La percepción del monasterio de Fitero hasta los albores del siglo XX
¿Cómo vieron, juzgaron y sintieron nuestros antepasados el patrimonio arquitectónico y cultural que contemplaban? ¿Con qué adjetivos definieron y oyeron referirse a los grandes monumentos? Son cuestiones de las que poco sabemos, pero interesantes para juzgar sensibilidades, apreciaciones y valoraciones desde unos contextos determinados.
Los libros de viajes, las crónicas, los sermones, las relaciones de fiestas, la correspondencia y otros documentos, junto a la prensa constituyen un buen acervo para percatarnos de la influencia de las modas, los cambios de gusto, el peso de la historia y la propia reacción humana ante la monumentalidad o la belleza.
En muchas ocasiones eran las modas las que hacían expresarse despectivamente sobre obras antiguas, juzgadas como desfasadas. En muchas licencias para hacer nuevos retablos se aprecia, entre líneas, tal circunstancia, si bien es cierto que la excusa para obtener el permiso era la antigüedad y vejez de las obras, en muchos casos medievales. Por el contrario, cuando la relación o el texto es contemporáneo a la obra comentada, la autocomplacencia y la exageración son unas tendencias muy recurrentes.
Uno de los abades más célebres e inteligentes del monasterio de Fitero fue el pamplonés Ignacio de Ibero, hombre profundamente culto, poseedor de una rica biblioteca, introductor de la imprenta en la abadía y con amplios conocimientos y viajes, gobernó entre 1592 y 1612. En un manuscrito de 1610 conservado en el Archivo Histórico Nacional, dejó escrito: “La iglesia del monasterio es muy suntuosa, puede servir de catedral, fue edificada a costa de don Rodrigo Ximénez de Rada”. La comparación con una catedral es algo recurrente en el momento en que alguien deseaba engrandecer lo que describía. La suntuosidad se debe equiparar a lo magnífico, grande y costoso.
En 1621, se publicó en Valladolid el volumen VII de la crónica benedictina del padre Antonio de Yepes, abad, predicador, gran trabajador y cronista de la Congregación de San Benito de Valladolid desde 1601. En su alusión al templo de Fitero, afirma lo siguiente: “La iglesia desta casa es una de las más grandes, bellas y sumptuosas que hay en muchas partes. Fue obra del arzobispo de Toledo don Rodrigo, que de nación era navarro y aficionado a su tierra y más a esta casa, donde sus antepasados y parientes habían hecho singulares beneficios. Así, el arzobispo se quiso enterrar en ella (tirando del cariño de la patria y de la grande obra que había hecho en la misma iglesia, en la capilla mayor, al lado del Evangelio, donde se puso este epitafio: Sepulchrum Roderici Archiepiscopi Toletani…”. En esta ocasión a la grandeza y suntuosidad, agrega el epíteto de bella. El Diccionario de Autoridades, define como bello a lo “hermoso, bien dispuesto, proporcionado y adornado, de especial gracia y primor”, con lo que el monje añadió una consideración más a lo escrito poco antes por el abad Ibero. Es posible que el padre Yepes conociese la abadía de Fitero, pues los primeros de su obra se publicaron en el monasterio navarro de Irache.
Un poco más descriptivo se muestra el erudito abad fray Manuel de Calatayud en sus Memorias del Monasterio de Fitero, al escribir: “Sabemos que a expensas del arzobispo don Rodrigo se fabricó la iglesia de este monasterio, la cual es obra magnífica. Tiene 319 pies de longitud y 36 de latitud … Toda la fábrica es de piedra labrada tan sólida y maciza que, en más de 550 años de duración, por ninguna parte ha hecho vicio, ni se le reconoce piedra gastada”. Amén de las medidas, destaca sendas ideas: magnificencia y perdurabilidad. Respecto a la primera, es bien sabido que fue un concepto recuperado de las obras de Aristóteles, que la consideraba como característica de las obras públicas, la imagen del noble y propia de las obras dedicadas a los dioses. En la época de la Contrarreforma, se usó de su significado en numerosas ocasiones y en todos los ámbitos. En cuanto a la perdurabilidad, es algo que hay que relacionar con la idea vitruviana de la firmitas, ligada a esas piedras bien labradas y de buena calidad.
Un cisterciense, en este caso no de la casa, que conocía los monasterios bernardos en España, el Padre Tomás Muñiz, autor de la Médula histórica cisterciense (1781), afirma que su iglesia era la “más magnífica y suntuosa que había en aquel tiempo en España y que aún hoy compite con muchas de nuestras catedrales”. Los adjetivos ya nos son conocidos por aparecer reiteradamente en los otros textos.
Claustro del monasterio, según dibujo de M. Obiols Delgado, que ilustra la obra Navarra y Logroño de Pedro Madrazo (1886)
A fines del siglo XVIII, en 1799, otro monje anónimo realizó una meticulosa descripción de la villa y monasterio, que se conserva en la Real Academia de la Historia y transcribió Faustino Menéndez-Pidal. Allí leemos: “La fábrica del monasterio es regular y aunque espacioso y muy capaz, no tiene obras de ostentación y solamente la iglesia y la librería son magníficas. Aquella de tres naves, toda de piedra de sillería y de arquitectura gótica; es si no la mayor, de las mayores que se hayan en Navarra y se tiene por tradición que fue fábrica...”. De nuevo, encontramos el concepto de obra magnífica, agregándose la palabra ostentación (digno de verse, según el Diccionario de Autoridades) y, sobre todo, la calificación de obra gótica para el conjunto. Las mismas apreciaciones encontramos en el Diccionario geográfico-histórico de la Real Academia de la Historia de 1802.
En el inventario realizado a raíz de la desamortización de Mendizábal se insiste en la gran capacidad de la iglesia, calificándola como “una de las mayores de la península … y comprende también una magnífica sacristía”. El mismo documento señala que, junto a los claustros, todas sus oficinas de cocina, horno, refectorio, azoteas, graneros, cillería, caballerizas, casa de hospedería eran de gran capacidad, al igual que sus “excelentes bodegas de mucha magnitud para toda especie de caldos”.
El jurisconsulto e historiador bilbilitano Vicente de Lafuente, en el volumen L de la España Sagrada (Madrid, 1866), dejó escrito: “La iglesia del monasterio se construyó por el célebre arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada …., aunque grandiosa y de una dilatada nave, es de escaso ornato, notable por su severidad. Hoy día sirve de parroquia, y anejo a ella, aunque muy deteriorado y de menos valor que los de Veruela y otros monasterios cistercienses”. Con su descripción sobre la austeridad del conjunto se adentró en el carisma cisterciense.
Un hito entre los textos decimonónicos que se fueron publicando fue la edición del escritor y académico Pedro de Madrazo de su conocida monografía en tres volúmenes, sobre Navarra y Logroño (1886), incluida en una gran serie que abarcaba otras provincias españolas. Su texto es, sobre todo, descriptivo, pero sirvió de guía para muchos estudiosos a la hora de conocer el monumento y la historia del monasterio.
Cerramos estas apreciaciones sobre la primera fundación cisterciense en la península ibérica, con el juicio que dejó escrito don Vicente Lampérez y Romea, uno de los grandes historiadores de la arquitectura española, en 1905: “La arquitectura del Cister no produjo en España nada tan grandioso”.