En la imagen
Portada del libro de Orlando Figes ‘The Story of Russia’ (Dublin: Bloomsbury, 2022) 348 páginas
¿Qué motivaciones pueden haber impulsado a Vladimir Putin a atreverse a romper el tabú según el cual la guerra habría sido desterrada de Europa como instrumento para la resolución de conflictos? ¿Hay causas explicativas de su conducta, o es Putin un caso para los psicólogos? Año y medio después del comienzo de la guerra de Ucrania siguen siendo muchos los observadores que inquieren acerca de sus razones, si es que de razones puede hablarse en un caso como este.
Sondear las razones que han podido conducir al escenario presente de guerra no es un ejercicio trivial; mucho menos significa justificar una decisión tan opuesta como ésta a las normas internacionales –la primera de las cuales es el respeto a las fronteras internacionales y a la soberanía de los estados–. Entender no significa aprobar; hacerlo es importante si se aspira a alcanzar en algún momento una paz estable y satisfactoria para las partes involucradas; una que evite la recurrencia de un nuevo estallido armado entre Rusia y Ucrania en el futuro.
Pocas guerras tienen lugar por una sola causa; más a menudo, varios motivos concurren para precipitar un episodio de violencia bélica. En estos escenarios de multicausalidad, la Historia aparece casi siempre como uno de los pozos en los que encontrar interpretaciones y hallar agravios pasados que los actores del sistema utilizan como argumentos para justificar su decisión de ir a la guerra.
La de Ucrania no es una excepción a esta regla, y varias son las razones de índole histórica que Putin ha exhibido para justificarla. En ‘The Story of Russia’, última obra del historiador británico-alemán Orlando Figes, el autor sondea en la historia rusa para ayudar al lector a destilar argumentos que ayudan a comprender la guerra y la actitud rusa frente a ella. Su intención no parece ser la de hacer un mero recorrido descriptivo por los principales hitos de la historia de Rusia. Más bien, basándose en ellos, estaría haciendo un análisis del ‘alma’ del país y de lo que, hoy en día, llamamos su ‘narrativa’ o, dicho de otro modo, la forma como Rusia se ve a sí misma como nación, y en sus relaciones con el resto del mundo. No es casual que el título del libro incorpore el vocablo ‘story’ que, amén de su traducción como ‘historia’, tiene también el sentido de ‘narrativa’ o ‘relato’.
Eso es lo que trata de resaltar el autor a lo largo de las páginas de este interesante volumen, en el que combina equilibradamente su erudición con el esfuerzo de llegar a un público no especialista interesado en comprender un país que Churchill –siempre tan a mano en el momento de las citas– definió como “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”, así como algunas de las claves que pueden ayudar a entender el porqué de la guerra.
A lo largo del texto, y en distintos períodos históricos, van surgiendo uno a uno muchos de los mitos fundacionales rusos, comunes en muchos casos a los ucranianos, pero interpretados de forma diferente en ambos países, lo cual está en la esencia misma de los mitos.
El primero es el de la fundación de Rusia con la aparición del Rus de Kiev y, muy importante, con la conversión al cristianismo y el bautismo del Gran Príncipe Vladimir. De esta raíz, común para rusos, bielorrusos y rusos, arranca la idea expresada por Putin de que Rusia y Ucrania son uno y el mismo pueblo, y que no cabe hablar de una identidad ucraniana diferente y autónoma. Ucrania, por supuesto, interpreta el mito de forma diferente, argumentando la conversión de Vladimir como prueba de la vocación occidental del Rus y, por ende, de Ucrania.
Otra seña de identidad rusa considerada, atendiendo a su devenir histórico, es la de la naturaleza autocrática del poder en Rusia, que no obedece al azar ni al capricho, sino que tiene que ver con la realidad geopolítica y la historia del país. Respecto a la primera, la obra hace referencia a lo vasto del espacio geográfico ruso, a la dificultad de mantener el control de su inmenso territorio y a la necesidad de hacerlo para garantizar la seguridad de corazón de Rusia. En lo que se refiere a la Historia, Figes aduce la herencia de la ocupación de los mongoles del Rus, que se extendió por más de doscientos años. Los modos autoritarios de Gengis Khan y sus sucesores habrían permeado el concepto eslavo de autoridad, que identificaba al zar con el estado –a diferencia de lo que sucedió en Occidente, donde se diferenció entre la persona mortal y el oficio sagrado del rey–, uniendo a ambos en un único ser mortal que, en tanto hombre y regidor, era un instrumento de Dios.
Los distintos zares rusos justificaron su derecho al imperio tanto en su descendencia espiritual de Bizancio como en la territorial recibida de Gengis Khan. Junto a la del poder despótico del zar, venía la idea del principio patrimonial del poder principesco que convertía al monarca en propietario de facto de todo el territorio nacional ruso.
Mientras, los súbditos, imbuidos también de esta visión, y con la inestimable cooperación de la Iglesia Ortodoxa, comenzaron a ver al zar como una suerte de “padre de todos los rusos”, justo y benéfico, que vela por el bien de todos y cuasi infalible; si algo iba mal, no era por culpa del zar, sino por la de los administradores. Esta visión se mantuvo históricamente hasta el trágico final de los Romanov durante la Revolución de 1917. Lejos de morir con la monarquía, sin embargo, la idea siguió en el imaginario ruso, incluso durante los años del comunismo, como muestra la imagen que Stalin cultivó de sí mismo como el “padrecito” de todos los soviéticos, que salvó al país –y a Occidente– del flagelo del poder Nazi en la Gran Guerra Patriótica.
Putin, señala Figes, considera que Rusia es fuerte cuando su gente ha permanecido unida detrás de un estado fuerte, y débil cuando la población ha estado dividida y el país ha dejado de observar los ‘principios rusos’ fundamentales –el patriotismo, el colectivismo, y la sumisión al estado– que la unen y la distinguen.
El resentimiento ruso hacia Occidente por no reconocer la estatura de Rusia como actor internacional, ni los sacrificios que ha hecho por ella para salvarla, primero de los mongoles, más tarde de Napoleón y, aún más recientemente, de la Alemania de Hitler, es presentado como otro de los rasgos del ‘alma’ rusa. Rusia es una gran potencia, dotada de un importante arsenal nuclear, y como tal debe ser tratada y considerada. La expansión de la OTAN tras la Guerra Fría, y los coqueteos de Georgia y Ucrania con la Alianza Atlántica no serían sino un último episodio de esta desconsideración.
Este orgullo nacional tendría uno de sus fundamentos en la idea de Moscú como la “tercera Roma” que mantuvo intacta la herencia de Bizancio tras la caída de Constantinopla en 1453. Este carácter debería dar a Rusia la consideración de gran poder internacionalmente, además de asegurarle el control de otros territorios como Ucrania o Lituania o, más allá, del mundo eslavo.
En el fondo, la Historia reciente de Rusia, puede concluirse, es la de las tensiones no resueltas entre los occidentalistas –que tendrían su epítome en los zares Pedro y Catalina– y los eslavófilos, que consideran que el aislamiento de Occidente bajo los mongoles permitió conservar la herencia bizantina, la vieja cultura eslava y las creencias ortodoxas, que quedaron así protegidas de las tendencias individualistas y seculares del humanismo renacentista en Europa. Dos almas: los occidentalistas y los eslavófilos. ¿No es éste, de alguna forma, uno de los dramas que se dirimen hoy en Ucrania?
Estos y otros mitos constituyen la esencia del ameno y enriquecedor recorrido por la Historia rusa que ‘The Story of Russia’ ofrece al lector. La historia de un país cuyo futuro el autor se aventura por concluir es incierto y permanece abierto. Una cosa sí considera como segura, y es que la Historia volverá a ser interpretada y reinterpretada, con independencia de quién gobierne el país, para dirigir el timón de acuerdo con sus intereses.