12 de febrero de 2014
Ciclo de conferencias
LA PAMPLONA CONVENTUAL
La ciudad conventual hispánica. Los monasterios, palacios de la fe
D. Cristóbal Belda Navarro.
Universidad de Murcia
Para el ciclo Pamplona conventual dos conferencias inauguraron las sesiones. La primera versó sobre la ciudad conventual española partiendo del modelo estructurado en torno a la exposición Moradas de grandeza para desarrollar un argumento esencial en la configuración de la ciudad tradicional española.
El motivo fundamental que articulaba la conferencia se basaba en la ficción de un viajero que recorría las principales ciudades de la corona y, en sus observaciones vertidas en el diario de viaje imaginario dejaba constancia de los rasgos observados y analizados en aquellos núcleos que recorría.
Su sorpresa venía determinada por un elemento común a la ciudad española. Tal era el predominio de una atmósfera religiosa visible en cada rincón y en cada silueta de los principales edificios urbanos. Ese carácter levítico tan sólidamente vinculado a la ciudad cautivaba su espíritu y despertaba su curiosidad. A partir del asombro producido por la forma con que la religión penetraba todos los sectores de la vida humana, trató el imaginario viajero de conocer las causas que originaron esa imago urbis tan característica.
En su crónica el viajero narró los motivos esenciales de la ciudad barroca, dominada por torres y campanarios y por ciudades ocultas abiertas a la ciudad, pero vedadas a todas las miradas. Pronto entendió los mecanismos que regularon tan excepcional urbanismo. Las fundaciones religiosas constituían el limes simbólico de un mundo desconocido trazado para acoger una vida en común dedicada a la oración y al silencio.
Topographia de la Villa de Madrid, Pedro Texeira, 1656
Aquellos espacios concebidos según los preceptos de cada regla monástica constituyeron una divina prisión en la que se vivía y se moría sin más consuelo que el brindado por el retiro voluntario del mundo. Las reglas y constituciones determinaron non sólo unos modos de vida diferentes sino que propusieron modelos constructivos acordes a sus ideales. La historia urbana de Occidente era en esencia la historia de unas formas de vida que, a partir de Trento, fomentó la conventualización de la ciudad en un proceso lento y secular que condicionó la forma de ver la ciudad.
La arquitectura religiosa se convirtió, pues, en un elemento esencial de ordenamiento urbanístico, ofreciendo dos formas de vida diferentes. Al interior, la dominada por los rasgos básicos de la vida conventual; al exterior, mediante el control paulatino de la vida urbana en sus rasgos esenciales: imagen de la ciudad, presencia en la calle y acción social. De esta forma, el viajero podía construir la geografía conventual y comprender el rango alcanzado por las ciudades que veían en sus espacios erigirse unos ejércitos de ángeles que constituían la alegría y consuelo de toda la villa.
El argumento de la segunda intervención (Los monasterios, palacios de la fe) continuaba la ficción del viajero. Comprendidos en sus rasgos esenciales los signos delatores de esa ciudad conventual, quería satisfacer su curiosidad penetrando en el interior de aquellas ocultas ciudades para conocer su peculiar existencia. Traspasado la simbólica frontera de los muros conventuales, el curioso aprendía a recorrer sus espacios de la mano de la regla conventual, verdadera guía de vida y conducta y espejo en el que se reflejaba la virtud de sus fundadores.
La regla y las constituciones monásticas reflejaron las intenciones de los fundadores. Tanto una como otras necesitaron una paulatina adaptación que afrontara problemas nuevos y desconocidos sin romper con el pasado y guardando fidelidad a los principios originarios. Mediante aquellos textos el viajero conoció la vida y las costumbres de aquellos recintos, valoró la fuerza normativa de sus principios y comprendió cómo en sus páginas quedaba escrita la historia de los edificios, la organización y distribución de espacios, la regulación de la vida interior, los elementos favorecedores de la fundación hasta la elección de un arquitecto que fuera bien instruido en arte.
No necesitó, por tanto, el viajero más guía que la ofrecida por la regla monástica y por las constituciones redactadas a lo largo del tiempo. Entendió el significado de las ceremonias, la naturaleza y configuración de los espacios compartidos (claustros, iglesias, salas capitulares, refectorio, bibliotecas…), de aquellos dedicados al retiro, a la oración y al silencio (celdas), la comunicación con el exterior (locutorios, puerta reglar), y los motivos por los que aquel mundo misteriosos y desconocido se rodeaba de altas tapias y espesas rejas sin portillo ni agujero por donde se pueda registrar cosa alguna ni de parte de afuera del monasterio ni de parte de adentro de él.
Locutorio del monasterio de la Encarnación de Ávila
Altas tapias y espesas rejas eran propias de monasterios y conventos
Aquel voluntario aislamiento produjo unas formas especiales de arquitectura que regulaba los movimientos cotidianos, las recreaciones y la sencilla comunicación con el exterior hasta comprender cómo los principios inspiradores de la arquitectura conventual no se basaron en normas estéticas sino en valores intangibles e inmateriales. Hasta convertir al monasterio en una escritura visible que enseñaba al visitante los fundamentos de la regla y de la doctrina como ejes vertebradores de una formas de vida determinadas por la pobreza, la castidad, la soledad, el aislamiento y la inviolabilidad de la clausura hasta alcanzar la condición de comunidad autosuficiente. De esa forma, el viajero entendió las razones por las que un monasterio creció con unas dimensiones determinadas, con un número de habitantes adecuado y con unas necesidades e autoabastecimiento satisfechas por los huertos y jardines que les rodeaban. En suma, también entendió por qué en un monasterio, la iglesia y la biblioteca constituyeron las unidades básicas de su organización interior. La oración, al cultura, la creación artística y literaria iban también unidas a la vida conventual.