Este binomio de amenazas se completa con la definición de una multiplicidad de riesgos variados que mezcla el cambio climático y la seguridad energética con las pandemias, la seguridad alimentaria, la proliferación de armas de destrucción masiva y el otrora tan preocupante terrorismo transnacional, que tan desvaído aparece en esta NSS. Todos ellos son definidos como amenazas globales –ya no específicas para Estados Unidos–, y están unidos por el hilo conductor de la necesidad de acometerlos de forma común y cooperativa; un interesante ‘desiderátum’ que se antoja poco compatible con la postura de confrontación abogada para con China y Rusia, cuya cooperación –especialmente la de Pekín– resulta capital para hacer avances significativos sobre estos riesgos.
Como es lógico, este documento estratégico no es muy específico, ni en lo que se refiere a los recursos que Estados Unidos planea invertir en contrarrestar o mitigar las amenazas y riesgos definidos, ni en los métodos que seguirá para ello. Los detalles que aporta son, sin embargo, suficientemente elocuentes y se mueven a lo largo de tres ejes: reforzar el frente doméstico para asegurar la competitividad internacional del país; emplear la diplomacia para actuar multilateralmente siempre que ello sea posible y compatible con los intereses norteamericanos, y modernizar y reforzar el poder militar de la nación.
El primero de estos ejes resulta particularmente llamativo por lo que tiene de constatación de la indisoluble unidad existente entre la seguridad exterior de un país y su estabilidad y fortaleza doméstica, y por lo que supone de reconocimiento de los riesgos y del impacto directo que la grave polarización de la vida política nacional norteamericana, y su déficit de inversiones en áreas como infraestructura, educación, o emigración tienen sobre la seguridad nacional y sobre la fortaleza exterior de la nación. Ningún país –tampoco Estados Unidos– puede pretender aspirar a alcanzar objetivos importantes en la escena internacional si antes no se asienta sobre las sólidas bases de un proyecto compartido por todos, de una economía fuerte y de una sociedad vibrante y unida. Como decía Richard Haass en su libro de 2014, “la política exterior comienza en casa”. A modo de nota al margen, y desde un punto de vista puramente español, no estaría de más atender el dictado de esta máxima.
En lo que atañe al segundo eje, ya desde el comienzo de su mandato, el presidente Biden manifestó su decidida intención de utilizar la diplomacia como herramienta preferente en sus relaciones internacionales, capitalizando en su favor la densa red de aliados, socios y amigos que Estados Unidos ha tejido con perseverancia durante décadas. Ahora, al concretarla en la NSS, la administración norteamericana deja clara su voluntad de acercarse incluso a regímenes dudosamente democráticos o, incluso, no democráticos (“profundizaremos nuestra cooperación con democracias y otros regímenes afines”) cuando ello convenga a la promoción de los objetivos de seguridad de Estados Unidos. Esto significa la adopción de una postura pragmática sazonada de realismo político que se separa del idealismo tradicionalmente asociado con gobiernos del Partido Demócrata según el cual sólo la aproximación a regímenes vistos como legítimos –es decir, democráticos– es éticamente aceptable.
En cuanto al uso del poder militar de la nación –el tercer eje de acción en la NSS–, Biden se muestra, sin matices, dispuesto a emplearlo para defender los intereses nacionales, pero aclarando que lo hará utilizándolo como elemento de último recurso, con objetivos y misiones claramente definidas y alcanzables, de acuerdo con los valores y leyes de la nación, en combinación con otros elementos del poder nacional, y con el consentimiento informado del pueblo americano. Estas acotaciones, tan reminiscentes de la doctrina Powell-Weinberger de los años ochenta, no pueden sino verse como una prevención tomada con las largas intervenciones en Irak y Afganistán en mente y, desde luego, en contraposición a las mismas.
La última parte de la NSS hace un recorrido geográfico por distintas regiones del globo. En todas ellas se juegan los intereses de seguridad de Estados Unidos, y para todas ellas se define una postura estratégica. Como podía preverse, el espacio Indo-Pacífico aparece como el que centra la atención preferente de Norteamérica, lo cual es coherente con el papel de principal amenaza que Estados Unidos atribuye a China en la NSS. Con todo, y pese a que el foco de atención norteamericano se ha desplazado al continente asiático, desde una perspectiva netamente continental cabe preguntarse en qué lugar queda Europa en esta nueva NSS y qué implica la misma para los europeos.
Más allá de constatar la pérdida de peso relativo de Europa en los cálculos de seguridad norteamericanos, la NSS, al menos a nivel declarativo, sigue viendo el vínculo transatlántico como una relación vital, y continúa definiéndolo en términos de valores, historia, e intereses comunes. El Artículo 5 del Tratado de Washington, al que Biden se declara en la NSS unido “de forma inequívoca”, sigue erigiéndose como la viga maestra que une indisolublemente a Europa con Norteamérica. Conjurado, al menos aparentemente, el peligro que gravitó sobre la Alianza Atlántica durante la era Trump –gracias, sí, a la personalidad del nuevo presidente pero, también y sobre todo, gracias a la revigorización que una OTAN en ‘muerte cerebral’ ha experimentado como consecuencia de la invasión de Ucrania– Estados Unidos retorna a Europa, aunque lo haga sin dejar de mirar a Asia, e insistiendo en la necesidad y urgencia de que los aliados muestren una mayor implicación con su propia protección que se traduzca en un incremento del gasto en defensa que permita, a los europeos, asumir mayores responsabilidades, y a los norteamericanos, concentrar más recursos en el Indo-Pacífico.
Dejando de lado cambios, evidentes, en las formas, el deseo de un mayor compromiso europeo con su propia seguridad se diferencia poco de las exigencias que Trump –y, no lo olvidemos, no pocos de sus predecesores– hacía a sus socios transatlánticos y no se circunscribe, además, únicamente al espacio europeo; consciente de que la magnitud del desafío chino es global en un mundo tan interconectado como el actual, Biden exhorta a los europeos a “jugar un papel activo en el Indo-Pacífico, incluyendo el apoyo a la libertad de navegación y a la paz y la estabilidad a través del Estrecho de Taiwán”. La idea detrás de esta afirmación es la de que China no es un asunto de la exclusiva incumbencia de Estados Unidos, sino que compete a todos los que participan en y se benefician de las bondades de los mercados globales. Implicarse “no es un favor a Estados Unidos. Nuestros aliados reconocen que el colapso del orden internacional en una región del mundo afectará, a la postre, a otras”. Aunque tímidamente, algunos de los países europeos han comenzado, de hecho, a despertar a esta realidad incrementando su presencia militar, temporal y permanente, en esta estratégica región, o implicándose en proyectos como el AUKUS.
Las veladas referencias a Trump y a las políticas ‘neo-con’ del pasado abundan a lo largo de esta nueva Estrategia de Seguridad Nacional. Se tiene la sensación, a veces, de que el equipo de seguridad de Biden ha hecho un esfuerzo deliberado para mostrar a la comunidad internacional –tranquilizándola, cabría añadir– lo que Biden tiene de retorno a la ortodoxia en las relaciones internacionales que tan bruscamente habría abandonado su predecesor. Ello, sin embargo, no parece óbice para incorporar a la NSS algunas ideas que parecen tomadas directamente del ‘trumpismo’, como la de adoptar una postura más asertiva hacia China, la ya mencionada de señalar a los europeos por su bajo nivel de compromiso en su propia seguridad, o la de denunciar cómo los tratados de libre comercio suscritos por Estados Unidos han sido abusados por otros actores en detrimento de los intereses norteamericanos.
Es esta, en conclusión, una NSS que trata de tender un puente que cierre la brecha que la administración de Donald Trump habría, supuestamente, abierto sobre lo que, hasta entonces, habría sido una cuasi-ininterrumpida historia de formulación estratégica basada en la inevitabilidad del liderazgo norteamericano, en lo predecible de sus efectos prácticos, y en el multilateralismo como respuesta preferente a los desafíos de seguridad. Muestra, además, un país refractario a la idea de estar asistiendo a su declive –algo que no está, en modo alguno, probado–, empeñado en mostrar que está de vuelta en la escena internacional, y que aspira a reforzar su posición como potencia preeminente en un mundo en la encrucijada. Una estrategia, en definitiva, coherente y alineada con el propósito que el presidente Biden expresó en febrero de 2021 ante el Departamento de Estado al anunciar al mundo su mensaje: “America is back. America is back”.