Los estados son (casi) siempre racionales en política internacional

Los estados son (casi) siempre racionales en política internacional

RESEÑA

31 | 07 | 2024

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Mearsheimer sostiene que los países deciden su acción exterior basados en una comprensión creíble del mundo y tras suficiente debate interno

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Portada del libro de John Mearsheimer y Sebastian Rosato ‘How States Think. The Rationality of Foreign Policy’ (New Haven: Yale University Press, 2023) 280 págs.

John Mearsheimer fue una oveja negra en la academia estadounidense cuando a raíz de la invasión rusa de Ucrania en 2022 culpó a Occidente de haber provocado la decisión de Putin con la progresiva ampliación de la OTAN hacia el este de Europa. Cuando muchos describieron la actitud del presidente ruso como irracional, propia de un loco, Mearsheimer la consideró plenamente racional, pues seguía los principios lógicos de la teoría del equilibrio de poder.

En medio de ese debate, Mearsheimer se puso a escribir un nuevo libro que venía a responder a la cuestión de la racionalidad en las decisiones sobre política exterior, en colaboración con Sebastian Rosato. Defensores ambos de la interpretación realista de las relaciones internacionales, el primero es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Chicago y el segundo en la de Notre Dame, en Indiana.

‘How States Think’ sostiene que, frente a lo que comúnmente suele pensarse, la mayor parte de los estados son racionales la mayor parte del tiempo. “Para nosotros”, dicen los autores, “racionalidad consiste en darle sentido al mundo –es decir, averiguar cómo funciona y por qué– para poder decidir cómo alcanzar determinados objetivos”. Esa toma de decisiones de los estados, que son los actores en las relaciones internacionales, tiene una dimensión individual y otra colectiva. Por un lado, para que la decisión final sea racional, los individuos que participan en el proceso deben basar su criterio en lo que Mearsheimer y Rosato llaman “teorías creíbles”: teorías del campo de las relaciones internacionales, tanto de la tradición realista como de la liberal, que han demostrado tener sentido. Después debe darse un proceso colectivo de agregación de pareceres mediante un intercambio deliberativo, que incluya un debate “robusto y desinhibido”. “En resumen, decisiones racionales en política internacional descansan sobre teorías creíbles sobre cómo funciona el mundo y emergen de un proceso deliberativo de toma de decisiones”. Puede ocurrir que ese debate no concluya con una convergencia de posturas; entonces, la decisión es tomada por quien tiene la mayor autoridad, sin que ello dañe la racionalidad del proceso, siempre que haya habido un debate abierto y suficiente. Tampoco daña la racionalidad de las decisiones, según los autores, el hecho de que los estados operan en medio de una gran incertidumbre y que la información que manejan los decisores es muchas veces deficiente.

En su argumentación, rechazan que el criterio de racionalidad de las decisiones en política exterior deba seguir el principio de maximización de la utilidad esperada, algo que puede aplicarse a las decisiones económicas, sobre todo cuando existen datos fiables que pueden aconsejar una decisión u otra. También discrepan de las advertencias que hace la psicología política, la cual, al poner tanto peso en los atajos mentales, los prejuicios y las actuaciones instintivas o pasionales, más bien indicaría que nunca hay racionalidad propiamente. Mearsheimer y Rosato aceptan los condicionantes de la psicología individual, pero creen que estos no impiden un proceso colectivo racional. “Aunque los individuos seguramente emplean atajos cognitivos en su vida diaria, esto no es verdad acerca de los líderes en el dominio de las relaciones internacionales”, aseguran. Cuando lo que está en juego es la supervivencia del estado, que los autores estiman el objetivo número uno, muy raras veces los máximos decisores dirimen las cuestiones frívolamente. “Dado que la política internacional es un negocio peligroso, los estados piensan seriamente acerca de las estrategias que adoptan, lo que es decir que están poderosamente inclinados a descansar en teorías creíbles y a deliberar sobre cada uno de sus movimientos”.

Para validar la afirmación de que “la racionalidad es el lugar común en la política internacional”, los autores dedican tres capítulos a analizar decisiones de gran estrategia adoptadas por diferentes países desde la Primera Guerra Mundial, así como otras decisiones tomadas en algunos momentos de crisis. En su detallado análisis, solo encuentran ’no racional’ el plan imperial alemán, previo a la Primera Guerra Mundial, de construir una armada mayor que la de Inglaterra; la política de Chamberlain anterior a la Conferencia de Múnich; la política de ‘tierra quemada’ de Hitler cuando ya estaba clara la derrota en la Segunda Guerra Mundial, y las decisiones estadounidenses de invadir Cuba e Irak.

El hecho de que, al margen de esas excepciones, las grandes decisiones en política exterior sean mayoritariamente racionales, como advierten los autores, permite el estudio de las relaciones internacionales. Si la irracionalidad fuera la norma, entones “la conducta de los estados ni puede ser comprendida ni predicha”, y el estudio de la disciplina sería una “tarea fútil”.

Este análisis descarta tener cuenta el acierto o fracaso de las políticas, pues Mearsheimer y Rosato señalan que la racionalidad se debe al proceso, no a los resultados. No obstante, precisan que un estado que persigue una estrategia racional es más probable que tenga éxito, dado que cuenta con “una buena comprensión de la política internacional y ha ponderado cuidadosamente cómo proceder”. Además, los altos costes del fracaso llevan a evitar actuar irracionalmente.

Los autores realizan una interesante aportación, estableciendo guías conceptuales en un terreno especialmente resbaladizo por afectar a la subjetividad humana. No obstante, al separar el proceso de adopción de estrategias del resultado de las mismas, ciertamente se simplifica la cuestión, pero no es seguro que la clarifique. Porque por más que respetables en su formulación teórica, hay opciones que en determinadas circunstancias pueden ser bastante inviables o ineficaces, y su fracaso puede decir mucho acerca de lo poco ‘inteligente’ –por más que dotadas de lógica interna– que fue adoptarlas.

Los autores ponen en pie de igualdad racional las principales teorías del campo de las relaciones internacionales, porque reconocen que, a pesar de que ellos son realistas, ni las teorías realistas y las liberales, ambas en sus múltiples formulaciones, se han impuesto sobre las otras. Pero, por ejemplo, podría decirse que no fue muy racional, por las evidencias de que estaba llamado al fracaso, el liberalismo de la política de extensión de la democracia de George Bush en Oriente Medio, ni el realismo de Putin en su agresión de Putin a Ucrania, en el caso de que al final no gane territorio o Ucrania entre en la OTAN (cabe preguntarse si Putin habría invadido el vecino país si hubiera tenido claro que el poder en Kiev no iba a desmoronarse como pensaba: en todo caso, sería tan racional –por tener su lógica– la invasión como la no invasión, una disyuntiva de la que los autores del libro no se ocupan).

Por otro lado, los autores separan racionalidad y moralidad. Y aunque desde la teoría realista generalmente se han separado ambos órdenes –la famosa ‘razón de estado’, expresión que en el libro no se usa–, no es difícil aceptar que puede existir un umbral de adversidad –crímenes, muertos, dolor...– que deslegitime determinadas decisiones en política exterior.