¿Qué tienen que ver personajes tan dispares como Tolstoi, Herodoto, Jane Austen, Steven Spielberg o Scott Fitzgerald, con Clausewitz, Sun Tzu, Pericles o Felipe II? Aparentemente, nada. Sin embargo, una lectura cuidadosa de On Grand Strategy los muestra como instrumentos que el autor, John Lewis Gaddis, emplea con gran maestría, y haciendo gala de una impresionante erudición, para ilustrar principios básicos del concepto de “gran estrategia”, término con el que eleva la estrategia cuando “lo que hay en juego” es importante. Anecdóticamente, en esto se separa del enfoque que pensadores como Liddell Hart dan al término, definido por el británico como el uso coordinado y sincronizado de todos los elementos del poder nacional en la consecución de los objetivos de la estrategia.
Gaddis, profesor de Historia en la Universidad de Yale y director-fundador del Programa Brady-Johnson de Gran Estrategia, condensa en este libro el resultado de años de docencia en centros tan importantes desde el punto de vista del estudio de la estrategia como el Colegio de Guerra Naval de los Estados Unidos o la Universidad de Yale del mismo país, para trazar una suerte de tratado de estrategia un tanto heterodoxo en el que, junto a los autores de la literatura “canónica” como Sun Tzu o Clausewitz, aparecen figuras universales de la literatura, de la política, del cine, incluso del ámbito de la religión, combinadas con gran equilibrio y acierto para iluminar sus argumentos.
Para argumentar y presentar los principios de la gran estrategia, Gaddis sigue un criterio diacrónico que le permite confrontar entre sí a personajes separados por los siglos, que entran en una especie de “diálogo estratégico” del que el autor extrae sus enseñanzas. Y lo hace con tal habilidad y maestría, que el resultado resulta armónico y convincente, además de muy clarificador.
Es así como, sobre la máxima del poeta griego Arquíloco “el zorro sabe muchas cosas; el erizo sólo sabe una, pero muy importante”, vemos en un capítulo a Jerjes y Artabano relacionados con personajes cronológicamente más próximos a nosotros como Isaiah Berlin para mostrar al lector la idea de que el estratega debe, flexiblemente y según las circunstancias del momento, adoptar la actitud de uno o de otro animal o, como decía Scott Fitzgerald, tener “la habilidad de mantener en la mente dos ideas opuestas a la vez, y ser capaz de funcionar”, con el objeto de mantener un equilibrio entre objetivos y medios. Ahí, precisamente, reside para Gaddis la esencia de una buena estrategia. Por ello, no es extraño que defina este concepto como “el alineamiento de aspiraciones potencialmente ilimitadas con capacidades necesariamente limitadas”.
Utilizando la misma técnica, el libro va desgranando principios fundamentales de la estrategia. La Roma de Octavio y Marco Antonio, por ejemplo, sirve para enseñar la importancia para el estratega de planear con antelación mientras mantiene la flexibilidad necesaria para adaptarse a las circunstancias; Maquiavelo y San Agustín ilustran el principio de proporcionalidad, capturado en el dicho “si tienes que usar la fuerza, hazlo sin destruir aquello que quieres preservar” que tan frecuentemente se utilizó en el contexto de la guerra de Vietnam; Felipe II e Isabel I de Inglaterra aparecen como encarnación histórica de las visiones contrapuestas del santo de Hipona y del florentino, respectivamente; el presidente Abraham Lincoln –“el más grande de los presidentes” para Gaddis– es presentado como un maestro estratega dominador de la escala, el tiempo y el espacio, y dotado de un sentido común –cualidad que Clausewitz llamó coup d’oeil– nada común, que utilizaba magistralmente como herramienta de apoyo a sus decisiones; o Franklin Roosevelt como un líder de carácter, ejemplificador de la realidad de que nada -estratégicamente hablando- puede tener éxito sin un amplio y continuo apoyo público.
En el capítulo final, a modo de conclusión, todos los personajes convergen en torno a la máxima de Clausewitz “Para ser realizada con virtuosismo, cualquier actividad compleja requiere unas adecuadas dotes de intelecto y temperamento”, a cuya luz son brevemente examinados. El intelecto es una brújula. El temperamento, un giróscopo; una suerte de oído interior; la pértiga del funambulista que marca la diferencia entre caerse o alcanzar el otro extremo del alambre.
En un interesante paralelismo con De la Guerra de Clausewitz, el contenido de On Grand Strategy está pensado para formar a nuevas generaciones de profesionales en los principios fundamentales de la estrategia, haciendo uso de episodios históricos de los que se destilan conceptos de aplicación general. El uso de la Historia para desarrollar la intuición del estratega puede ser, de hecho, una de las más importantes enseñanzas que ofrece la lectura de esta obra.
La prosa de Gaddis es atractiva; su erudición, impresionante; y su capacidad de establecer conexiones entre hechos históricos, remarcable. Sin embargo, el autor fuerza en ocasiones al lector a bucear, a veces a pulmón libre, a través de la multitud de anécdotas interconectadas en el libro para ir rescatando las perlas de los principios estratégicos sumergidos en sus capítulos. Una clarificación inicial en cada capítulo de lo que el lector se va a encontrar hubiera podido resultar útil en una obra tan recomendable como ésta, llamada a convertirse en un clásico de la literatura especializada, y cuya finalidad, no se olvide, es, fundamentalmente, didáctica.