31 de mayo
Conferencia
Un viaje de ida y vuelta entre museos e iglesias
Justin Kroesen
Universidad de Bergen (Noruega)
El estudio del arte medieval necesariamente se mueve entre museos e iglesias, que son los dos marcos donde hoy encontramos la gran mayoría de las obras. La relación entre estas dos canteras históricas es fascinante, ya que por un lado son muy diferentes y por otro son paralelos. Por avatares de la historia, muchas piezas han salido de su contexto original y han entrado en los museos, donde hoy las contemplamos como obras de arte. Pero esta es solo la última etapa en sus largas biografías. Para comprender el arte medieval tenemos que volver al contexto donde se integraba el 99 % de las obras que nos han llegado: a la iglesia. Es allí donde las obras encontraban su sentido y significado, en el marco funcional de liturgia y devoción.
En el Museo Schnütgen de Colonia (Alemania) coinciden los dos principales marcos del arte medieval. Se trata de una iglesia románica convertida en museo de arte medieval. Foto: Justin Kroesen.
Las iglesias siempre han sido espacios públicos, comunes, que estaban abiertos y accesibles para toda la comunidad, porque pertenecían a esa misma comunidad; eran su espacio común. En la iglesia entraban todos– hombres y mujeres, viejos y jóvenes, ricos y pobres–, al contrario de lo que ocurría, por ejemplo, en castillos y palacios. Para la mayor parte de la gente en la Edad Media, la iglesia local sería sin duda el edificio más grande, mejor construido y más decorado al que accederían en su vida. Fue en la iglesia donde la sociedad celebraba sus eventos centrales, los ‘momentos bisagra’ de la vida, como los bautismos, los matrimonios y los funerales. Por eso, podemos decir que en la iglesia medieval se vivía y se moría.
Todos estos significados y experiencias se reflejan en expresiones artísticas pintadas en las paredes y esculpidas en los altares. Podemos afirmar que las iglesias medievales, sus artes y sus rituales son nuestro vínculo más directo con el pasado. Los interiores de las iglesias y su iconografía nos informan de las vidas de nuestros antepasados a través de la organización del espacio, de las imágenes, de los objetos y de los textos. Altares y tumbas, esculturas, pilas y rejas y su imaginería nos hablan de sus condiciones de vida, sus creencias, sus esperanzas y angustias, su visión de la vida y la muerte, y de sus conceptos morales. Además, las iglesias conservan gran parte de nuestra memoria colectiva en sus archivos.
En 1878, el escritor alemán Theodor Fontane, en sus famosas descripciones de sus andanzas por el ducado de Brandemburgo (Wanderungen durch die Mark Brandenburg), llamó a las iglesias de los pueblos “los únicos monumentos que reflejan nuestra historia entera” (cursiva en el original), porque están cargados con “la magia de la continuidad histórica”. Esa magia es la sensación que vivimos cuando visitamos iglesias medievales, durante el trabajo de campo o durante las vacaciones. Es aquí donde confluyen varios factores, como la distancia que hemos viajado para llegar hasta allí, el paisaje alrededor, el tiempo, la luz, la situación de la iglesia en el pueblo, y el aspecto siempre fascinante de los muros antiguos.
En muchos pueblos y ciudades las iglesias son los edificios más antiguos con diferencia. Aunque son todas distintas, prácticamente cada iglesia medieval en toda Europa sigue la misma estructura básica, compuesta de nave y cabecera mirando al este, con el altar mayor en la cabecera. Lo que los historiadores e historiadores del arte buscamos en estos lugares es, entre lo común y lo propio de cada iglesia, un sentido de autenticidad. Este es un concepto difícil de definir, pero es más que la romántica idea ingenua de la ausencia de cualquier cambio. Se trata de entrenar el ojo para captar el genius loci, la peculiaridad local, lo que este lugar específico tiene para contarnos.
Cada iglesia medieval reúne algo familiar, ya conocido, y algo propio, peculiar, que es lo nuevo; juntos producen el genius loci. Artajona, Navarra. Foto: Justin Kroesen.
Las iglesias medievales son lugares de memoria profunda, densa. Su peso histórico, en términos religiosos y culturales, hace que no hayan perdido su significado en la actualidad, independientemente de si somos creyentes o no. Un factor importante en la fuerza conservadora de las iglesias es el paso lento, paulatino –evolucionario más que revolucionario–, con el que llegaban los cambios. Su construcción solía extenderse durante varias generaciones y la liturgia ha seguido prácticamente el mismo guion durante más de mil años. Las iglesias siempre han sido espacios relativamente seguros y protegidos, controlados, dirigidos hacia la supervivencia de los objetos y documentos que contienen. Este es un aspecto importante compartido entre museos e iglesias.
De hecho, las iglesias siempre han servido como una suerte de proto-museos para albergar y exponer lo que la comunidad consideraba lo más valioso y digno de ser conservado, desde esculturas milagrosas a colecciones de reliquias, objetos de valor, antigüedades y curiosidades de todo tipo. En el siglo XVII, el canónigo Marco Antonio Boldetti reunió una colección de material epigráfico antiguo procedente de las catacumbas romanas en el atrio de la Basílica de Santa Maria in Trastevere en Roma. Por otra parte, el clérigo y coleccionista Francesco Bianchini estableció, alrededor de 1700, el primer Museo Eclesiástico en el Vaticano para albergar antigüedades cristianas. Aunque el material expuesto en ambos sitios es el mismo, el primero se visita como iglesia y el segundo, como museo.
El atrio de la Basílica de Santa María in Trastevere en Roma adquirió carácter de museo ya en el siglo XVII, cuando sus muros fueron tapizados con las spolia de las catacumbas. Foto: Justin Kroesen.
En términos generales, gracias a las iglesias y a los museos hoy en día podemos acceder a la Edad Media, ese período fascinante que a veces parece tan cerca pero que a la vez fue tan diferente de nuestro tiempo. Mientras que los museos han rescatado obras de arte medieval que corrían el peligro de desaparecer, en las iglesias podemos descubrir el contexto original que las produjo y que las llenó de sentido. Para hacer justicia a las obras y a sus biografías, los técnicos de los museos debemos intentar comprender la obra de arte por lo que es: un objeto religioso que pasó a ser objeto de museo por su calidad artística. Para ello no se trata de mirar las obras con los ojos del creyente, sino con el ojo entrenado del historiador que conoce los dos contextos.
Es de esperar que se vayan a tender más puentes entre museos e iglesias. En los grandes museos el aspecto trascendente, invisible, del arte medieval no suele recibir mucho reconocimiento. La Ilustración del siglo XVIII que generó el museo moderno entendió esta institución como primordialmente secular, laica. Para los ilustrados, la religión fue sobre todo una reliquia del pasado y un signo de una cultura menos avanzada. Incluso actualmente existe una relación complicada entre el museo y el contenido religioso de las obras de arte que alberga. En 2017, en la introducción de su libro Religion in Museums, Crispin Paine y Brent Plate señalaron que en ciertos textos de catálogos de exposiciones y cartelas a menudo se puede percibir cierta incomodidad, especialmente cuando se trata del cristianismo.
Al mismo tiempo, nolens volens, los museos han heredado parte del aura de sacralidad que tradicionalmente ha rodeado a la iglesia. Sin embargo, como nos recuerda Vincent Debiais de la EHESS/CNRS en París y Poitiers, el carácter de lo sagrado encontrado en la iglesia y en el museo no es el mismo. Lo que ha sucedido en el museo moderno es un desplazamiento del contenido religioso hacia la figura del artista y su talento. En vez de un culto de Dios y de los santos, ha llegado un culto a la genialidad humana. Resulta casi un tópico decir que los museos son las catedrales de nuestra sociedad contemporánea. Pero es verdad que ambos recuerdan al visitante que hay algo en la vida que es más grande que el ser humano como individuo. Para muchos, el museo ha reemplazado a la iglesia como el lugar al que acudir buscando lo trascendental.
Para el rapprochement entre iglesias y museos, es necesario que ambos entiendan mejor su papel en la producción, conservación y comunicación del patrimonio. Que la Iglesia actual, por su lado, sea aún más consciente de su rol especial como heredera de un gran legado cultural que es tal vez nuestro mayor tesoro común. Que no solo se sienta propietaria de los monumentos y el arte que acapara, sino que también los ponga en valor para toda la sociedad, creyentes y no creyentes. Y que entienda que es un gran privilegio poder seguir utilizando los monumentos más antiguos y más bellos que conservamos, que fueron levantados en su día por la comunidad entera, nuestros antepasados.
Del museo, por otro lado, se puede desear que reconozca aún mejor el valor religioso del arte medieval que conserva. Eso significa entender las obras de arte desde sus propias biografías: socializadas en las iglesias, rodeadas del ritual litúrgico y de miradas devocionales. El museo y la iglesia pueden aprender mucho de un diálogo abierto sobre este patrimonio común que ambos tienen bajo su tutela. Y así, creceremos todos: las iglesias se reconocerán como ‘el museo más grande de España’, mientras que los museos recuperarán el papel del espacio público que invita al ciudadano a reflexionar sobre las preguntas existenciales. En palabras de Simon Jenkins, autor del exitoso libro England’s 1000 Best Churches (‘Las mejores mil iglesias de Inglaterra’, del año 1999), en el patrimonio cultural “no se trata de tener más, sino de ser más”.