual soltura en el lenguaje del arte o la literatura, pero se trata de un deseo irreal. Por mucho que hagamos las instituciones educativas en este sentido, siempre habrá un grupo de privilegiados con acceso a recursos culturales que, a otros, siquiera por falta de tiempo, les están vedados. La sociedad, sin embargo, la construimos entre todos. El sibaritismo cultural que no respeta los sentimientos del otro es tan deletéreo para la vida social como la rigidez de quien, guiado tan solo por sus principios, no presta suficiente atención a las mediaciones culturales. Por razones muy distintas, los dos terminan haciendo de la cultura un campo de batalla, cuando por su propia naturaleza, debería ser el terreno del entendimiento.
[1] Simmel, G. Cuestiones fundamentales de sociología, Barcelona: Gedisa, 2002, p. 94-95.