La pieza del mes de noviembre de 2019
“ALABAMOS POR VOS A NUESTRA PATRIA”: UNA IMAGEN DE LOS PATRONOS DE NAVARRA PINTADA POR IGNACIO ABARCA Y VALDÉS (1696)
Alejandro Aranda Ruiz
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Desde que el papa Alejandro VII aprobara en 1657 la concordia del patronato de San Fermín y San Francisco Javier sobre Navarra, suscrita el año anterior entre el Ayuntamiento de Pamplona y la Diputación del Reino, se hizo cada vez más frecuente la representación de los dos santos junto a las armas del viejo reino. Sin ir más lejos, en ese mismo año de 1657 Juan Andrés de Armendáriz pintó para el Ayuntamiento pamplonés un cuadro conmemorativo de la efeméride en el que representó a San Fermín revestido de pontifical impartiendo la bendición y a San Francisco Javier con la librea de la Compañía de Jesús, la cruz y la vara de azucenas. Entre ambos santos se colocaron los escudos de Navarra y Pamplona como imágenes parlantes de las dos instituciones que habían proclamado a los dos patronos. Pero sin lugar a dudas, los modelos que más influirían en las representaciones de los patronos con el escudo de Navarra serían los grabados, concretamente los elaborados para ilustrar las portadas de las obras del cronista del reino José de Moret. Así, en 1665 vieron la luz las Investigaciones históricas de las antigüedades del Reino de Navarra precedidas por la estampa dibujada por Pedro Obrel y grabada por el vallisoletano Cañizares en la que se colocaron a San Fermín y a San Francisco Javier sosteniendo las armas de Navarra. A ellas seguiría en 1684 la portada de la primera edición de los Anales del Reino de Navarra con el grabado de Gregorio Fosman y Medina en el que, como en el anterior, Fermín y Javier flanquean el blasón del reino navarro.
La idea de representar a los santos junto a las armas del territorio o ciudad sobre el que ejercían su patronazgo no era nueva. Con anterioridad a la concordia de 1656, Ciudad y Reino habían reivindicado el patronato exclusivo de San Fermín o San Francisco Javier no solo con textos, sino también por medio de las imágenes. De este modo, cada uno de los dos santos fue representado en solitario con el escudo de Navarra traduciendo por medio de la imagen las contundentes palabras que contenían las apasionadas vindicaciones de la Diputación y el Regimiento. Un ejemplo de San Fermín en solitario con el escudo de Navarra lo encontramos en un lienzo del Consistorio pamplonés, fechado en el segundo tercio del siglo XVII, en donde se representa al obispo mártir junto a las cadenas de Navarra y a un pergamino en el que aparece escrito “DESCRIPCIÓN DEL REINO DE NAVARRA CVIO PATRÓN ES SAN FERMÍN”. Por su parte, San Francisco Javier cuenta con un grabado realizado en 1656 en Madrid por Matías Cristóbal e incluido en el pleito del Reino contra la Ciudad que se conserva en el Archivo General de la Postulación de la Compañía. En él se representa al santo de cuerpo entero, vestido con sus atributos característicos y apoyado sobre un escudo de Navarra.
San Fermín y san Francisco Javier, patronos de Navarra.
Ignacio Abarca y Valdés, 1696.
Pues bien, en este contexto vio la luz este óleo sobre lienzo de 1,93 metros de alto por 1,54 metros de ancho, en el que se representa a los dos patronos de Navarra con el escudo del reino. Con la firma “Igº Baldes y Abarca faciebat aº 1696”, el autor no puede ser otro que Ignacio Abarca y Valdés, nacido en León aproximadamente hacia 1675 y trasladado a Oviedo en 1708 en donde moriría en 1738. La mayor parte de sus escasas obras giran en torno a temas de carácter religioso, aunque también pintó lienzos de temática mitológica. Su pintura, calificada de suntuosa por el máximo conocedor de este artista, Javier González Santos, muestra una formación madrileña o vallisoletana con influencias de Rubens y Luca Giordano. Como venía siendo habitual desde 1657, la pintura representa a los dos patronos de Navarra flanqueando el escudo del reino. San Fermín, como establecía la concordia del patronato, ocupa el puesto preferente a la derecha del escudo en calidad de pontífice y mártir, mientras que San Francisco Javier, presbítero y confesor, se coloca a la izquierda. Ambos santos son representados con sus atributos habituales. San Fermín aparece revestido de pontifical con alba ceñida por un cíngulo, cruz pectoral, capa pluvial y mitra de color rojo alusivos al martirio. A los pies se sitúa el báculo. Por su parte, San Francisco Javier viste la sotana de la Compañía, sobrepelliz y estola roja, color similar al morado, destinado por la liturgia anterior al Concilio Vaticano II para el rito del bautismo, con lo que se reforzaba la imagen de San Francisco Javier como misionero y evangelizador. Frente a otras representaciones, el único atributo que aparece vinculado al hijo de San Ignacio es la cruz, colocada a sus pies. Por encima de los dos santos, colocados de rodillas sobre un fondo oscuro, se produce un rompimiento de gloria en el que, entre nubes y haces de luz, aparece el escudo de Navarra sostenido por tres angelotes y rodeado por seis cabezas de querubines. Todo ello permite deducir que en la composición de esta obra el pintor se inspiró en las numerosas representaciones de la adoración del nombre de Jesús por santos jesuitas, tan comunes en el siglo XVII y a las que Abarca tendría acceso a través de grabados y estampas. De ellas tomaría la disposición de los dos santos, de rodillas y con sus atributos en el suelo, contemplando en actitud adoradora un rompimiento de gloria en el que en vez del anagrama del nombre de Jesús (IHS), el artista colocó el escudo de Navarra.
Detalle del escudo de Navarra.
La cuestión del cuándo, cómo y dónde se gestó esta pintura se antoja compleja. El lienzo lucía hasta hace pocos meses sobre la chimenea de la biblioteca del palacio Moxó de Barcelona, residencia de los marqueses de San Mori. La fecha del cuadro (1696) revela que la obra debía pertenecer a la etapa en la que el autor debió ejercer su labor profesional en el entorno de León, a juzgar por los ejemplos conservados en la catedral leonesa, Museo de León o Ayuntamiento de La Bañeza. En este sentido, la pintura, a pesar de su temática navarra, debió gestarse en un entorno leonés descartando el más que poco probable traslado del artista al reino de Navarra. En consecuencia, el nexo de unión entre el pintor y la iconografía de esta obra no pudo ser otro que un promotor navarro o una persona vinculada de algún modo con el viejo reino y residente por aquel entonces en León o sus inmediaciones. Quizás no haya que descartar del todo una posible intervención de la propia mujer de Abarca, Rosa Gómez Echevarría, natural de Navarra y oriunda, al parecer, de Pamplona. Puede que fuese ella quien pusiese en contacto a su marido o futuro marido con el navarro o persona vinculada a Navarra que hizo el encargo.
Detalle de la firma “Igº Baldes y Abarca faciebat aº de 1696”.
En cualquier caso, por el momento y mientras no afloren más datos, se puede apuntar a la posibilidad de que detrás de la obra de Abarca estuviese alguna de las hijas de don Pedro Álvarez de la Vega y Bracamonte, V Conde de Grajal y virrey de Navarra por unas semanas en 1698. Hay constancia de que tres hijas del conde profesaron clausura: María Manuela en 1689, María de la Presentación en 1699 y María Francisca Javiera de las Llagas en 1713. Precisamente en las Agustinas Recoletas de León se conserva un lienzo en el que se representa la misma iconografía que en el de Abarca y que ha sido puesto en relación por Morales Solchaga con la profesión de María Francisca Javiera en 1713. En este caso, la vinculación de la religiosa con una pintura de iconografía netamente navarra podría derivar del cargo que su ya difunto padre ostentó en Navarra. Enlazando con la hipótesis propuesta por Morales, se puede plantear la de que esta pintura de Abarca consistiese un precedente llevado a cabo por una de las dos hermanas que profesaron antes: María Manuela o María de la Presentación. A pesar de ello, esta hipótesis presenta algunas dificultades. En primer lugar, las profesiones de María Manuela y María de la Presentación en 1689 y 1699 no se ajustan de manera precisa a la fecha del cuadro (1696) que, en caso de ser promovido por alguna de estas dos religiosas, tuvo que ser ejecutado con posterioridad o con anterioridad a la profesión. En segundo lugar, cabe preguntarse cuál podía ser la relación de las hijas del conde de Grajal con Navarra antes de que su padre llegase a servir el cargo de virrey a finales de 1698. Con anterioridad a esa fecha, no consta que su carrera militar llevase a don Pedro Álvarez de la Vega a Navarra. Asimismo, su estancia como virrey en Pamplona fue brevísima, pues habiendo hecho su entrada en la capital el 12 de diciembre de 1698, el conde murió el 26 del mismo mes. Aunque hay constancia de la residencia de su esposa en el Palacio Real de la capital navarra, no hay ninguna de que lo hiciesen también sus hijas que, con la salvedad de María Francisca Javiera, por aquel entonces ya estaban en sus respectivas clausuras. Asimismo, aunque las fechas encajasen y hubiesen residido en Pamplona con sus padres, unas pocas semanas no parecen suficientes para entablar ningún tipo de vínculo con el reino. Es posible que todavía perviviese en la memoria de la familia que su antepasado, Juan de Vega, señor de Grajal y primer conde, fue virrey de Navarra en 1542. De hecho, otra hipótesis que se puede plantear es la de que el encargo del cuadro se llevase a cabo por otra persona de la familia del conde de Grajal, quizás por el propio don Pedro, y este fuese heredado por los marqueses de San Mori, descendientes de don Pedro Álvarez de la Vega. De este modo, se podría afirmar que el cuadro en sus más de 300 años de historia continúa de alguna forma vinculado a la familia que lo pudo promover, pues ha sido recientemente adquirido por el marqués de Jaureguizar, titular del palacio cabo de armería de Ripa, casado con una pariente de los San Mori y por tanto descendiente del V Conde de Grajal.
Sea como fuere, el carácter de esta pintura va más allá de lo meramente devocional, pues el cuadro podría considerarse una alegoría del prestigio y glorias de Navarra en los términos de religión y antigüedad en los que se concebía en el siglo XVII. De ahí la importancia concedida a los santos e imágenes vinculados con la historia local para aumentar el prestigio de una ciudad o reino, tal y como afirma Del Río Barredo. Los patronos servían así para, según Lope de Vega, glorificar y alabar a la patria. Esto explica que composiciones similares fuesen utilizadas para decorar las portadas de las obras del padre Moret dedicadas a la historia de Navarra. En consecuencia, detrás de esta pintura no solo había una motivación religiosa, sino también un deseo de contar con un testimonio o recuerdo visual del reino de Navarra con quien, sin duda, el comitente había mantenido una relación muy especial.
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