23 de abril de 2013
Conferencias
DÍA DEL LIBRO. PATRIMONIO BIBLIOGRÁFICO
La ilustracion del libro en la imprenta navarra del siglo XVIII
D. Javier Itúrbide Díaz.
UNED. Pamplona
Cuando tan solo han transcurrido tres décadas desde la aparición de la imprenta en Maguncia, el Reino de Navarra recibe este revolucionario invento y lo hace a través del taller que Arnaldo Guillén de Brocar, en torno a 1490, instala en Pamplona. Aquí, hasta el final de siglo, cuando el tipógrafo traslada su imprenta a Logroño, ven la luz incunables con tipos góticos y ornamentados, a la manera de códices medievales, con tacos xilográficos, tal y como se comprueba, por ejemplo, en el Titulo virginal de Nuestra Señora en romance, del franciscano Alfonso de Fuentedueña, fechado en 1499.
Tras un paréntesis de casi medio siglo, recuperado el sosiego político y social tras la conquista de Castilla, en 1546 entra en funcionamiento una imprenta en Estella, promovida por Miguel de Eguía, yerno de Brocar y tipógrafo de enorme prestigio, que tras una fructífera estancia en Alcalá de Henares, regresa a su ciudad natal y, entre otros proyectos comerciales, pone en funcionamiento una imprenta que inmediatamente pasará a ser regentada por Adrián de Amberes, de la que salen libros concebidos según el más genuino estilo renacentista: con tipos romanos y ornamentación clasicista, como es el caso de Aurea expositio hymnorum, de Nebrija, que ve la luz en Estella en 1563.
En la centuria siguiente predomina el libro barroco que se afianza en las imprentas pamplonesas de Nicolás Asiain, Carlos Labayen, Martín Labayen, Martín Gregorio de Zabala o Juan Micón. La producción libraria casi se triplica en relación con la centuria precedente y junto a este incremento de títulos se advierte un descenso de la calidad en el aspecto material, con un papel cada vez más deleznable, en el formal, con textos abigarrados, en los tipos gastados y en los motivos ornamentales que salpican todos los espacios disponibles y que, en buena parte, proceden de las imprentas del siglo anterior. De esta producción mediocre, que está a tono con buena parte de las imprentas españolas, destacan contadas ediciones promovidas por órdenes religiosas y las impresiones del Reino, como la recopilación de leyes de Chavier (1686), que incluye un grabado a doble página con la coronación del rey de Navarra, o, mejor aún, el primer tomo de los Anales del Reino de Navarra (1684), de José Moret, que se abre con un frontispicio, netamente barroco, con el escudo del Reino flanqueado por san Francisco Javier y san Fermín, grabado en Madrid por Gregorio Fosman, un prestigioso profesional de origen flamenco, al que las autoridades navarras han recurrido para resolver con garantía este encargo institucional.
En el Siglo de las Luces la imprenta adquiere en Navarra un desarrollo singular; del único taller en funcionamiento existente en la segunda mitad del siglo XVI, se pasa a los tres que trabajan a finales del XVII y se llegará a seis abiertos en las tres últimas décadas del XVIII, que duplicarán con creces la producción de libros del siglo anterior. La demanda está promovida por los particulares, las instituciones civiles y religiosas y, de manera significativa, por los editores que ahora, confiados en las expectativas del mercado, emprenden ediciones ambiciosas que requieren una elevada inversión y que, para su viabilidad económica, exigen la comercialización fuera de las fronteras del Reino.
A lo largo de la centuria se advierte en el libro impreso el tránsito inexorable del barroco al neoclasicismo y, de esta manera, se pasa del libro con un texto compacto, en el que los márgenes se reducen al máximo y se emplean de forma indiscriminada los tacos ornamentales, a un libro más equilibrado y, en definitiva, legible, en el que los blancos tienen destacado protagonismo, los tipos son limpios y la ornamentación prácticamente se ha extinguido para ceder espacio al papel sin entintar.
El grabado xilográfico, cuya hegemonía se remonta al siglo XV y se prolonga hasta el XVIII, por su facilidad de empleo y mínimo coste, ahora comienza a retroceder en las imprentas pamplonesas frente al calcográfico, de mayor calidad y nitidez aunque de utilización más laboriosa y, por tanto, más cara. Las ediciones institucionales se abren con frontispicios majestuosos diseñados para la ocasión; unos pocos editores locales, como es el caso de Miguel Antonio Domech, activo entre 1740 y 1770, promueven ediciones para las que encargan ilustraciones ad hoc y, en contadas ocasiones, algunos editores privados, como es el caso del clérigo Antonio Elorza, con su Nobiliario de la Valdorba (1714), contratan un grabador para que ilustre su publicación.
El grabado calcográfico, que se afianza en las imprentas navarras del siglo XVIII, en los primeros momentos, por su novedad, corresponde a profesionales de fuera del Reino, primeramente franceses, como es el caso de Jaime Laval, que se desplaza, desde Tolosa hasta Barasoain, para a lo largo de dos años abrir un centenar de escudos que le ha encargado Antonio Elorza para su Nobiliario de la Valdorba (1714). Más adelante el trabajo se encomienda a grabadores aragoneses como el platero Juan de la Cruz, autor de de los frontispicios de la Novísima Recopilación de Elizondo (1731) y de los Anales del Reino de Navarra (1766), y al pintor, grabador y dorador José Lamarca, ilustrador de la segunda edición de los Anales del Reino de Navarra —destruida en 1759 por orden de las Cortes del Reino— y de la tercera edición, impresa por Pascual Ibáñez en 1766. La técnica del grabado calcográfico finalmente arraiga entre los navarros, en especial entre el gremio de plateros, tal y como sucede con Manuel Beramendi, que prepara 18 planchas para ilustrar De la diferencia entre lo temporal y eterno (1759), del jesuita Juan Eusebio Nieremberg, que edita con la mayor calidad el ilustrado y próspero baztanés, residente en Madrid, Pedro Fermín de Goyeneche.
Frontispicio de los Anales del Reino de Navarra (1766),
“delineado, grabado e inventado por D. Juan de la Cruz, pensionista de Su Majestad”.
Sin embargo, cuando se plantean ilustraciones excepcionales no se duda en recurrir a artistas de Madrid, Valencia y Zaragoza e, incluso, de fuera de España, de Holanda y Roma. Sobre este particular cabe reseñar la edición de las Actas sinceras nuevamente descubiertas de los santos Saturnino, Honesto y Fermín (1798), que promueve el Ayuntamiento de Pamplona y que, por su contenido, que celebra la antigüedad del cristianismo en la capital navarra, se desea ofrecer un libro con la máxima calidad. Para ello se descartan las imprentas locales y se hace el encargo a la más prestigiosa de la nación, como es la Imprenta Real, al tiempo que los grabados calcográficos se encomiendan al pintor de la corte Mariano Salvador Maella.
Finalmente, cabe subrayar el destacado vigor editorial registrado en el Reino de Navarra en el siglo XVIII, por encima de ciudades con similar población y presencia institucional. La producción impresa está habitualmente ornamentada, para lo que se recurre a los tacos xilográficos, y excepcionalmente se emplean grabados calcográficos, que exigen una mayor preparación técnica e inversión. Se constata la sintonía estética con el proceso de extinción del barroco y de arraigo de las corrientes clasicistas, que se hace evidente en las últimas décadas en el predominio de libros escasamente ornamentados y armoniosamente compuestos.