En la imagen
Portada del libro de Douglas Murray ‘La guerra contra Occidente: cómo resistir en la era de la sinrazón’ (Barcelona: Península, 2022) 403 páginas
¿Cuál es la posición europea en el mundo? ¿Cómo se ve desde fuera? ¿Cómo se ven los europeos a sí mismos? El periodista británico Douglas Murray ahonda en la guerra cultural que se está librando contra Occidente, contra su tradición y valores, y que ya ha abordado en anteriores libros (‘La masa enfurecida: cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura’, ‘La extraña muerte de Europa: Identidad. Inmigración. Islam’). Esta vez Murray abre un poco más el objetivo y analiza lo que hay en juego en cuatro grandes batallas, muchas veces sostenidas de modo simultáneo: raza, historia, religión y cultura. Como periodista, Murray emplea un lenguaje sencillo, cercano y cotidiano, y concreta esa lucha de ideas en datos, cifras y hechos documentados.
La llamada ‘teoría crítica de la raza’ es un fenómeno nacido en la comunidad académica americana en 1970 y que luego se ha extendido por la sociedad occidental. Dos destacados precursores han sido Kimberlé Crenshaw, profesor en Columbia, y Derrick Bell, académico en Harvard y Stanford. Los seguidores de esta teoría analizan el mundo y cuanto acontece en él a través del prisma racial como única y decisiva lente interpretativa. Murray denuncia “la insistencia en que las personas blancas son todas culpables de albergar prejuicios —sobre todo de tipo racista— desde su nacimiento; la afirmación de que el racismo está tan profundamente arraigado en las sociedades de mayoría blanca que las personas blancas ni siquiera caen en la cuenta de que viven en sociedades racistas”. El autor advierte que son “asertos no se basaban en pruebas, sino básicamente en interpretaciones y actitudes” –responden a una “nueva manía” que “patologiza a las personas blancas”–, y relaciona este tipo de obsesión con el que lleva a tomar el sexo o la orientación sexual como medida de todo. Es algo tan difundido y promovido por el vocabulario utilizado por los medios, que confrontar la imposición de estos activistas tiene un coste personal, pues “el precio que se paga por no seguir la corriente puede llegar a ser muy alto”.
Por lo que afecta a la historia, Murray resalta el sinsentido de que los occidentales se vean empujados a sentir una “inimaginable vergüenza” por un pasado que, sin estar exento de aspectos negativos, ha aportado indudable avance a la humanidad. En realidad, es un revisionismo antioccidental (promovido desde diferentes lugares, pero el autor se detiene en señalar a China) que solo revisa la historia de Occidente, pero no la del resto. Esto se da por la ignorancia que los mismos occidentales tienen acerca de la historia propia y mundial, y por el presupuesto moral de que “nadie en el mundo puede hacer nada malo, a menos que Occidente le haya obligado a hacerlo”. Murray comenta ejemplos muy diversos de “rescritura histórica”, especialmente estadounidense y británica, desde el esclavismo hasta los ataques a estatuas en el último lustro. El autor alega que la falta de rigor histórico, o incluso imputaciones plenamente falsas, no frenan a los que las difunden, y todo ello impide una investigación histórica que busque la verdad, pues conclusiones políticamente incorrectas traen consecuencias no deseadas para el investigador y la entidad que le apoya. Para escapar de este escrutinio unilateral y parcial del resto del planeta Murray aconseja prudencia: “manejar con muchísimo cuidado […] el bisturí moral” a la hora de examinar la Historia, sin caer en el descuido que parece estar permitido para “la demonización de Occidente y de los occidentales”.
Seguidamente, el autor se ocupa de las raíces religiosas y filosóficas de Occidente. Menciona la distinta reacción social e internacional ante la quema de un ejemplar del Corán o de la Biblia, y constata cómo ha descendido el número de creyentes cristianos, miembros de iglesias que han cedido terreno o se han mostrado poco firmes antes las críticas exteriores, mientras que ha aumentado la presencia de otras religiones y pseudoreligiones. Combatiendo las creencias heredadas y aplicando también aquí la teoría crítica de la raza, se ha procedido a “borrar a casi todos los filósofos occidentales”, pues se les encuentran manchas imperdonables. Esto, en el fondo, tiene algo de religión en sí mismo, al dividir “la sociedad en santos y pecadores con una claridad digna de una revelación”. Así, se insiste en el hábito, que ha sido una enfermedad en Occidente, de “venerar cualquier otra cosa, siempre y cuando no forme parte de nuestra herencia”. Ya ocurrió con pensadores como Jean-Jacques Rousseau, para los que “otras sociedades eran una tabla rasa sobre la cual inscribir todos aquellos hábitos, usos y virtudes de los que Occidente carecía”.
Murray considera que con demasiada frecuencia se “olvidan los beneficios que la civilización occidental moderna ha concebido, creado y exportado”. Debe darse un ejercicio de sinceridad, de reconocer también los errores, pero “quienes tienen la suerte de vivir en Occidente no solo han heredado una posición económica relativamente próspera; también un sistema gubernativo, judicial y legislativo por el que deberían estar agradecidos […] mejor que cualquier alternativa que conocemos”. No es defenderlo por ser blancos, es defenderlo por ser cosas “dignas de respeto […] herencia de toda la humanidad”.
El último ámbito del que se ocupa el libro es el de la cultura, en sentido amplio, donde convergen aspectos ya tratados antes y otros nuevos como los impulsados por los ambientalistas, los veganos y la comunidad LGTBIQ+, entre otros: se trata de colectivos que solicitan libertad de expresión para comunicar sus ideas, pero también utilizan esa libertad, como apunta Murray, para censurar todo aquello que no es de su agrado. En el libro se exponen múltiples ejemplos, que afectan a ámbitos tan distantes como la jardinería (el Jardín Botánico de Kew ha anunciado que abre un proceso de “descolonización” y “reconocimiento de su legado de explotación y racismo”; el famoso biólogo Dan Kraus ha afirmado que el césped debe ser diverso y que las generaciones futuras nos reclamarán la falta de diversidad entre jardineros) o la música (la Universidad de Oxford ha remodelado sus cursos para que sean compatibles con el movimiento Black Lives Matter). Esta actitud ‘correctiva’ no tiene en cuenta que, durante toda su historia, pero especialmente desde el Renacimiento y la Edad Moderna, la cultura occidental ha apreciado, admirado, imitado y reflejado otras culturas gracias a la curiosidad occidental por lo no propio. Sin embargo, la apertura hacia afuera es etiquetada ahora como “apropiación cultural”.
Murray concluye con una llamada a quienes integran las sociedades occidentales a ser valientes y sinceros en el modo de poner en práctica los propios valores y de defender el legado recibido, y a ser agradecidos con la historia vivida. Admite que “crítica histórica y el revisionismo nunca están de más”, pero no hay que despreciar los avances llevados a cabo por Occidente en medicina, en ciencia, en educación... como tampoco los progresos en democracia y libertad de expresión o los logros en todas las ramas del arte. La prueba “más demoledora” de lo atractivo que es Occidente, dice Murray, consistente en que “no existe ningún gran flujo migratorio con destino a la China moderna […] el mundo no desea vivir allí […] y algunas personas hacen grandes esfuerzos –e incluso se juegan la vida– para alcanzar” este lado del mundo. Occidente “sigue siendo la única cultura del mundo, que no solo tolera, sino que fomenta ese diálogo contra sí misma”.