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Portada de la revista ‘Time’ difundida tras la reelección de Donald Trump
Un nuevo mandato de Donald Trump sitúa a la Unión Europea en un terreno incómodo. Seguir los estrictos intereses de Estados Unidos, según los interprete Trump, al margen de cualquier conveniencia para los países europeos, convierte a Washington más en un antagonista que en el socio que se supone que es. No es que las últimas administraciones demócratas actuaran contra el beneficio nacional, pero practicaron con este lado del Atlántico el “do ut des” propio del multilateralismo en el que Estados Unidos se había movido durante las décadas previas. Los desencuentros que Trump mantuvo con Bruselas durante sus primeros cuatro años en la Casa Blanca probablemente se reproducirán en el siguiente cuatrienio.
Al margen de las razones que explican el triunfo electoral republicano (que evidentemente las hay; no entenderlas es un serio problema para el Partido Demócrata, que si no hace bien el diagnóstico puede seguir perdiendo apoyo), así como de la absoluta licitud de una parte importante del electorado para votar a Trump (por más que en muchos medios se hubiera demonizado esa opción, pasando por alto que lo mismo puede hacerse con todo lo relacionado con lo ‘woke’ y versiones extremas de la ideología de género), aquí nos queremos concentrar simplemente en cómo la Unión Europea afronta la nueva etapa.
Un asunto clave es el de la seguridad, que los miembros de la UE gestionan fundamentalmente a través de la OTAN. La primera presidencia de Trump enrareció las relaciones internas de la Alianza Atlántica, pero las presiones sobre sus miembros para que incrementaran sus gastos de defensa tuvieron la consecuencia positiva del aumento presupuestario en casi todos los países. Esto contribuyó a una mayor dotación militar en el seno de la UE, lo que ha permitido a Europa avanzar en su deseo de respaldar con capacidades sus pretensiones de actor geopolítico.
Si el balance final de la experiencia anterior en relación con la OTAN puede considerarse satisfactoria, por más que su gestión fuera amarga para los europeos, la guerra de Ucrania supone hoy un reto que puede llevar a serias fracturas en la coalición. La impredecibilidad de Trump hace difícil saber cómo afrontará de verdad su ayuda a Kiev, pero su insistencia durante la campaña en rebajar cualquier tono belicista –en la noche del martes, al cantar victoria, volvió a decir que no empezará guerras, sino que las parará– invita a pensar que puede presionar para un arreglo con Rusia que desde luego no satisfaría a Ucrania. La estrecha vinculación que mantuvo la propia administración Trump con Polonia, convertida hoy en el baluarte occidental frente al expansionismo de Moscú como en su día lo fue Alemania Occidental frente a la URSS, puede alterarse y enrarecer las dinámicas internas de la OTAN. Estas se verán también estresadas por la atracción entre Trump y elementos europeos díscolos dentro de la Alianza, como Hungría.
En la relación con China, Trump y la UE pueden moverse en una dirección común, aunque posiblemente evidenciarán escasa coordinación. Trump inició la política del desacople respecto a la economía china, con la brusquedad de una súbita guerra de aranceles que luego Biden ha moderado en la retórica pero ha prolongado, como su última decisión de doblar el precio de los automóviles eléctricos chinos que quieran venderse en Estados Unidos. Europa ha seguido en la senda, aunque unos aranceles no tan agresivos hablan de intereses internos contrapuestos, con una Alemania absolutamente dependiente de la exportación que no quiere cerrarse el mercado chino (la dependencia estadounidense respecto a la exportación es muchísimo menor).
El proteccionismo comercial que ya puso en marcha Trump en su anterior presidencia no es buen augurio para España. La emblemática guerra del aluminio sostenida por Trump con Europa no tuvo especial efecto en nuestro caso, pero sí las dificultades puestas a la exportación allí de productos como el aceite de oliva o las aceitunas negras. Como presidente, Trump impuso aranceles a alrededor del 14% de las importaciones totales, incluido el aceite de oliva español, que a comienzos de este año suponía el 35% del mercado en Estados Unidos. Conviene precisar que el proteccionismo es una creciente tendencia en un mundo “posglobalizado” y que el mismo Biden mantuvo el impuesto del 25% de su predecesor sobre el aceite de oliva procedente de España. Con todo, un reforzado sistema de aranceles ha ocupado especial lugar en la campaña del candidato republicano, que ha anunciado impuestos de entre el 10% y el 20% para la importación de bienes, como los adquiridos a Europa. A su vez, las grandes energéticas españolas, como Iberdrola, pueden ver acabar retocando su programa de inversiones dadas las reticencias del nuevo presidente hacia las subvenciones en transición verde.
No es que cualquier derrotero que hubiera tomado una administración dirigida por Kamala Harris hubiera sido mejor para Europa o España, pero es normal que, ante el populismo, el narcisismo y la imprevisibilidad de Trump, muchos aquí crucen los dedos.
* Una versión algo reducida fue publicada por el ‘Diario de Navarra’ (7 de noviembre de 2024). El autor es director de GASS.