17 de octubre
Ciclo de conferencias
PAMPLONA EN SU CONTEXTO
El Palacio episcopal de Pamplona
Pilar Andueza
Universidad de La Rioja
No cabe duda de que en la historia de la ciudad de Pamplona hubo periodos e hitos que marcaron su devenir urbanístico desde que Pompeyo la fundara en el año 74 a. C. El Camino de Santiago, el nacimiento del burgo de San Cernin o la población de San Nicolás, la guerra de la Navarrería o el Privilegio de la Unión en 1423, tuvieron su reflejo en la conformación de sus espacios urbanos y edificios medievales, como lo tuvo también, y de manera trascendental, la conquista de Navarra que se tradujo en la conversión de la capital navarra en una plaza fuerte con un sistema defensivo en constante evolución a lo largo de la Edad Moderna. A estos momentos clave para la capital navarra debemos unir también el siglo XVIII, una centuria vital en la que se desplegó la renovación urbanística y monumental de la ciudad. Se concretó a través de la configuración definitiva de algunos de sus enclaves más relevantes, como la plaza del Castillo, la renovación de su caserío, la construcción de las capillas de San Fermín y la Virgen del Camino y, sobre todo, la aparición de una arquitectura doméstica barroca destacada, muy escasa hasta entonces, levantada por una serie de familias como imagen de su linaje y proyección del poder alcanzado. A estos magnos edificios se unió además la arquitectura oficial y representativa, cuyos máximos exponentes fueron la nueva Casa consistorial y el nuevo Palacio episcopal. Todo este proceso de transformación se completó con la dotación de infraestructuras urbanas, bajo postulados ilustrados, desarrolladas en las últimas décadas de la centuria.
En la parte más alta de la Navarrería, hacia 1189 Sancho VI levantó el Palacio real de San Pedro, edificio que su hijo Sancho el Fuerte cedió en 1198 al obispo García Fernández. A partir de entonces se abrió un largo periodo que perduró hasta el siglo XVI en el que el inmueble fue cedido desde la mitra a la corona y viceversa en varias ocasiones, propiciando numerosas pugnas, enfrentamientos y pleitos por el uso y propiedad del palacio. Tras la conquista de Navarra se convirtió en residencia de los virreyes, como lo atestigua la presencia del marqués de Cañete en 1539. Todavía en 1590 el obispo Rojas y Sandoval exigió su devolución de manos de Felipe II (IV de Navarra). De nada sirvió. El enfrentamiento finalizó definitivamente en 1598 cuando el virrey Martín de Córdoba reformó la portada del edificio con una estética purista colocando un escudo imperial de Carlos V traído desde el arruinado castillo de la ciudad. Prácticamente de manera paralela, los obispos de Pamplona pasaron a residir, en régimen de alquiler, en la Casa del Condestable de Navarra, levantada a mediados del siglo XVI por Luis de Beaumont, conde de Lerín, en la esquina entre la calle Mayor y la calle Jarauta. En ella permanecieron los prelados desde 1590 hasta 1740.
Llegado el Siglo de las Luces, la ausencia de una residencia estable para los obispos, junto con el hecho de vivir en “casa prestada y ajena”, así como en “mala e incómoda habitación”, lejos de la seo, parecían motivos suficientes para iniciar la construcción de un palacio episcopal. No obstante, fue un mandato de Roma el que se siguió para dar inicio la construcción. En efecto, la bula de 28 de marzo de 1729 de Benedito XIII en la que nombraba obispo a Melchor Ángel Gutiérrez Vallejo, le obligaba a erigir una residencia digna para los obispos de Pamplona que habría de acoger, además, el tribunal, la cárcel y el archivo eclesiásticos. No obstante, había un escollo importante como era la financiación del edificio, estimada inicialmente en 22.000 ducados, cantidad que finalmente sería ampliamente superada al alcanzar los 37.000. Para solventar el problema, el 1 de septiembre de 1731 Gutiérrez Vallejo firmó una concordia con el clero navarro y el cabildo de la catedral de Pamplona en la que el obispo obtuvo el compromiso de las otras partes de recibir para las obras 14.000 pesos, dinero al que se unirían además, al margen de este acuerdo, otras cantidades procedentes de las parroquias de Pamplona, Fuenterrabía, San Sebastián y la Valdonsella. El nuevo palacio, que habría de situarse frente al convento de la Merced, cerrando la huerta de la seo, se conectaría con la catedral a través de una galería de arcos y pilares paralelo a la muralla, cuyo uso, en relación con el protocolo y la etiqueta, quedó determinado en el mencionado documento.
De este modo, el 4 de octubre de 1734 se inició la construcción. El fallecimiento del obispo en diciembre, cuando ya se habían realizado los cimientos, paralizó la empresa, que no volvió a retomarse hasta el año 1736 con la llegada del nuevo obispo, Francisco Ignacio Añoa y Busto, que pasó a residir en el inmueble en 1740. En las obras, de las que se ha conservado escasa documentación, se ha constatado la participación del cantero Miguel de Barreneche y de Juan Miguel de Goyeneta, si bien desconocemos la autoría de las trazas.
Palacio episcopal de Pamplona, 1734-1740.
El edificio conforma una gran mole edilicia cúbica, prácticamente exenta, articulada por un sencillo patio interior. Presenta tres fachadas exteriores y una cuarta, más sencilla, abierta hacia la huerta de la catedral. Consta de cuatro niveles, los dos inferiores levantados en piedra de sillería y los superiores en ladrillo, siguiendo la tónica propia de la Zona Media de Navarra. Se remata con un ático recorrido por una galería de arquillos de medio punto propio del valle medio del Ebro. Dos de las fachadas ofrecen sendas portadas retablo similares. Articuladas por columnas dóricas sobre pedestales, se trata de portadas adinteladas recorridas por un grueso bocelón mixtilíneo en torno al que se sitúan los símbolos episcopales: mitra, báculo y pectoral bajo capelo con sus borlas. Se rematan con una hornacina coronada por frontón semicircular que aloja las esculturas de San Fermín y de San Saturnino. Se completa el conjunto con aletones vegetales y jarrones.
Palacio episcopal. Portada.
En su interior cabe destacar por un lado su escalera, que sigue una variante de escalera imperial y ofrece interesantes e incluso desconcertantes juegos de perspectivas, propias del gusto por la escenografía y la teatralidad barrocas, y por otro el oratorio, que fue construido por el obispo Gaspar Miranda y Argaiz en 1747. Está presidido por un retablo de estética rococó que salió de las gubias de José Pérez de Eulate y fue dorado por Pedro Antonio de Rada. Alberga los bultos de San Fermín, flanqueado por san Francisco Javier y san Ignacio de Loyola. Se remata con un lienzo oval de la Virgen del Sagrario de Toledo, devoción personal del prelado que llegó a Pamplona desde la sede primada donde fue doctoral.