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Olaf Scholz interviene en el Bundestag alemán en la sesión extraordinaria del domingo 27 de febrero [Bundestag]
El jueves 24 de febrero constituyó una tremenda sacudida para los europeos. Alguien lo ha comparado con el impacto emocional y resolutivo que tuvo el 11-S en Estados Unidos: ese día, los estadounidenses percibieron estar en guerra. El 24-F los europeos experimentamos lo mismo.
La noticia de que Rusia había comenzado a bombardear emplazamientos en toda Ucrania, incluso cerca de Polonia, y que tropas acorazadas rusas emprendían la invasión, también desde Bielorrusia, tuvo el efecto de esas bombas de vacío que Putin exhibe en esta guerra y que ‘absorben’ el oxígeno: de pronto las décadas de paz y progresiva prosperidad vividas en la mayor parte de Europa se esfumaron y quedó visible a los ojos de la memoria el abismo de la Segunda Guerra Mundial.
Haberse topado de cara abruptamente, a las mismas puertas de la UE y de la OTAN, con una nueva guerra, que repite algunas dinámicas de aquella –la salvaje agresión de un vecino sobre otro reivindicando su ‘Lebensraum’–, explica que en los primeros días de la invasión, en ese fin de semana que cambió al mundo, los países de la UE reaccionaran con una contundencia y una unanimidad inesperadas, para sorpresa incluso de ellos mismos.
Nada más elocuente sobre ese radical giro que la transformación vista en Alemania, de la mano además de un SPD que tenía mucho de ‘Russlandversteher’ (compresivos con Rusia), y de Los Verdes, más duros con Putin pero poco proclives al gasto militar. La decisión de enviar importante material de guerra a Ucrania, aumentar notablemente el presupuesto de Defensa para este año y elevarlo de manera permanente por encima del 2% del PIB en los siguientes, ha roto ciertamente todos los tabús de sucesivas generaciones de alemanes.
Alemania se suma a las sanciones contra Moscú sabiendo que tendrá un alto coste económico para el propio país; para afrontarlo, en el aspecto energético ha insinuado la posibilidad de revertir su apagón nuclear en curso, de nuevo algo inimaginable estando Los Verdes en el Gobierno. Nada más producirse la invasión, Angela Merkel habló de ´Zeitenwende’, de un cambio de era, una expresión que también ha usado su sucesor en la Cancillería; otros han hablado del fin de la Post-Guerra Fría. Nos encontramos ante una nueva etapa histórica.
Con esos compromisos, Alemania recupera la ‘normalidad’ como potencia que le faltó desde la mitad del siglo pasado. Con las sucesivas etapas de integración europea, Alemania ha ido ganando peso en la toma de decisiones continental. La entrada en circulación del euro en 2002 catalizó el tiempo del liderazgo económico de Berlín, en una UE en la que políticamente, de momento, debió hacer tándem con Francia. Diez años después, sin embargo, con la crisis de 2010-2012 y en una Unión ampliada, la preponderancia política alemana también comenzó a hacerse evidente. Ha pasado otra década y ahora, en 2022, a raíz de la confrontación con Rusia, asoma una Alemania como potencia de ‘poder duro’, dispuesta a poner sobre la mesa su capacidad militar.
Esas etapas del ascenso de Alemania se han dado envueltas en una creciente unidad europea. El entrelazado acompasamiento fue siempre voluntad de quienes gobernaron el país, por verdadero compromiso europeísta y también como modo de facilitar la aceptación del emergente poder de Berlín por parte de sus vecinos (el Reino Unido no quiso asumirlo; el Brexit debe entenderse como una reacción a ese predominio alemán en el continente).
La renuncia a las divisas nacionales para saltar a la unión monetaria fue seguida una década después por una crisis financiera que obligó a superar ciertas soberanías estatales en materia de política bancaria e incluso fiscal. Cada desafío, con sus inestabilidades, ha supuesto un fortalecimiento de Bruselas. Hoy la agresión rusa en el flanco oriental está eliminando muchas de las reticencias a contar finalmente con estructuras conjuntas de defensa, más allá de la pertenencia a la OTAN: no es que la creación del Ejército europeo esté propiamente sobre la mesa, pero la caída de misiles junto a las mismas fronteras de la UE y el riesgo nuclear invocado por Putin están acelerando etapas que antes se creían largas o aplazables.
Todos esos pasos han sido beneficiosos para el conjunto de la Unión; han reforzado el protagonismo de Alemania, sí, pero ha habido un avance conjunto. El nuevo perfil de Alemania –coronada en esta última etapa como fuerza militar desacomplejada– no debiera sino contribuir igualmente a la cohesión europea. Las amenazas para la UE no han venido de un ‘agrandamiento’ alemán, sino que se han debido a otras dinámicas, como la tensión de Bruselas con la periferia polaca y húngara de los últimos años; ahora el desafío, de otro tipo, llega de la gran Rusia. Josep Borrell ha dicho que la invasión de Ucrania ha obligado a la UE a despertar a la realidad geopolítica. La novedad respecto a un siglo atrás es que Alemania está dispuesta, a eso al menos se ha comprometido, a moverse de acuerdo con los imperativos geopolíticos de la UE, más que con los suyos propios. El ataque ruso pudo muy bien haber creado división entre los socios comunitarios, que era en lo que probablemente confiaba Putin; la sorpresa ha sido la cohesión demostrada hasta el momento.