29 de agosto
Ciclo de conferencias
ESTELLA ES ARTE-LIZARRA ARTEA DA
De áureo color. Las artes del Barroco en las Clarisas
D. Ricardo Fernández Gracia
Cátedra de Patrimonio y Arte navarro
El papel del color en el arte siempre ha sido de especial significación, a fortiori en el periodo del Barroco, cuando por medio de él, de la luz, el ornato o el movimiento se trató de cautivar a los fieles en los espacios sagrados, creando unos verdaderos cielos en la tierra y a la vez un theatrum sacrum, unos espacios alucinantes, propios del Barroco, en el contexto de una cultura y un arte que quiere cautivar a través de los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto. El color se hizo dueño de las superficies de las naves a través de ricas colgaduras o tapices, de las cabeceras y testeros de las capillas mediante enormes retablos que a modo de un gran cortinaje cubrieron todas sus superficies. Los marcos de las pinturas se enriquecieron tanto en las labores de talla, como en sus decoraciones polícromas, los vasos sagrados incorporaron en muchos casos la técnica de la plata sobredorada con pedrerías de colores e incluso joyas y brillantes y los ornamentos litúrgicos lucieron en sus superficies ricos y animados diseños ejecutados con una delicada técnica de lo que podemos denominar como de acu pictae.
Toda aquella sinfonía cromática aún destacaba más y conmovía más a quienes contemplaban aquellos conjuntos porque el oro, en los retablos, en los marcos de las pinturas, aplicado sobre la plata o en forma de hilo en los bordados, proporcionaba a las piezas y a los conjuntos una especial riqueza, brillo y misterio, siempre evocando a la divinidad.
El ejemplo de las clarisas de Estella es uno más de los muchos que construidos o no en el siglo XVII, barroquizaron su espacio interior en aras a conseguir aquellos auténticos caelum in terris. En comparación con los exteriores de su iglesia y con las arquerías de su enorme claustro, el mayor de una clausura femenina en tierras navarras, realizados con el humilde y monócromo ladrillo, los interiores de su iglesia y de algunos espacios del conjunto conventual, como los coros alto y bajo, resultaban de una notoria opulencia, ostentación y suntuosidad.
El patrimonio histórico-artístico de las clarisas pone de manifiesto el gusto por el color y el dorado durante los siglos del Barroco
Desgraciadamente no se han conservado las colgaduras con las que en las solemnidades se cubría todo el interior de la nave y crucero. Al igual que en otros conventos de referencia en el ámbito hispano, como el de las concepcionistas de Ágreda, las monjas estellesas se hicieron con telas ricas, posiblemente de origen granadino, en donde se encontraban destacadísimas manufacturas que trabajaban el lino con los hilos de seda generalmente de color rojo. Todo el conjunto textil de damasco de seda roja, que había llegado al convento en 1706, se enajenó en 1922 y según descripciones de este último año constaban de 564 metros con una anchura de 56 cms.
Los retablos constituyen un destacado conjunto en Tierra Estella. El mayor fue ejecutado por el maestro del taller de Pamplona Juan Barón de Guerendiáin (†1694) y los colaterales por el escultor afincado en Estella Vicente López Frías (†1703). No es ninguna casualidad que para el primero se solicitase a artista de la capital navarra, en un momento en que en la ciudad del Ega no había grandes maestros, algo que a fines de siglo y cara a la centuria siguiente ya no ocurría con la aparición de destacados retablistas como Vicente López Frías y sobre todo la figura de mayor proyección, Juan Ángel Nagusia. Lo mismo ocurrió con los doradores de ambos proyectos -Juan Andrés de Armendáriz, Diego de Astiz y Francisco de Arteta-, e incluso para la escultura propiamente dicha que en el mayor es obra del escultor de Madrid Juan Ruiz, establecido en Pamplona en aquellos momentos.
En cuanto a condicionado, precios, plazos, materiales, descripción y análisis nos remitimos a los estudios ya publicados (artículo en la Revista Príncipe de Viana, núm. 190, (1990) y la monografía El retablo barroco en Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2003). Mencionaremos aquí algunas valoraciones sobre la pieza, como el ser una de las primeras en que se exigió que habría de cubrir todo el testero de la cabecera del presbiterio en aras a configurar un gran escenario para la liturgia y celebraciones. Asimismo, la utilización de unas delicadas salomónicas revestidas con parras, una traza con la calle mayor retranqueada para buscar el movimiento, la existencia de tramoyas en el sagrario primitivo y la fina decoración de cartelas son datos que adscriben al retablo a la tendencia realmente de barroquismo imperante. Algo que cambió muy pronto fue la ubicación en el primer cuerpo del retablo de la escultura de la Inmaculada, hoy en uno de los colaterales, que tenía todo su sentido en un templo de la rama femenina de los franciscanos, abanderados del culto en torno a la Purísima Concepción. Esta última escultura se barroquizó en 1704 con adición de varios postizos, de lo que se ocupó Martín de Tovar y Asensio, residente en aquellos momentos en Corella.
Los bultos del retablo, las mártires Catalina y Bárbara con culto en la ciudad y el convento desde la Edad Media, la titular algo retocada en el siglo XVIII y los santos Francisco y Antonio, son realmente algo rígidos pero de correcta ejecución y en la tendencia realista inaugurada en la escultura hispana desde décadas atrás
La adición de los colaterales veinte años más tarde vino a completar aquel escenario de la cabecera del templo coloreada y singularmente dorada. De ese modo el conjunto de retablos, iluminados por la luz mortecina de las velas, refulgían como una brasa en la penumbra de los templos, insinuándose a la vista del público como una aparición celestial. Además, con la vibración de sus formas, lo tupido de su decoración y la multiplicidad de sus imágenes confería al templo, de muros rígidos, inertes y cortados en ángulos rectos, una sensación de movilidad y expansión del espacio del que estructuralmente carecían. Los retablos provocaban de ese modo un ilusionismo muy característico del Barroco, en que la dicotomía entre fondo y figura, entre superficie y realidad quedaba sólo engañosamente resuelta.
Retablo mayor, de Juan Barón, 1678
Retablos colaterales de Vicente López Frías, 1698
Las pinturas se localizaban singularmente en el coro bajo y el coro alto, con piezas tan excepcionales como la Trinidad trifacial, enviada al convento por el indiano de Puente la Reina don Miguel Francisco Gambarte, que se mostró pródigo en la dotación de la capilla de la Virgen de las Nieves en la parroquial de San Pedro de su localidad natal. Gambarte tenía una sobrina clarisa en Estella que tomó el hábito en 1750 y profesó en 1751 y por esa razón envió el lienzo y otras piezas, como un rico copón de plata sobredorada.
Coro bajo
Otros lienzos destacados son el de gran tamaño de Santo Domingo en Soriano, o el de San Nicolás enmarcado en el ático del retablo del coro bajo y que posee el más rico marco dorado de todo el patrimonio conventual. No faltan iconografías ligadas a los santos de la orden y a la Inmaculada, todas las esculturas con preciosistas policromías y con rico colorido los lienzos.
Entre las piezas textiles en donde el oro, la plata y los hilos de color se combinan magistralmente destaca el gran terno que se conserva completo, incluido un gran palio y frontal. Su confección se contrató en 1762 por 1.700 pesos con el bordador residente en Zaragoza José Gualba, haciéndose constar que debía ser como el de las benedictinas de Estella. La suma tan elevada que supera en 700 pesos al encargado para la catedral de Pamplona pocos años antes, se debe a que tendría mayor número de piezas: casulla, dalmáticas, capa, paño de atril, frontal grande para el altar mayor, frontales para los colaterales, humeral, paño de púlpito y palio, lo que hace del conjunto algo realmente excepcional.
Frontal de altar con las armas de la monarquía hispánica
José Gualba, Zarazgoza, 1762