Los guiados por el Espíritu Santo para realizar un proyecto divino, «currunt ad Ecclesiam», corren hacia la Iglesia. Y el beato Álvaro aplicaba estas palabras de san Ireneo de Lion al fundador del Opus Dei, que buscaba tener la certeza interior de que lo específico de la propia misión y llamada tiene el sello del auténtico carisma. En esa búsqueda, acudió al consejo de sacerdotes que le ayudaron en su camino espiritual. Desde su infancia, vivía la práctica de la confesión frecuente, pero desde el inicio de su vocación, buscaba algo más que los habituales consejos recibidos en el sacramento. Necesitaba encontrar alguien de confianza para hablar con claridad del propio carisma.
Si consideramos que una dirección espiritual requiere una estabilidad y continuidad en el tiempo, se puede afirmar que fueron más bien pocos los que, en la vida de Josemaría Escrivá, ejercieron el papel de director espiritual. Asentado esto, es cierto, además, que Josemaría Escrivá tuvo coloquios con otros sacerdotes en los que trataba temas que afectaban a su tarea sacerdotal, pues buscaba aprender de su experiencia y sabiduría. También conversaba sobre aspectos relativos a su misión de fundador, desde distintas perspectivas: asuntos de naturaleza espiritual, institucional, canónica o pastoral.
En Logroño, el carmelita José Miguel de la Virgen del Carmen fue la primera persona que le asistió en la tarea del discernimiento: le ayudó a conducirse por los caminos de la oración y fomentó la generosidad en su respuesta a la gracia. Cuando llegó el momento de concretar, el religioso, tras meditarlo, le propuso ingresar en el Carmelo. El joven Josemaría consideró el consejo y entendió que no era eso lo que el Señor le pedía. Más bien intuyó que su camino podría ser el sacerdocio. El religioso, de acuerdo con Josemaría, comprendió que su papel de director espiritual había cumplido ya su objetivo.
Acudió entonces a don Ciriaco Garrido, canónigo de La Redonda, que tenía fama de buen director de almas. Gracias a su orientación, se fortaleció su propósito de hacerse sacerdote. Cuando se hizo firme esta opción, la comunicó a su padre. Don José Escrivá comprobó la firmeza de la resolución de su hijo y le aseguró que secundaría su decisión.
Al entrar en el seminario, en 1918, se dirigió con el vicerrector, Gregorio Fernández Anguiano. El clima de gran confianza que se creó entre los dos prosiguió tras su trasladó al Seminario de san Francisco de Paula. Los años de Zaragoza (1920-1925) fueron testigos de una intensa acción del Espíritu Santo. En ese escenario era muy conveniente un director de almas experimentado. Sin embargo, en el seminario de San Francisco de Paula, no existía de facto el cargo de director espiritual, aunque sí había confesores, pero el modo en que se administraba el sacramento apenas dejaba espacio a una dirección espiritual. Por tanto, ante la acción de la gracia, no encontró quién le pudiera aconsejar. Por eso afirmaba que su maestro fue el Espíritu Santo.
No obstante, hubo un momento en que se sintió especialmente necesitado de consejo, y buscó la ayuda de Gregorio Fernández Anguiano. Durante el primer curso en Zaragoza sufrió especial contradicción, a causa del Inspector de Teólogos, que mantuvo una actitud de rechazo y animadversión hacia él. La situación se le hizo insoportable y, al concluir el curso, salió del seminario con intención de no regresar. De vuelta a Logroño, Fernández Anguiano desempeñó un papel fundamental, pues le recondujo en su vocación e informó al Rector de Zaragoza de la autenticidad de su llamada al sacerdocio. Hubo otros momentos en los que Don Gregorio también tuvo una labor clarificadora ante problemas e incidentes de la vida en el seminario. Sus consejos, por medio de la correspondencia, serenaron su espíritu.
Ya en Madrid, cuando el 2 de octubre de 1928 recibió la iluminación sobre toda la Obra, la necesidad de un director espiritual se le hizo más urgente. Así lo escribió en sus Apuntes íntimos en 1948 [¿1940?]: «Andaba yo en Madrid sin director espiritual y sin tener, por tanto, a quien abrir el alma y comunicar en el fuero de la conciencia aquello que Jesús me había pedido». Pudo abrir su alma con algunos sacerdotes, pero por breve tiempo, pues dejaban de vivir en Madrid.
En junio de 1930 se encontraba otra vez sin director espiritual. En su búsqueda oyó comentar en el Patronato de Enfermos que el P. Valentín Sánchez Ruiz atendía muy bien a sus penitentes. Sánchez Ruiz confesaba a las religiosas habitualmente en la iglesia de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, en la calle de la Flor. A primeros de julio de 1930 san Josemaría le pidió que se encargase de su dirección espiritual. Desde el primer encuentro hubo una sintonía grande entre los dos, y desde entonces hasta el comienzo de la guerra, y terminada ésta, hasta 1940, fue el confesor habitual y el director espiritual del fundador del Opus Dei.
Cuando en 1963 recibió la noticia de su fallecimiento, escribió unas palabras que son una buena síntesis de su papel como director espiritual: «Le estoy agradecido -y lo estaré siempre-, ya que en toda esa temporada larga y -¿por qué no decirlo?- heroica, a pesar de mis miserias, el P. Valentín me recibía una o dos veces por semana, primero en la calle de la Flor, después en el colegio de Chamartín, más tarde en las monjas Eucarísticas (me parece que se llaman así) en Blanca de Navarra, y más tarde en el hotelito de la calle de Almagro y en los Luises». Y concluía con este recuerdo personal: «¡Que en paz descanse, porque era bueno y apostólico! A él acudía yo, especialmente cuando el Señor o su Madre Santísima hacían con este pecador alguna de las suyas, y yo, después de asustarme, porque no quería aquello, sentía claro y fuerte y sin palabras, en el fondo del alma: “ne timeas!, que soy Yo”. Y el buen jesuita, al escucharme horas después en cada caso, me decía sonriente y paterno: “esté tranquilo: eso es de Dios”». Con la expresión «alguna de las suyas», san Josemaría alude a experiencias de carácter sobrenatural extraordinario, e ilustraciones y luces interiores para el gobierno del Opus Dei o para su alma.
En 1940, al prescindir de los servicios de Sánchez Ruiz, solicitó a José María García Lahiguera, antiguo conocido suyo y director espiritual del seminario de Madrid, que le confesara todas las semanas. Y cuenta García Lahiguera que «a partir de aquel día empecé a profundizar en la valía extraordinaria de aquella alma que se me confiaba y a conocer los matices de su espíritu que me edificaban y me acercaban a Dios. De todo ello puedo testificar sin temor alguno de rozar el sigilo sacramental, puesto que no me he de referir a las confesiones en sí, sino a aquellos encuentros en que no sólo se confesaba, sino que también confiadamente me abría su alma, en charla fraterna».
García Lahiguera, de su trato con Josemaría Escrivá, señala algunas características: su gran amor por el Sacramento de la Penitencia, su sencillez y naturalidad, sin inventarse problemas de conciencia, sus ansias grandes de santidad.
«Recuerdo bien cómo cesó este trato de confesión -cuenta García Lahiguera-. Fue de la manera más noble y más digna, y ocurrió después de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. Me dijo: “Mira, ya tengo en la Obra quien pueda confesarme, y si a ti...”. Yo no le dejé terminar la frase: “Naturalmente -le dije- no es que me parezca mejor o peor; es que debes hacerlo así”». Y desde entonces Álvaro del Portillo comenzó a recibir la confesión y las confidencias espirituales del fundador.