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27 de junio

Los retablos del Renacimiento y del Barroco en la catedral de Pamplona

Alejandro Aranda Ruiz
Patrimonio Cultural. Arzobispado de Pamplona y Tudel
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Antes de comenzar nuestro paseo por los retablos renacentistas y barrocos de la catedral, me gustaría plantear una serie de conceptos y reflexiones que nos ayuden a ver los retablos no tanto como bienes artísticos, sino como objetos concebidos para un uso y una función. Por ello comenzaremos tratando el origen del retablo, su significado y su evolución.

1. El origen del retablo: el altar

Suele ser habitual en el lenguaje común confundir los conceptos de altar y retablo, siendo frecuente el empleo del primer término para referirse al segundo. Sin embargo, el altar y el retablo son dos realidades distintas, aunque muy relacionadas entre sí.

Por un lado, se encuentra el altar. Según el DRAE, es “la mesa rectangular consagrada donde el sacerdote celebra el sacrificio de la misa”. Esta definición aporta las tres claves principales que nos permiten identificar un altar. La primera es que el altar es un mueble, concretamente una mesa. El altar sería pues un tipo específico de mesa, como lo son la de comedor o la de despacho. La segunda clave es su finalidad. Si la de la mesa del comedor es comer o la del despacho es trabajar, la del altar es celebrar el sacrificio de la misa, la eucaristía. Pero la misa, a diferencia del comer y trabajar, no está considerada por los cristianos como una actividad ordinaria, sino como el principal acto del culto, lo más importante que puede suceder en la tierra. De ahí la tercera clave. El altar es una mesa consagrada, es decir, está destinada única y exclusivamente a su función.

El origen del altar se encuentra en los primeros tiempos del cristianismo. Durante las persecuciones a los cristianos, los altares eran mesas de madera portátiles que se llevaban al lugar donde se celebraba la eucaristía. A partir del siglo IV, con el cese de las persecuciones, se crean los primeros edificios destinados exclusivamente al culto y con ello surge el altar fijo y estable que va a hacerse no en madera, sino en piedra, tanto por su durabilidad como por su simbolismo: Cristo como piedra angular de la Iglesia. Asimismo, por el vínculo tan estrecho entre la celebración de la eucaristía y el culto a los mártires, comenzará la costumbre (que luego se hará ley) de colocar reliquias de mártires en el interior o debajo del altar.

Pero la aparición de altares fijos de piedra no acabó con la existencia de altares móviles. Razones de movilidad o la proliferación de numerosos altares en el interior de las iglesias a partir del siglo VI y el coste que supondría hacerlos todos de piedra y fijos hizo que surgiera en la Edad Media un nuevo tipo de altar móvil que, sin tener forma de mesa ni estar realizado en madera como los altares del tiempo de las persecuciones, reunía las tres principales características del altar fijo: era de piedra, contenía reliquias y estaba consagrado. Esto es lo que se llama ara. El ara es una piedra cuadrada, justo del tamaño necesario para que quepan el cáliz y la hostia en ella, sobre la que se hacían más o menos los mismos ritos que cuando se consagraba un altar fijo en forma de mesa. Esta ara podía colocarse sobre cualquier tipo de soporte que simulaba la forma de altar y que podía realizarse en madera, como es el caso de los altares de la catedral.

Entre los medios para subrayar la importancia y sacralidad del altar se encuentra su decoración, que ha variado con el paso del tiempo y ha incluido diversos elementos. Uno de los primeros objetos de exorno fueron los relicarios con reliquias, tal y como se observa en Francia (Admonitio synodalis, siglos IX-X). La ausencia de reliquias para su exposición sobre el altar en el caso de templos que careciesen de ellas comenzó a ser suplida con imágenes sagradas que, en un principio, se colocaron en el frente de la mesa, en frontales de tela, madera o metales más o menos preciosos. La necesidad cada vez más acuciante de imágenes, en una sociedad carente de ellas, hizo que las imágenes no empezasen a caber en el frontal.  La solución al problema fue colocarlas detrás de la mesa del altar, pintadas en el muro o en una tabla denominada retro tabula, de donde deriva la palabra castellana de ‘retablo’. Así surgió hacia el siglo XI el retablo.

Como vemos, es el altar el que explica el origen del retablo y le da sentido y razón de ser. El retablo no es un objeto meramente decorativo o artístico, sino una pieza ligada íntimamente al altar, sobre o tras el cual se sitúa, contribuyendo a servir de fondo para la liturgia y a resaltar la importancia del altar como lugar privilegiado del encuentro de Dios con los hombres.

2. El retablo: significado y evolución

Simplificando mucho, porque a lo largo de la historia han existido múltiples tipologías, se puede decir que el retablo es un mueble que está compuesto de dos partes: la mazonería y la imaginería. La mazonería es la estructura que alberga las imágenes y que normalmente tiene una apariencia arquitectónica o de edificio. En consecuencia, el estilo de la mazonería evoluciona con el estilo arquitectónico. De esta manera, en el gótico se encuentran arcos ojivales, tracerías vegetales y pináculos, y en el Renacimiento, frontones, arquitrabes y columnas. Las imágenes, por su parte, pueden ser esculpidas o pintadas, encontrándonos retablos escultóricos, pictóricos o mixtos.

La evolución del retablo será dispar, yendo por un lado la mazonería y por otro la imaginería. Respecto a lo primero, el proceso será de menos a más. La arquitectura de los retablos irá ganando en tamaño y complejidad con el paso del tiempo, encontrando a finales de la Edad Media ejemplos de gran tamaño y riqueza, como los retablos de las catedrales de Sevilla, Toledo u Oviedo. El apogeo se dará durante el Barroco, cuando el retablo tenderá a cubrir la totalidad del muro al que se adosa. La imaginería, sin embargo, evolucionará al revés, de más a menos. En la Edad Media y en el Renacimiento existirán retablos muy compartimentados, con gran cantidad de imágenes (preferentemente narrativas). Durante el Barroco, la mazonería ganará un protagonismo notable envolviendo a las imágenes, cuyo número desciende considerablemente, prefiriendo, además, las imágenes aisladas a las escenas.

Los retablos podían construirse en casi cualquier material: piedra, alabastro o mármol. Sin embargo, durante el Renacimiento y el Barroco la tónica general en Navarra y en la catedral fue hacerlos enteramente de madera, por su menor coste, disponibilidad del material y la posibilidad de ser policromado y dorado.

La construcción de un retablo era una empresa interdisciplinar en la que intervenían la arquitectura (en la mazonería y en el ensamblaje de las piezas), la escultura (en las imágenes y en las labores decorativas de talla) y la pintura (en la policromía y dorado de todas las partes). De todas estas labores, la más importante y costosa era la de la policromía y el dorado, puesto que resultaba decisiva para conferir a la obra su aspecto final. Se podría decir que una buena policromía disimulaba una escultura mediocre, mientras que una mala policromía arruinaba hasta la escultura de mayor calidad.

Para cumplir con su misión de enseñar, deleitar y mover conductas, el retablo se interrelacionaba con la retórica a través de la predicación (sirviendo sus imágenes de exempla al predicador), con la escenografía a través de la liturgia (sirviendo de fondo a la celebración de la misa o de lugar de parada de las procesiones claustrales en determinadas festividades) y con la música, a través de las interpretaciones de la capilla de la catedral.

En definitiva, en el retablo, y con él en el templo, el grueso del pueblo encontraba todo aquello de lo que carecía en su vida ordinaria: la luz y el color, el olor agradable del incienso, el sonido de la música y el espectáculo incomparable de la liturgia de la Iglesia romana. Era un anticipo de la gloria que se prometía al fiel si imitaba el ejemplo de los santos que contemplaba en el retablo.

3. Los retablos de la catedral

La construcción del retablo mayor de la catedral de Pamplona entre 1597 y 1599 dará el pistoletazo de salida a un proceso de alhajamiento en el que durante poco más de cien años (hasta 1713) el interior de la seo se dotará de diecisiete retablos. Así, al retablo mayor se sumarán los de la Piedad (1600), san Juan Bautista (1611-1617), san Benito (1632-1634), los tres de la capilla Barbazana (1642-1643), los dos de san Jerónimo y san Gregorio (1682), san José (1686), santa Catalina (1686-1687), los dos de san Martín y san Juan Evangelista (1699), santa Cristina (1700), los dos de santa Bárbara y san Fermín (1712-1713), y el de la Trinidad (1713).


Domingo de Bidarte y Juan Claver, Retablo de la Piedad, 1600.
Foto: Alejandro Aranda.

Este proceso de vestición de la catedral fue fruto del esfuerzo de distintos promotores. Entre ellos pueden citarse tres obispos de Pamplona: Antonio Zapata (1596-1600) con el retablo mayor; fray Prudencio de Sandoval, O.S.B. (1612-1620), con el retablo de san Benito; y fray Pedro de Roche, O.F.M. (1670-1683), con los retablos de san Jerónimo y san Gregorio. A ellos se sumaron las principales dignidades del cabildo de la catedral: el prior Diego de Echarren (1680-1701), con los retablos de san Juan Evangelista, san Martín y santa Cristina, y los arcedianos Juan de Ciriza (muerto en 1645), con los tres retablos de la Barbazana, y Andrés de Apeztegui (1657-1715), con el retablo de san Fermín. El mismo cabildo también fue un promotor destacado, bien en solitario con los retablos de santa Catalina y santa Bárbara, bien en colaboración con otros, como el obispo Roche. Personalidades y corporaciones también contribuyeron a dotar de retablos a la catedral, en calidad de propietarios o patronos de las capillas en las que se emplazaban, como el Consejo Real de Navarra, que costeó en retablo de la Piedad del presbiterio, considerado capilla real de Navarra; la parroquia de san Juan Bautista con el retablo del mismo santo en la capilla que era su sede; el gremio de carpinteros con el retablo de san José en la capilla de su titularidad; o el conde de Lerín con el retablo de la Trinidad en su capilla familiar.


Mateo de Zabalía y Miguel de Armendáriz, Retablo de san Agustín procedente de la Barbazana, 1642-1643.
Foto: Alejandro Aranda.

Estilísticamente, los retablos de la catedral evolucionan desde el romanismo y tardorromanismo (retablos de la Piedad y san Juan Bautista) al barroco castizo (retablo de santa Catalina), pasando por el primer barroco o barroco clasicista (retablos de la Barbazana). Superado el período bajo renacentista, en el que trabajan maestros de primera fila como Pedro González de san Pedro y Domingo de Bidarte (mayor y de la Piedad), los retablos de la seo pamplonesa adolecen, en general, de un carácter retardatario, muy apegado al clasicismo y a la tradición romanista local. Así, por ejemplo, las columnas salomónicas, cuya primera manifestación en Pamplona se data hacia 1667 en el retablo de san Joaquín de los carmelitas descalzos, no aparecen hasta 1686 en el retablo de santa Catalina de la mano de Miguel de Bengoechea. La mentalidad poco abierta a las novedades de las élites citadinas y la presión del gremio de carpinteros de Pamplona contra la entrada de maestros foráneos provocaron que la mayor parte de los retablos fuesen realizados por artistas locales, poco dados al ingenio y a las vanguardias. Muy posiblemente por este motivo, el prior Diego de Echarren recurrió al tudelano José de San Juan para los retablos de san Juan Evangelista, san Martín y santa Cristina, quien satisfizo las expectativas de su promotor introduciendo cabezas de ángeles en las ménsulas, columnas salomónicas y una decoración de fina talla. No en vano, fueron los maestros procedentes de otros lugares los que ejecutaron las mejores obras, habiendo precedentes anteriores a la presencia de José de San Juan en la catedral. En algunas ocasiones, la escasez de escultores capaces en Pamplona había obligado a recurrir a artistas de fuera de la capital y sus contornos, como el maestro avecindado en Cabredo Francisco Jiménez Bazcardo para el caso de las esculturas de los colaterales de san Gregorio y san Jerónimo. La elegancia del conjunto de retablos de la Barbazana, que estilísticamente conecta con modelos cortesanos, fue debida también a otro maestro foráneo, el vasco Mateo de Zabalía. Todo ello provocaría que en 1712-1713, el cabildo acariciase la idea de vestir la girola del templo con retablos del tudelano Francisco de Gurrea, quien acaba de realizar el retablo mayor de las Recoletas, exponente de primer orden del barroco tudelano y navarro. Su muerte, sin embargo, provocó que los retablos de santa Bárbara y san Fermín fuesen realizados por un artista local, Fermín de Larráinzar, quien, sobre una arquitectura clasicista propia de otros tiempos, dispuso una decoración abigarrada característica del casticismo barroco.

En lo que atañe a la iconografía de estos retablos, un paseo por la catedral permite comprobar los diferentes criterios que existieron para la elección de los diferentes santos y advocaciones de la Virgen que pueblan los retablos catedralicios.

La presencia de determinadas devociones se vincula directamente al promotor o promotores de la obra. De esta forma, el retablo de san Juan Bautista se dedica a este santo por ser el titular de la parroquia, el de san Benito por ser el fundador de la orden a la que pertenece Sandoval, el de santa Catalina por ser la patrona de la cofradía propietaria de la capilla en la que se encuentra y el de san José por ser el patrón del gremio que costeó el retablo. La presencia en el retablo mayor de motivos iconográficos ajenos a la tradición navarra, como la Imposición de la casulla a san Ildefonso, obedecen a la estancia en Toledo como canónigo de Antonio Zapata. Del mismo modo, la colocación en un puesto de honor (la calle central del segundo cuerpo) de san Antonio en el retablo de san Jerónimo, de san Agustín en el retablo de san Gregorio y de san Andrés en el retablo de san Fermín obedece al hecho de que el primero era el fundador de la orden a la que pertenecía el obispo Roche, el segundo era el patrón del cabildo y el tercero el santo del nombre de Andrés de Apestegui.


Miguel de Bengoechea, Juan Munárriz y José Munárriz, Retablo de santa Catalina, 1686-1687.
Foto: Alejandro Aranda.

Algunos santos y advocaciones pueden explicarse por la existencia de altares y retablos anteriores de los que se tomaron prestados. Sucede así con san Fermín y san Gregorio y lo mismo con san Martín (capilla fundada por Martín de Zalba hacia 1377-1403) y san Juan Evangelista (capilla fundada por Sancho Sánchez de Oteiza hacia 1420).

En cambio, otras iconografías se pueden poner en relación con las tradiciones del cabildo y la historia particular de Pamplona, Navarra y España. La presencia, por ejemplo, del relieve de la Matanza de los Inocentes en el retablo de santa Catalina se relacionaría con la statio o parada que hacían en ese mismo lugar las procesiones claustrales que celebraba el cabildo con motivo de esta festividad. El relieve de san Sebastián, colocado en el retablo de san Gregorio, sustituyó a una imagen de bulto labrada en 1600 por Domingo de Bidarte por encargo del Ayuntamiento de Pamplona, que desde ese año celebraba la festividad de este santo en la catedral en agradecimiento por el fin de la peste de 1599. Asimismo, san Babil, obispo legendario de Pamplona, colocado en el retablo de santa Catalina, también conectaría con la historia de la ciudad, como el san Saturnino situado en el retablo de san Jerónimo, patrono de Pamplona y al que el ayuntamiento hizo un voto en 1611. Con la historia particular de Navarra entroncaría el relieve de san Francisco Javier, cuya colocación en 1682 en el retablo de san Jerónimo fue un símbolo del reconocimiento de su patronato sobre Navarra por parte del cabildo. Con Navarra también se pueden relacionar la Inmaculada Concepción del retablo de santa Catalina, jurada por las Cortes Generales en 1621 y proclamada copatrona de Navarra por las mismas Cortes en 1765. Por su parte, la santa Teresa de Jesús y el Santiago Matamoros del retablo de santa Catalina, así como el san Fernando del retablo de san Jerónimo, se vincularían a devociones propias de la España del momento, al ser el primero patrón de España, la segunda patrona más o menos oficiosa de España, y el tercero patrono de la Monarquía.

Los retablos de la catedral también acogieron devociones populares como san Antón (retablo de san Jerónimo), santa Bárbara, santa Águeda (retablo de santa Bárbara) y san Miguel (retablos de santa Bárbara y san Fermín), y santos vinculados a la espiritualidad de la Contrarreforma, como fundadores (san Felipe Neri y san Ignacio de Loyola en el retablo de santa Bárbara), santos que ejemplificaron virtudes como el arrepentimiento (santa María Magdalena en el retablo de santa Catalina), la caridad (santo Tomás de Villanueva en el retablo de san Jerónimo) o las prácticas ascéticas (san Pedro de Alcántara en el retablo de santa Bárbara).

Finalmente, hay motivos iconográficos que pueden relacionarse con la función del retablo, como el de la Piedad, que tenía como fin acoger la celebración de misas en sufragio de los reyes; de ahí las alusiones a la muerte (Piedad, Entierro de Cristo y san Miguel, encargado de pesar las almas) y a la Monarquía (san Luis de Francia y el escudo de armas reales).

4. Epílogo

La llegada del neoclasicismo e Ilustración provocaron que, a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la construcción de la fachada principal, los canónigos comenzasen a ver con malos ojos gran parte de los retablos que habían atesorado a lo largo de los siglos. Y es que tratadistas como el marqués de Ureña se mostraron no solamente críticos con el estilo barroco, sino que también propusieron nuevas ideas, como la reducción en el número de altares o la supresión de coros y rejas. Motivos económicos impidieron al cabildo ejecutar de inmediato todos los planes que hubiese deseado. En las décadas de 1800-1820 hubieron de contentarse con la supresión de los cuatro retablos de san Martín, san Juan Evangelista, santa Cristina y de la Trinidad, y su sustitución por otros neoclásicos. Sin embargo, fue a lo largo de la primera mitad del siglo XX cuando se llevó a cabo una auténtica revolución del interior del templo catedralicio con la supresión de los retablos neoclásicos, el retablo mayor de la iglesia y el retablo mayor de la Barbazana, y el cambio de localización de una buena parte de los que sobrevivieron (dos de los retablos de la Barbazana, el retablo de san José y el retablo de la Piedad). Pero eso ya es otra historia.