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7 de octubre

Visita

Tras las huellas de Ignacio: iconografía ignaciana en la catedral de Pamplona

Alejandro Aranda Ruiz
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Las representaciones que la catedral de Pamplona alberga de santos de la Compañía de Jesús no son muy numerosas, reduciéndose prácticamente todas a san Francisco Javier. Esto no debe extrañarnos, dada la especialísima vinculación del santo con Navarra en general y con la catedral en particular, al ser natural de la tierra, patrón del reino con san Fermín desde 1657 y canónigo electo de la seo pamplonesa desde 1536.

No sorprende por tanto que las representaciones de san Ignacio se reduzcan a cuatro, de las cuales solamente una fue realizada por y para la catedral, procediendo las otras tres del antiguo Colegio de la Anunciada de Pamplona, de donde llegarían tras la expulsión de los jesuitas en 1767. Ello obliga a comenzar el recorrido haciendo una pequeña referencia al que sería el promotor o destinatario final de la mayor parte de las representaciones de san Ignacio conservadas en la catedral: los jesuitas y su Colegio de Pamplona.

 

El Colegio de la Anunciada de Pamplona

La llegada y establecimiento de los jesuitas en Pamplona es bien conocida, así como las dificultades que atravesaron los religiosos por la oposición de cierta parte de las élites de la capital encabezadas por el Ayuntamiento, que veía con recelo la llegada de una nueva orden que podía hacer sombra a las escuelas que el consistorio regentaba. Sin embargo, el apoyo del virrey marqués de Almazán, del obispo de Pamplona y de la condesa de Lerín, así como de la mismísima santa Teresa, terminaron por facilitar el establecimiento definitivo de los jesuitas en Pamplona, erigiéndose oficialmente la fundación en 1580. Para ello, el militar Juan Piñeiro de Elío, señor de Eriete e Ipasate, donó a los jesuitas una casa con su huerta y una renta anual de 500 ducados. En 1598, el Ayuntamiento entregó sus escuelas a los jesuitas, comprometiéndose a construir un edificio anexo a las viviendas de los padres. De este modo, en este lugar los jesuitas acabarían levantando un magnífico Colegio con su iglesia articulado todo en torno a un patio central. El Colegio de la Anunciada dio nombre a la calle, la calle Compañía. Tras la expulsión en 1767, el edificio pasó a ser seminario episcopal, cuartel, almacén municipal, sede de la iglesia de Jesús y de María y de la parroquia de San Juan de la catedral. En la actualidad es albergue de peregrinos y sede de la Escuela Oficial de Idiomas.

Entre 1580 y 1767, el Colegio de la Anunciada se convirtió en un auténtico faro de cultura desde el cual la Compañía de Jesús irradió infinidad de aportaciones a la sociedad de su época, entre ellas la enseñanza de la juventud pamplonesa y navarra durante siglo y medio, la formación de la que hasta el siglo XIX fue la historia oficial de Navarra con los anales del reino de Navarra escritos por los padres jesuitas Moret y Alesón, la enseñanza del catecismo o compendio de la doctrina cristiana con la redacción de multitud de versiones en castellano y euskera y la predicación en forma de misiones, la introducción y fomento de devociones como la Eucaristía, la Inmaculada Concepción, san Francisco Javier y san Ignacio de Loyola o el Corazón de Jesús, y la promoción de los numerosos bienes culturales que atesoraba el Colegio y su iglesia en forma de pinturas, esculturas, retablos y artes suntuarias.

Textos y grabados: las fuentes de la iconografía ignaciana

Antes de emprender nuestro paseo en busca de las huellas de san Ignacio, se hace necesario hacer una breve referencia a las principales fuentes que sirvieron para construir su imagen. Nada más producida su muerte en 1556, la Compañía mostró un gran interés por llevar a cabo la redacción de un texto sobre la vida del santo y por crear una imagen oficial. Con ello se pretendía guardar no solo memoria de la historia de la Compañía y de su fundador, sino también promocionar su canonización y difundir la devoción, lo cual contribuía al prestigio y gloria de la congregación. No solo era una cuestión religiosa, sino también de propaganda y legitimación, máxime en un contexto de florecimiento de tantas órdenes religiosas.

En lo que respecta a los textos, uno de los más importantes fue, sin duda, la vida de san Ignacio escrita por Pedro de Ribadeneyra en 1566 por encargo del tercer general de la Compañía, san Francisco de Borja. En 1572 vio la luz la primera edición latina, publicándose la primera edición en castellano en 1583.

Sin embargo, en una sociedad que mayoritariamente no sabía leer, el impacto de estos textos en la difusión de la vida y figura de san Ignacio sería limitado. Se hacía preciso, pues, contar con imágenes. Esto trajo consigo la necesidad de crear una iconografía, es decir, una imagen cuyas características permitiesen identificarla. Tradicionalmente esto se hacía por medio de los atributos tomados de la vida del santo, como su martirio: san Lorenzo la parrilla (donde fue asado), santa Bárbara la torre (donde fue encerrada), santa Águeda los pechos (que le fueron cortados), san Andrés la cruz en aspa (donde fue martirizado). Como veremos, a san Ignacio también se le crearán atributos: el vestido de sotana y el manteo o el de ornamentos sacerdotales, el sol eucarístico, el libro de las constituciones, la bandera o los arreos militares.

La peculiaridad respecto a otros santos será que, además de atributos, la Compañía se preocupará de que las representaciones de san Ignacio sean lo más veraces posibles. Es lo que se conoce como vera effigies o verdadera imagen, que las representaciones de san Ignacio no sean en abstracto, sino que reproduzcan las características físicas reales del personaje, especialmente en el rostro. Dicha imagen se creó a partir de la mascarilla mortuoria que se sacó a la muerte del fundador y de la que se hicieron varias copias en yeso. El rostro obtenido aquí fue luego copiado en retratos como el que hizo Jacopino del Conte en 1556 –año de la muerte del santo– y Alonso Sánchez Coello en 1585. Estos retratos luego serían reproducidos en grabados y difundidos por todo el mundo.

Junto al retrato, los episodios de la vida de san Ignacio, recogidos entre otros por Ribadeneyra, también comenzaron a traducirse en imágenes que eran reproducidas, multiplicadas y difundidas gracias a la técnica del grabado. Una de las ediciones más importantes fue la serie de grabados dibujada por Rubens y llevada a cabo por el grabador Jean Baptiste Barbé, siendo publicada la primera edición en Roma en 1609 con ocasión de la beatificación del santo. A los grabados de Rubens y Barbé se sumaron infinidad de grabados producidos por otros artistas, fundamentalmente flamencos.

Las obras custodiadas en la catedral

Escultura de san Ignacio de Loyola, ca. 1620

Realizada en madera dorada y policromada, hace pareja con otra de san Francisco Javier, de idéntico tamaño y similares características formales. Esta segunda escultura del patrón de Navarra fue puesta en relación por Fernández Gracia con los 500 ducados que en 1620 entregó el arcediano de la Cámara de la catedral, don Juan Cruzat, al rector del Colegio de Pamplona para una escultura de san Francisco Javier, beatificado el año anterior. Es muy posible que la respetable cantidad de 500 ducados se destinase finalmente no a una sino a dos esculturas. El encargo se hizo en Valladolid, centro artístico de primer orden en aquel tiempo, especialmente en el ámbito de la escultura, del que el Colegio solía importar obras. Las esculturas están en relación con el estilo de Gregorio Fernández, uno de los mejores escultores de la Castilla de principios del XVII, y desde el punto de vista estilístico se sitúan en la transición entre el romanismo de finales del XVI y el naturalismo que despertará en estos años del XVII. Es una escultura de grandes y rotundos volúmenes. Como era habitual, la cabeza parece tallada aparte y encajada en el cuerpo. También destaca por su rica policromía, especialmente en la orla de oro con decoración a punta de pincel que vemos en la orla del manteo y en el bajo, mangas y cuello de la sotana. La escultura se complementa con una diadema de plata.

En lo que respecta a la iconografía, el santo viste con una sotana recogida con una especie de ceñidor o fajín estrecho y corto y lleva sobre los hombros un manteo de amplios vuelos. El otrora militar aparece de pie, con la cabeza hacia atrás mirando al cielo. El rostro participa de las características de la llamada vera effigies representando a Ignacio en edad madura, calvo y con barba. Incorpora dos de los principales atributos que suelen acompañar sus representaciones iconográficas desde los primeros tiempos: el sol eucarístico y el libro de las constituciones de la Compañía de Jesús. De los dos, el más importante es el sol eucarístico, pues no solo es atributo de san Ignacio, sino el emblema y símbolo de la congregación por él fundada. Así vemos el anagrama del nombre de Jesús formado por las tres primeras letras de su nombre en griego traducidas a alfabeto latino (IHS) surmontadas por una cruz y acompañadas en su parte inferior por los tres clavos de la Pasión. Estos elementos se inscriben en un círculo rodeado de rayos rectos y flameantes dando lugar a una custodia como las empleadas para exponer la Sagrada Forma.

Los motivos de hacerse acompañar de este atributo son dos: el primero porque en la biografía que san Ignacio dictó en vida a petición de algunos de sus colaboradores cercanos, el cronista dice que el santo fundador solía ver a Dios en forma de sol, especialmente cuando tenía que tomar alguna decisión; y el segundo porque simboliza la presencia real de Cristo en la Eucaristía reafirmada por el Concilio de Trento después de que Lutero y el protestantismo la cuestionasen. Los jesuitas, considerados como los soldados de la Iglesia, se erigieron ante los protestantes en los principales defensores de la doctrina católica de la que parte fundamental es la teología relacionada con la misa y la presencia real. San Ignacio se eleva con este atributo en un símbolo de la labor de la Compañía como buque insignia de la Reforma Católica. Asimismo, subraya el papel de Dios como inspirador de la obra de san Ignacio y de los jesuitas.

Escultura de san Ignacio, ca. 1712-1713

Realizada en madera dorada y policromada, la escultura destaca precisamente por su rica policromía que, frente a la anterior imagen, aquí invade la totalidad de la sotana y manteo con elementos vegetales, roleos y el emblema de la Compañía. Desde el punto de vista iconográfico nos encontramos ante una imagen prácticamente idéntica a la anterior. El santo, erguido, con una rodilla ligeramente flexionada, vestido de sotana y manteo, sosteniendo con una mano un sol eucarístico hoy desaparecido y con la otra el libro de las constituciones. El rostro se ajusta a las características de la vera effigies.

La particularidad de esta obra es que es la única de las representaciones que vamos a ver de san Ignacio realizada por y para la catedral. Concretamente fue esculpida junto al retablo para el que iba destinada: el de Santa Águeda o Santa Bárbara. Su autor, Fermín de Larraínzar, se hizo cargo de este retablo por encargo del Cabildo Catedral entre 1712-1713, siendo dorado y policromado por Pedro de Ecay en 1714.

Frente a la anterior escultura, aquí san Ignacio puede leerse en relación a los demás santos y beatos colocados en el retablo. De hecho, este retablo es un compendio de la doctrina definida por el Concilio de Trento e impulsada por la Contrarreforma frente a la herejía protestante. En el primer cuerpo san Ignacio se sitúa junto a san Felipe Neri, santo con el que fue canonizado en la misma ceremonia en 1622. Los dos flanquean el llamado Cristo de los Capellanes, romanista del XVII. En el segundo cuerpo se identifican en el centro la titular santa Águeda, cuya devoción y popularidad tenía raíces medievales. Sin embargo, la mártir se encuentra flanqueada por santos que encarnan los valores de la Contrarreforma: un san Carlos Borromeo que por su comportamiento heroico en la peste de Milán era puesto de ejemplo de cómo las obras son necesarias para salvarse y no la fe por sí sola, como sostenían los protestantes, y san Francisco de Sales, fundador de la Orden de la Visitación e impulsor de una espiritualidad más accesible a los fieles. En el ático vemos también flanqueando a otra devoción medieval, santa Bárbara, a dos santos muy propios de la devoción contrarreformista: san Pedro de Alcántara y santa Rita de Casia, que en el momento de la realización del retablo tenía la categoría de beata. En los extremos se sitúan san Miguel y el Ángel de la Guarda.

Santos y beatos jesuitas con la Trinidad y la Inmaculada Concepción, segundo cuarto del siglo XVII

Como en el retablo que acabamos de dejar atrás, vemos a san Ignacio acompañado de otros santos, pero esta vez de su propia orden. El lienzo pertenece a la escuela flamenca del segundo cuarto del siglo XVII, estando firmado por un pintor de nombre Vannyck. Su autor reprodujo en pintura varios grabados, entre ellos el que ilustraba la portada de Elegiae, escrita por el jesuita provincial de Tolosa Arnaldi Bohyraei (1618).

De este modo, el centro de la pintura se reserva para la representación de la Trinidad: Dios Padre con la paloma del Espíritu Santo en la parte superior y Cristo Crucificado en medio ocupando la mayor parte de la composición y rodeado de la leyenda tomada del Evangelio de san Juan: EGO SVM VITIS, VOS PALMITES. Cabe mencionar la particularidad de que la cruz no está hecha en forma de leño o de árbol, sino en forma ramas de vid de las que penden racimos de uva. Asimismo, el Crucificado se acompaña del anagrama del IHS, enramado con vides, y de un cáliz con un racimo de uvas.

Por su parte, en las cuatro esquinas se localizan en sendos medallones cuatro santos y beatos de la Compañía: san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y los entonces beatos Luis Gonzaga y Estanislao de Kostka, portando estos tres últimos ramas de azucenas en alusión a su virginidad. Por la virtud de la castidad, san Luis es coronado por un ángel y san Estanislao recibe la comunión de manos de otro ser angélico, según narra un capítulo de su vida; finalmente, en el centro de la parte inferior, la Inmaculada Concepción, vestida de rojo en alusión a la encarnación y de azul en alusión a reina del cielo y acompañada de la luna a sus pies, según se describe en el Apocalipsis.

Es evidente que la obra se inspira en las representaciones de santos jesuitas adorando el nombre de Jesús en forma de anagrama o en forma de Niño Jesús. Sin embargo, en este caso tanto la composición como el mensaje son más profundos, pudiéndose considerar un desarrollo de la adoración del nombre de Jesús cuyo anagrama aparece en el centro. Frente a otras representaciones, la cruz que remata la letra H adquiere aquí proporciones gigantescas, convirtiéndose en un auténtico Cristo crucificado que, acompañado del Padre y del Espíritu Santo, se transforma en la Santísima Trinidad. Pero, además, Cristo aparece crucificado en una vid, rodeado de ramas, hojas de parra y racimos, y acompañado de un cáliz y de la leyenda de Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos. En consecuencia, los cuatro santos jesuitas no están adorando a la Trinidad sin más, sino a Cristo realmente presente en la Eucaristía. El cuadro manda al espectador un claro mensaje de la doctrina católica de la presencia real y del carácter sacrificial de la misa, como re-actualización y re-presentanción del sacrificio de la Cruz.

Junto a la teología de la Eucaristía, la Inmaculada Concepción fue una de las grandes discrepancias entre católicos y protestantes, que negaban la creencia de que María fuese concebida libre del pecado original. Teniendo en cuenta que los jesuitas fueron, con los franciscanos, los grandes defensores y propagadores de este misterio de fe, vemos la presencia de la Inmaculada como una reivindicación de la Concepción limpia de María y de su papel en la obra de la salvación.

Visión de la Storta, siglo XVII

Nos encontramos ante la última obra ignaciana del recorrido con la particularidad de representar a Ignacio en el contexto de uno de los episodios de su vida. La composición y concepción de este cuadro son típicamente barrocas, dándose cita en un mismo espacio dos realidades aparentemente contradictorias, una celestial y otra terrena. Así, a la derecha del cuadro vemos a san Ignacio de rodillas. Lo identificamos por su rostro y su vestimenta. El arco del fondo, con dos personajes, nos permite suponer que san Ignacio se encuentra en el interior de un edificio. La oscuridad del interior en el que se encuentra el santo guipuzcoano contrasta con la luminosidad del espacio celeste que ocupa la parte izquierda y superior del cuadro y en el que reconocemos, en primer lugar, a la izquierda, a Cristo de pie, con la cruz al hombro, mirando a san Ignacio, con quien parece conversar. Sobre él, ente nubes y cabezas de ángeles, se encuentra la primera persona de la Trinidad, Dios Padre, caracterizado como un anciano y portando la bola del mundo, señal de su imperio universal. El Padre Eterno dirige su mirada a Cristo mientras señala a Ignacio con la mano.

Pues bien, este lienzo representa uno de los episodios de la vida de san Ignacio, concretamente aquel en el que el santo camino de Roma en 1537, al entrar en una iglesia tuvo una visión de Cristo quien, con la cruz a cuestas y en compañía de Dios Padre, prometió al santo serle propicio en Roma: Ego sum Romae propitius ero. El cuadro reproduce de manera bastante literal el texto en el que Ribadeneyra narra el episodio. Ignacio se encuentra solo en una iglesia, esperándole en el exterior dos personas que identificamos con los padres Pedro Fabro y Diego Lainez. Se le aparece Cristo con la cruz a cuestas y, como dice el texto, Dios Padre se vuelve a Jesús y señala a Ignacio reproduciendo con el gesto de la mano lo que dice el texto de que “le encomendaba a él y a sus compañeros y los entregaba a su poderosa diestra”.

Para la realización de este cuadro el artista que lo pintó en el siglo XVII y cuyo nombre desconocemos, más que en el texto de Ribadeneyra se debió de inspirar en algún o algunos grabados, que copió en mayor o menor grado, igual que hemos visto en el caso del cuadro anterior. Así, por ejemplo, la imagen de Dios Padre parece copiada de un grabado del mismo asunto de Cornellis Galle (1610). Asimismo, la disposición de Cristo indica la posible procedencia vallisoletana de este lienzo. Y es que a Cristo no se le representa como aparece en los grabados que reproducen la escena de la Storta, con la cruz a cuestas o sentado en una suerte de trono de nubes. Cristo aparece de pie con la cruz apoyada al hombro, exactamente igual a como lo hace en el relieve que representa esta misma escena y que Gregorio Fernández esculpió para el retablo de san Ignacio de la Real Iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid.