[Daniel Méndez Morán, 136. El plan de China en América Latina (2018), 410 páginas]
RESEÑA / Jimena Puga
Mediante una investigación en primera persona sobre el terreno y el testimonio personal de chinos y latinoamericanos, que dan al relato carácter de reportaje documentado, Daniel Méndez resume detalladamente la huella que la creciente superpotencia asiática está dejando en la región. Esto permite al lector conocer las relaciones entre ambas culturas desde el punto de vista económico y sobretodo, político. La cifra del título –136– es el número que, según explica el autor, Pekín asigna a su plan para Latinoamérica, en su planificación de distintos programas de expansión sectorial y geográfica por el mundo.
El libro comienza haciendo una breve reflexión sobre el rápido crecimiento de China desde la muerte de Mao Zedong y gracias a las políticas de crecimiento y apertura de Deng Xiaoping entre 1980 y 2000. Este resurgir no se ha reflejado solo en la economía china, sino también en la sociedad. Las nuevas generaciones de profesionales chinos cuentan con mejor formación universitaria y mayor dominio de idiomas extranjeros que sus mayores, y por tanto más preparados para las relaciones internacionales. Sin embargo, Liu Rutao, consejero económico y comercial de la Embajada de China en Chile explica al autor que “la historia de la salida de China al extranjero tiene tan solo quince años, así que ni el gobierno ni las empresas tenemos un pensamiento muy maduro sobre la forma de actuar en el extranjero, por eso todos necesitamos estudiar”.
No obstante, la corta experiencia del país en el ámbito internacional no supone un obstáculo ya que, como pone de manifiesto el libro, para acelerar este proceso de aprendizaje China cuenta con un atajo muy efectivo: el dinero. De hecho, el objetivo de muchas de las inversiones chinas más importantes en América Latina no es solo el acceso a recursos naturales, sino también a capital humano y sobretodo a conocimiento. Gracias a sus ingentes recursos financieros, las empresas chinas están adquiriendo empresas con experiencia y contactos en el continente americano, contratando a los mejores profesionales de cada país y comprando marcas y tecnologías. “Esta fase es muy difícil. Las empresas chinas van a pagar para aprender. Pero todo se aprende pagando”, explica a Méndez el diplomático Chen Duqing, embajador de China en Brasil entre 2006 y 2009.
Después de esta visión general, el libro pasa a la relación de China con distintos socios latinoamericanos. En el caso de México, existe una lucha contra el famoso made in China. El imperio del centro fue a México hace 40 años a estudiar el programa maquilador; cuando regresaron, según explica Méndez, dijeron: “México está haciendo eso para Estados Unidos, nosotros vamos a hacerlo para el mundo”. Y de esta forma, unos años más tarde China diseñó y mejoró la estrategia. Hay pocas dudas de que el made in China les ha ganado la partida a las maquiladoras mexicanas, y son todas estas décadas de competencia y frustración las que explican las complejas relaciones políticas que viven los dos países. Así lo testimonian las personas entrevistadas por el autor. A Jorge Guajardo, este modelo le recuerda al orden colonial impuesto por España y continuado por Reino Unido: “Yo les decía en ocasiones a los chinos: Señores, ustedes no pueden ver América Latina nada más que como un lugar al que van por recursos naturales y a cambio mandan productos manufacturados. Nosotros ya fuimos colonia. Y no nos gustó, no funcionó. Y optamos por dejar de serlo. No quieran ustedes repetir ese modelo”.
El resultado de estas nuevas tensiones es que ninguno de los dos países ha conseguido lo que estaba buscando. México apenas ha aumentado sus exportaciones a China y el gigante asiático apenas ha incrementado sus inversiones en el país latinoamericano. En 2017 tan solo había 30 empresas chinas instaladas en México, un numero muy pequeño comparadas con las 200 que había en Perú. Otros diplomáticos del continente reconocen que en cualquier encuentro internacional en el que ambos países están presentes, el país latinoamericano es siempre el más reacio a aceptar las propuestas de Pekín. Para China, la “resistencia” mexicana es tal vez su mayor escollo diplomático en la región: el mejor ejemplo de que su ascenso no ha beneficiado a todos los países del Sur.
Méndez cuenta que, a diferencia de México, la estrategia peruana de apostar por la minería ha encontrado un socio ideal al otro lado del Pacífico. Necesitado de minerales para alimentar su industria y construir nuevas ciudades, la enorme demanda china ha tirado con fuerza de la economía peruana. Entre 2004 y 2017 el comercio entre ambos se multiplicó por diez y el gigante asiático se convirtió en el primer socio comercial de Perú. China ya no solo es importante por su demanda de cobre, plomo y zinc, sino también por los flujos de inversión y su capacidad de poner en marcha proyectos mineros. Estas condiciones financieras, muy difíciles de conseguir en la banca privada, son en muchas ocasiones la ventaja comparativa que permite a las empresas estatales chinas batir a sus competidores occidentales.
¿Qué significa esto para América Latina? ¿Deberían preocuparse los países latinoamericanos de esta estrategia política y económica que a través de empresas estatales invierte de forma masiva en sus recursos naturales? Como indica el libro, muchos diplomáticos piensan que hay que estar atentos. A diferencia de las compañías privadas, cuyo objetivo primordial es obtener beneficios y entregar dividendos a sus accionistas, las chinas están en ultima instancia controladas por políticos que pueden tener otra agenda. En este sentido, la expansión de tantas empresas estatales en recursos naturales también puede convertirse en un arma de presión e influencia.
Si algún dirigente latinoamericano, por ejemplo, decidiera reunirse con el Dalai Lama o se opusiera a alguna iniciativa diplomática liderada por Pekín, el gigante asiático podría utilizar sus empresas estatales a modo de represalia, advierte Méndez. De la misma forma que si el gobierno peruano quisiera cancelar algún proyecto chimo por infracciones laborales o medioambientales, Pekín podría amenazar con denegar la aprobación de protocolos fitosanitarios o retrasar otras inversiones. Además, China es cada vez más consciente de que su imagen, su capacidad de persuasión y su atractivo cultural (soft power) son vitales para ampliar su proyecto político y económico.
Por otro lado, y más al sur de la región, Uruguay se ha convertido en el laboratorio perfecto para China. Las fábricas uruguayas están preparadas para producciones cortas de unos pocos miles de automóviles, el país cuenta con mano de obra especializada y las buenas infraestructuras permiten en muy poco tiempo plantarse en Brasil o Argentina. Hay que tener en cuenta que las empresas chinas son todavía poco conocidas en América Latina y no cuentan con demasiados recursos financieros, y en Uruguay pueden hacer un testeo de mercado.
En cuanto a Brasil, Méndez habla especialmente de la diplomacia de los satélites. Éstos no sirven solo para llevar la televisión a los hogares y para utilizar el GPS en el móvil, sino también por sus capacidades militares y el prestigio político que implican. Brasil ha colaborado con otros países como Argentina y Estados Unidos, pero las tensiones políticas y económicas casi siempre suelen poner limites a la cooperación espacial. Aunque pueda resultar paradójico, en el caso de China la distancia parece ser una bendición ya que no hay problemas geopolíticos entre ambos: a veces es más difícil trabajar con tus vecinos que con las personas que están muy lejos. Para Pekín, las misiones espaciales sirven para aumentar todas las dimensiones de su poder: incrementa sus capacidades militares y contribuye a su industria espacial y a la competitividad en un sector económico con mucho futuro. Y por ultimo, también le sirve como campaña de relaciones públicas en el mundo. No obstante, las diferencias tecnológicas y económicas se están haciendo tan patentes que a China incluso el gigante sudamericano se le está quedando pequeño.
Desde el punto de vista geoestratégico, Méndez no quiere dejar pasar la construcción de una estación espacial china en un terreno de 200 hectáreas en la provincia argentina de Neuquén, que cuenta con una inversión inicial de 50 millones de dólares y que se enmarca en el programa chino de exploración de la Luna. Además, Argentina es el único país en el que la presencia del Banco Industrial y Comercial de China es tan notable y popular entre la sociedad. Este banco chino ha conseguido ofrecer los mismos servicios que cualquier otra institución bancaria argentina.
Por último, Chile es uno de los países con los que mejores relaciones tiene Pekín, pero ¿por qué China no invierte en Chile? La respuesta es sencilla. En Chile los procesos de inversión son claros, transparentes e iguales para todos los países. No hay excepciones y los inversores tienen que seguir al pie de la letra las complejas regulaciones legales. La cultura de negocios es distinta, y a los chinos eso de necesitar abogados y 20.000 permisos para todo no les gusta. Les gusta pagar sobornos, y en Chile la corrupción provoca mucha indignación.
A lo largo de este análisis país por país, el autor ha ido dejando clara una cosa: China tiene un plan. O al menos, ha sido capaz de apostar durante décadas por la formación de funcionarios con el objetivo de diseñar una estrategia en América Latina. Esa capacidad de planificación y esos objetivos marcados a largo plazo le han servido al gigante asiático para avanzar posiciones en los últimos años y dejar una huella profunda en muchos países del continente americano. Y, ¿en qué consiste el plan? Está claro que el objetivo número uno de China es económico. Ha conseguido “colarse” con éxito en los tres grandes bloques comerciales en los que se encuadran los países latinoamericanos: NAFTA, Alianza del Pacífico y Mercosur.
Pero la economía per se no es lo único que mueve a China. Para lograr sus objetivos económicos, Pekín también necesita tejer relaciones políticas y contar con aliados que puedan defender sus posiciones diplomáticas. Su defensa de la no interferencia en asuntos internos y de un mundo multipolar exige a cambio el silencio de los países latinoamericanos sobre la violación de derechos humanos en su país y el respeto, por ejemplo, a la política de una sola china. El gigante asiático quiere ampliar todas sus fortalezas y no está dispuesto a renunciar a ninguna de ellas.
En conclusión, tenga o no China una estrategia para América Latina, América Latina no tiene una estrategia para China. Y China no es una ONG; si algo demuestra la historia reciente es que cada país busca en el ámbito de las relaciones internacionales la defensa de sus egoístas intereses nacionales. China tiene su agenda y la está persiguiendo. Tal vez haya llegado el momento de que América Latina tenga la suya propia.